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LIBROS & ARTES

Página 7

Un crucero a las islas

Galápagos

. La alusión no

es únicamente irónica: la

salud y la salvación –los

temas de un drama que

compromete al cuerpo y

al alma– están sujetas a

peligros y amenazas en el

curso de la agónica trave-

sía del navegante. Esa tra-

vesía numinosa ocurre,

ciertamente, en un domi-

nio donde la naturaleza y

el espíritu se encuentran y

confunden.

La iconografía católica,

en su forma barroca y en

las versiones populares de

esta, nutre la dramática

plasticidad de los textos,

que evocan la gestualidad

histriónica (en, por ejem-

plo, la plegaria del náufra-

go) o el aura de la repre-

sentación visual. Revela-

doramente, el yo poético

conoce a la Virgen en las

imágenes de su culto: «La

Virgen del Carmelo se

bambolea en la parte su-

perior del escenario. No es

gran cosa, tal vez, si la

comparo con la Virgen de

Lourdes, tan serena, o con

la pompa de Nuestra Se-

ñora de París. Sus ojos com-

pasivos, sin embargo, me

llenan de consuelo» («Las

ánimas del purgatorio»).

Sin discordia, la Virgen

une la condición humana

y la índole artística. Es, por

ello, presencia y represen-

tación al mismo tiempo.

Por lo demás, su doble ín-

dole es cósmica y domés-

tica: Madre universal e ín-

tima, ella encarna el rega-

zo del origen y el afecto

familiar.

En

Un crucero a las is-

las Galápagos

, los vínculos

familiares no son nunca

ataduras, que era lo que le

parecían al yo rebelde y

juvenil de

Canto ceremo-

nial contra un oso hormigue-

ro

. De hecho, el hijo no

sólo ha alcanzado la edad

del padre, sino que es casi

su gemelo: «Me veo (veo

a mi padre Alfonso) sen-

tado como un sapo

sesentón al borde de la

cama» dice el poeta al ini-

cio de «El viaje de Alejan-

dra», que conmemora con

ternura y humor la parti-

da de la menor de sus hi-

jas. En este libro de

Cisneros, los sesenta no

son ya la década de la ju-

ventud, sino los años acu-

mulados en un cuerpo que

se deteriora y en una men-

te capaz de contemplar

tanto los paisajes de la

memoria como los esce-

narios del otro mundo. La

mirada del viajero senti-

mental y creyente abarca,

en

Un crucero a las islas

Galápagos

, varios tiempos

y diversos planos: es, por

ello, múltiple y panóptica.

Puede, por ejemplo, deta-

llar con fotográfica exac-

titud un ambiente desapa-

recido hace ya más de

medio siglo, como en «El

monje loco», o replicar

escenas de ultratumba

con nítida precisión, como

en «Otro naufragio». Más

aun, puede escudriñar el

interior del propio cuerpo,

que alberga un paisaje

donde conviven la estam-

pa bucólica y la imagen

macabra: «Los cristales

azules de mi sangre pastan

azules como mansos cor-

deros. Una pradera reple-

ta de alacranes» se lee en

«Junto al río 2». En el li-

bro, la memoria y la fan-

tasía distinguen a la per-

sona poética, pero lo que

en último análisis la defi-

ne es el cuerpo. Como Jor-

ge Eduardo Eielson o Cé-

sar Vallejo, para hablar de

dos figuras claves de la

modernidad poética en el

Perú, Cisneros entiende en

su poesía que el drama

humano es, en un sentido

radical, un drama somá-

tico. El dolor y el placer

–el pathos y la pasión

amorosa– son pulsiones

encontradas, pero de la

misma naturaleza: los mis-

terios de la carne son pro-

blemas del espíritu. Nada

ilustra lo anterior de un

modo más trágico que el

instante de la muerte, una

y otra vez conjurado en las

páginas de

Un crucero a

las islas Galápagos.

En medio siglo de tra-

yectoria, la poesía de An-

tonio Cisneros se revela

como una exploración de

las escalas y las transforma-

ciones de una conciencia

creadora y crítica que se

pone imaginativamente

en escena para, al mismo

tiempo, interrogar los lí-

mites de la identidad per-

sonal, las demandas de la

historia y las posibilidades

comunicativas de la pala-

bra lírica.

on la muerte de Natalie

Wood han muerto, una vez

más, Natalie Wood ya muerta en

mi memoria, la muchacha que se

ocultó con James Dean en la vieja

casona y a la luz de unas velas

entre la noche azul de California,

James Dean con esos ojos tristes

y malditos; Sal Mineo el buena

gente, mi primera enamorada tan

casta y tan arrecha como Natalie

Wood en algún Plymouth marrón

descapotado sobre una colina, mi

blue jeans

desteñido, mi casaca

roja y reversible, negra por

adentro, mi cuello de Flash

Gordon alzado hasta la nuca, mis

dedos pulgares hundidos entre la

cintura y un cinturón de cuero

ancho como una pradera, mi

peine en el bolsillo, mi jopo y mis

patillas, la banda del Gato Pardo,

las batallas infinitas contra la

banda del Negro Petróleo en la

línea del tranvía y en el parque

Confraternidad de Barranco, Paul

Anka y todas las Dianas del

planeta, Neil Sedaka y su boleto

de ida y vuelta al Paraíso; Little

Richard y Lucila, la urbanización

de San Antonio con sus casas,

cuadradas, ocres, verde nilo y

coral en medio de las tierras

baldías, el terror a los perros

nocturnos, el campo de aviación

de Santa Cruz y esos aviones

pintados de naranja, levantando

vuelo en el mundo de las culebras,

los escarabajos y las retamas, Pat

Boone y Sandra Dee (cola de

caballo y pantalones pescador)

besándose en la orilla del océano

contra un crepúsculo rojo y

musical, la mano húmeda y

nerviosa de mi segunda ena-

morada en las últimas filas del

cine San Antonio recién inau-

gurado, los ficus inacabables de la

avenida Pardo, las bicimotos

Alpina, las invasiones a las fiestas

C

LAMENTO POR NATALIE WOOD

Antonio Cisneros

del Terrazas, terraplenes abajo

que poblaban arañas viuda negra,

uñas de gato y vidrios de botella,

el parque Salazar y mi tercera

enamorada entre las matas del

laurel-rosa y los barrancos, las

navajas y las cadenas de las

pandillas del Bronx y María,

bellísima cantando en su ventana,

Los Platers y Only you, Remember

when, y algunas veces Los Cinco

Latinos y Los Santos, mi primera

cajetilla de Nacional Presidente,

la procesión de botes luminosos

en la fiesta de San Pedro y San

Pablo sobre el mar de Chorrillos,

la Bajada de los Baños, las

marocas amables de la Quinta

Reducto, las marocas terribles de

la Huaca Juliana, las hembritas

inasibles del Villa María con su

uniforme azul, Rafael Azca,

Poquita fe y ese trío Los Panchos

que decían mis padres no era el

trío Los Panchos, los bingos en el

club de Punta Negra y los

revolcones en la arena mojada, la

primera cerveza, el último año en

el colegio Champagnat, «la

hermosa bandera marista,

manantial cristalino de paz», el

gallardete de premilitar, los

helados del Nizza, las butifarras

únicas de Las Delicias en la

Semana Santa, los colores

iridiscentes, los primeros viernes

y la mala conciencia, los carros

con cola de pescado, las cinturas

de avispa, las latas pateadas en la

calle, el apetito feroz, el sueño de

plomo, la foto que tuve que

devolver a mi cuarta enamorada

cuando Federico me partió, las

tristísimas noches en el malecón

sobre el barranco de la Pampilla,

la alegría de poseer todos los

mundos, ese sol, mi adolescencia

inútil y perfecta.

El Caballo Rojo, 06/12/1981.