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LIBROS & ARTES

Página 13

dounidense (ya no mi pri-

mera esposa) que me

abandonó tan pronto

como fui a dar en el hos-

pital. Dios sabrá el diablo

que era yo para que apro-

vechara la ocasión y salie-

ra huyendo. No era agra-

dable: mientras yo estaba

en cama afuera del hospi-

tal a todas luces ocurría el

festival de cine. Los enfer-

meros eran algo así como

los mensajeros del gla-

mour. De pronto aparecía

uno: «¡Hoy vi a Catheri-

ne Deneuve!» y todos los

enfermos exclamaban:

«¡Ahhh!»

Era otra época, mucho

menos hostil y cruel, para los

latinoamericanos en Euro-

pa. Para las europeas era

una atracción que uno fue-

ra mexicano. Quizá porque

las colonias de mexicanos

eran pocas y porque el mexi-

cano de ciertos recursos

compraba mucho, teníamos

buena imagen.

Claro. Además, yo te-

nía la fortuna de manejar

idiomas. Los viajes de los

jóvenes de hoy en día son

muy distintos a los de an-

tes. No éramos entonces

unos apestados, no tenía-

mos la imagen delictiva de

narcotraficantes o terroris-

tas. Yo vivía en Niza y

cuando me daba la gana

tomaba el auto y viajaba

a Italia o cruzaba el Canal

de la Mancha para subir a

Londres. Era para los pe-

ruanos el viaje del Inca

Garcilaso, que cuando lle-

ga a joven emprende el

viaje a España. Se va a su

otra mitad como diciendo:

«Yo también soy occiden-

tal. Quiero mi patrimo-

nio». Los africanos no son

occidentales; nosotros sí.

Esa otra mitad occidental

es la que vamos a buscar.

Un buen número va a la

aventura espiritual, pero

otros son peruanos de a pie.

Octavio Paz hablaba que

los latinoamericanos vivimos

en los

outskirts

de Occi-

dente.

No lo sabía, pero co-

incido con esa frase.

Ha viajado mucho por

Occidente pero nunca ha

olvidado su ciudad: en sus

poemas están la familia,

Miraflores, el malecón Cis-

neros, Barranco, el mar, el

centro histórico…

A veces pienso que la

«Crónica de Lima», si no

hubiera estado en Lon-

dres, no la habría escrito.

Es un puente que trazas

con tu ciudad. Aquí en

Lima nací, más aún, soy de

este distrito, Miraflores, al

lado del mar, soy un ser

marítimo. No hago mu-

chas teorías sobre esto,

pero me cuesta trabajo

pensar que estoy dentro de

un cuerpo que no viva al

lado del mar. Véanse la

cantidad de imágenes que

hay en mis poemas sobre

barcos, náufragos, peces,

aguas… Si no es exagera-

do decirlo, diría que el

mar es una de mis razones

de ser. Con Lima ha habi-

do esa relación de amor-

odio, pero consistente. Yo

me siento un hombre ur-

bano, de la orilla del mar,

no podría vivir en una ciu-

dad con menos de cuatro

millones de habitantes.

El contrario de su tarea

desmitificadora parece ser la

familia (ascendientes, her-

manos, ex esposa en su

momento, esposa, hijo e hi-

jas, nietos…)

Son los únicos santos

de mi devoción. Soy una

persona esencialmente

doméstica –no domestica-

do–, pese a mis viajes y a

mitos urbanos que hay so-

bre mí, y a mis conductas

–sobre todo en otros tiem-

pos– en ocasiones desafo-

radas. Soy alguien que

quiere a su madre y la ayu-

da, soy buen esposo de mi

esposa, buen hermano de

mis hermanos. En los últi-

mos años la presencia de

mis nietos es fundamental.

Todos los días me la paso

un rato con ellos. Me di-

vierten mucho. No lo

digo como un viejo cho-

cho que habla zonceras.

Los romanos eran sabios:

no sólo tenían los dioses

mayores, sino los penates,

los domésticos. Al mismo

tiempo soy -no he dejado

de ser- el muchacho de

barrio, y ahora, si quiere,

un viejo muchacho de

barrio, alguien a quien le

gusta el fútbol, que sabe

dónde están sus cosas y

dónde se venden en la ca-

lle el pan y la leche. Fui

un adolescente que a los

14 ó 15 años jugaba fút-

bol en la calle, utilizaba

todo el argot grosero de

entonces, que llegaba tam-

bién a trompearse y, al

mismo tiempo, escribía

poemas a escondidas, por-

que a mucha gente escri-

bir poesía le parecía mari-

conadas. Siempre he teni-

do muy bien separadas las

dos personas. No los de-

testo, pero me incomo-

dan, o más bien me valen

madres esos poetas ultra-

sensibles que no saben

dónde están parados y a

quienes todo les emocio-

na: el llanto de un niño,

el ladrido de un perro, una

pobre anciana que va por

la calle, pero que nunca

en su vida han sabido tra-

bajar. Yo he trabajado

siempre y sigo trabajando:

en la docencia, en el pe-

riodismo, en la gestión

cultural…

A partir de

El libro de

Dios y de los húngaros

su

poesía se volvió menos com-

pleja pero no menos conmo-

vedora. ¿Le cansó el versícu-

lo y la pluralidad temática?

Creo haberle dicho

que yo no entro con una

actitud racional a ver las

formas exteriores donde se

desarrolla el poema. En

El

libro de Dios y de los

húngaros

hay una cosa de

transparencia, unas imá-

genes muy cuidadas y cal-

culadas. Fue una necesi-

dad de trabajar de una

manera no más directa,

sino más sencilla, porque

esa era la expresión que se

requería para mostrar una

actitud de más serenidad

y reposo. Nadie descono-

ce que en uno, a lo largo

de una vida, son varias las

personas que escriben los

libros: desde aquel mu-

chacho de 18 años que

escribió

Destierro

al que

publicó a los 62 años

Un

crucero a las islas Galápa-

gos

. Son varios Cisneros

muy distintos y a cada uno

lo respeto profundamente.

Pero a diferencia de José

Emilio Pacheco, amigo del

alma, quien corrige de

nuevo los poemas cada vez

que reúne su poesía, yo no

me atrevo a meterles

mano, pese a que tal vez

quedarían mejor, porque

uno de viejo comete al es-

cribir menos errores.

En

El libro de Dios y de

los húngaros

escribe más

nombres propios de ciuda-

des: personas e iglesias y

mercados y cafés y calles…

Salvo excepciones,

siempre he sido muy urba-

no. El único poemario que

se sale, pero es también

urbano, es la

Crónica del

Niño Jesús de Chilca

. Sin

embargo, es también urba-

no, de pequeñas aldeas

pueblerinas, de urbaniza-

ciones chicas, de caletas,

de zonas agrícolas, de mi-

nas de sal. Aunque hay

algo de trabajo antropoló-

gico de campo, creo ha-

ber logrado muy bien en

momentos que los perso-

najes –ante todo pescado-

res– hablen en el libro el

lenguaje popular. Es un li-

bro extraño.

Si con alguna regulari-

dad en sus libros se combi-

nan el verso objetivo y el

subjetivo, en la

Crónica

del Niño Jesús de Chil-

ca

llega a predominar más

el objetivo. Es un libro

más desde los otros, pero

escritos y descritos por An-

tonio Cisneros. Esos otros

que son los pobres de los

pobres. Usted parece en el

libro más un testigo que un

protagonista.

Foto: Renate von Mangoleit.

Berlín, 1985.