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Página 6

LIBROS & ARTES

nicamente complementa-

ria; más bien, indica una

tensión que, en la con-

ciencia del poeta, se vive

como una dificultad y una

pugna. Así, se lee en

«Oración»: «Qué duro es,

Padre mío, escribir del

lado de los vientos,/ tan

presto como estoy a mal-

decir y ronco para el can-

to./Cómo hablar del amor,

de las colinas blandas de

tu Reino,/ si habito como

un gato en una estaca ro-

deada por las aguas./

Cómo decirle pelo al

pelo/ diente al diente/

rabo al rabo/ y no nombrar

la rata».

En el siguiente libro,

Crónica del Niño Jesús de

Chilca

, la vocación abar-

cadora del verbo poético

se manifiesta mediante los

testimonios líricos de los

miembros –dispersos, ais-

lados– de una comunidad

popular en una población

costera al sur de Lima,

consagrada en el pasado al

trabajo colectivo y la de-

voción compartida. El au-

tor no sucumbe a la ten-

tación entre populista y

mesiánica de asumirse

como intérprete de los

excluidos ni, por lo de-

más, se atribuye la repre-

sentación ajena. Quienes

prestan testimonio en

Cró-

nica del Niño Jesús de Chilca

son, literalmente, sujetos

de su palabra y actores de

su experiencia: la textura

de su expresión y el espe-

sor de lo que cuentan les

confieren forma y sustan-

cia. Entre los moradores

del libro se hallan la ma-

dre que habla del hijo au-

sente, el feligrés que evo-

ca con nostalgia la frater-

nidad perdida, el hombre

que está a punto de emi-

grar y el hermano que da

cuenta de la antipatía del

padre por uno de sus hijos

varones. «Aquí todos so-

mos de la Hermandad del

Niño./ Pocos son los gen-

tiles», declara desde un

tiempo ya perdido, el de

la labor armónica y colec-

tiva, una voz serenamen-

te arcaica. «Y la Urbani-

zadora tenía unos tracto-

res amarillos y puso los/

cordeles y nombró como

calles las tierras que noso-

tros/no habíamos nom-

brado./ (También son sólo

olvido)» afirma con nos-

talgia, en el primer poema

de

Crónica del Niño Jesús

de Chilca

, alguien que sabe

leer en las ruinas del pre-

sente los trazos de una his-

toria conflictiva. La Her-

mandad del Niño y la Ur-

banizadora ordenan y

aprovechan de modos dis-

tintos el trabajo humano

y el espacio físico: desde

la perspectiva varia,

diacrónica y plural del

pueblo llano, el libro na-

rra (al vigor de ese verbo

debe, de hecho, su índole

épica) los gozos y las pe-

nas de un combate que no

se libra en un campo de

batalla, sino en la esfera de

la producción y la vida

cotidiana. El hábitat es,

así, el lugar del drama.

Del tejido de las voces

individuales surge un ta-

piz narrativo y lírico que

despliega, sin abigarra-

miento, las metamorfosis

de un paisaje social y na-

tural. La comprensión de

esa historia y de su rastro

en la experiencia de las

personas poéticas exige,

sin duda, ponerse en el

lugar de los otros, pero no

excluye ni oculta la inter-

vención del poeta: Cis-

neros no es invisible ni

neutro en su escritura.

Notoria y virtuosamente

consagrado a su oficio, el

autor se define –como la

grey de su libro– por sus

obras. Así, el trabajo y la

fe delimitan, en

Crónica

del Niño Jesús de Chilca

, el

ámbito de la cultura: pro-

ducir es, al mismo tiempo,

creer y crear.

EL YO Y SUS OTROS

En

Monólogo de la casta

Susana y otros poemas

(1986), Cisneros asume

dos máscaras –una prove-

niente de un relato bíbli-

co; la otra, del canon lite-

rario occidental– para ex-

poner, mediante un jue-

go de drásticos desplaza-

mientos geográficos y pro-

yecciones deliberadamen-

te anacrónicas, el particu-

lar estado de su existencia

y la crisis de su propia ima-

gen. Precoz e identificado

con una generación que

afirmaba su propia juven-

tud como una garantía de

aptitud crea-tiva y volun-

tad radical, Antonio

Cisneros asumió con ím-

petu e ingenio el ethos

que caracterizó a los años

60 y 70 del siglo pasado.

Un cambio en la sensibi-

lidad y un tránsito en la

experiencia informan, en

contraste, las series de

poemas en los que la cas-

ta Susana y el falso Goe-

the se pronuncian. La per-

sona bíblica siente que

acaba de cruzar el lindero

de la primera juventud,

mientras que su contra-

parte masculina es ya un

anciano: si bien son disí-

miles en género y genera-

ción, ambas sienten estar

ya en la otra ribera de sus

vidas. El tiempo de ser jo-

ven ha pasado y el dete-

rioro –entrevisto o evi-

dente– ultraja los cuerpos.

«He ganado (supongo) en

experiencia/ y hasta en

sabiduría. Mas la madre/

del llamado cordero (mala

madre)/ está en estos pe-

llejos/ que me sobran, las

lonjas de jamón/ no co-

mestible creciendo/ (aún

con disimulo, menos mal)/

entre mis muslos, mis ca-

deras, / mi vientre (la ba-

rriga)/ plegándose en mi

pubis» dice Susana, sin

resignación e irritada, en

un poema donde se cote-

ja con una doncella difun-

ta. En el «Monólogo del

falso J. W. Goethe», otra

es la doncella y es diferen-

te el ánimo («Me apeno

con mis llantos por Ulrike

(muchacha de 18) /a los

74 de mi edad»), pero la

invocación señala tam-

bién una distancia irre-

ductible.

Entre los rasgos que dis-

tinguen al estilo de

Cisneros están, sin duda,

la precisión plástica de las

imágenes y la destreza para

poner la anécdota al ser-

vicio de la expresión poé-

tica. Sensorial y dinámico,

el lenguaje moldea los ha-

llazgos de la imaginación

y las operaciones de la

percepción: para la inteli-

gencia lírica, revelar es ver

y contar es comprender.

Por eso, la índole escénica

y el cauce narrativo mar-

can, no pocas veces, la

estructura de los poemas

de Cisneros. No extraña,

entonces, que en

Las in-

mensas preguntas celestes

(1992) la pintura (como

en «Los funerales de

Atahualpa, óleo de Luis

Montero»), la novela

(como en «Drácula de

Bram Stoker») y el cine

(como en «Un puerto en

el Pacífico») sean medios

de representación que el

poeta convoca y evoca.

Irónicamente, el meta-

físico cuestionario al que

alude el título del libro no

estimula, en absoluto, al

hablante lírico, que en este

libro suele aparecer como

un trasunto del autor:

«Ocurre apenas/ que las

inmensas preguntas celes-

tes/ sacan a flote/ mi des-

encanto y mis aburrimien-

tos». El tiempo nublado

que cubre al poemario no

es el más propicio para

considerar los asuntos de

la fe y, de hecho,

Las in-

mensas preguntas celestes

es, tras

Como higuera en un

campo de golf

, el libro más

sombrío de Antonio

Cisneros. De ahí, acaso, la

atracción que el volumen

delata por la literatura

gótica. La cuarta y última

sección del libro imagina

parlamentos y escritos de

personajes que provienen

de

Drácula

, de Bram

Stoker; además, el prime-

ro y mejor poema del li-

bro, «Un puerto en el Pa-

cífico», convierte al Ca-

llao decimonónico en el

escenario de una historia

ambiguamente siniestra y

melancólica, contada

como si se tratara de una

cinta virtual que el yo poé-

tico describe con impeca-

ble prolijidad.

«Aquí estoy, en el lí-

mite exacto de la tierra.

Las ratas del cantil/son

como acacias abiertas por

la sal» dicen los versos fi-

nales de «Marina», y se lee

lo siguiente en «Funerales

en la casa de te de Yutai

en Pekín»: «Sólo duerme

la grulla. Tensas son las

fronteras entre el/ ocaso y

el apogeo de la noche os-

cura». El lindero es, así, el

estrecho espacio donde se

sitúa existencial e ima-

ginativamente el sujeto de

la poesía: ni en un lugar

ni en el otro, el hablante

se posa en la precariedad

y el deterioro. La línea que

en

Las inmensas preguntas

celestes

no se traza es,

sintomáticamente, la del

horizonte.

EL LIBRO DE

LA TRAVESÍA

Un paréntesis editorial

de trece años se cierra en

2005 con la publicación

del último poemario de

Antonio Cisneros,

Un

crucero a las islas Galápagos

(

nuevos cantos marianos

).

La concentración en cua-

dros dramáticos o escenas

líricas define a los poemas

en prosa que componen

este libro, cuyo ímpetu lle-

va a los confines de la me-

moria y al trasmundo. El

yo poético –que se figura

como un navegante a la

vez alucinado y lúcido–

observa con mirada de vi-

dente, de modo que no es

solo el formato del poema

en prosa lo que vincula a

este volumen con las

Ilu-

minaciones

, de Arthur

Rimbaud. En todos sus

destinos –los del pasado

distante, la actualidad y la

ultratumba–, el testigo

viajero reconoce la para-

dójica presencia del más

allá: el horizonte de la nos-

talgia o el de la anticipa-

ción apocalíptica orientan

la travesía. La imagina-

ción poética privilegia los

litorales y los vastos espa-

cios acuáticos: el signo de

Un crucero a las islas

Galápagos

no es el estan-

camiento, sino la aventu-

ra. El tópico clásico del

homo viator

y el motivo

mítico del viaje sobrena-

tural identifican a la per-

sona poética y le dibujan

una orientación precisa –

aunque tortuosa– al libro.

«La barca de Caronte

chapotea como una cuca-

racha entre los vericuetos

del canal principal. Palo-

ma cuculí, pretendes re-

godearte con mi muerte

una vez más» declara, con

irritación y coraje, el yo

poético en «El náufrago

bendito». La referencia a

Dante y la

Comedia

es una

de las claves implícitas de