LIBROS & ARTES
Página 25
con el hijo ausente, y la
queja personal frente a las
condiciones laborales y
sociales que propiciaron la
separación temporal.
Este tema se hace ex-
plícito desde el título, el
epígrafe y los primeros
versos entrecomillados
que provienen del poema
«Nacimiento de Diego
Cisneros» (
Agua que no
has de beber
, 1971): «Oh
tu líquida y redonda ha-
bitación,/ la cómoda, la
bien dispuesta, la armo-
niosa./Y de pronto en el
aire de las cuatro estacio-
nes / y los dioses,//que los
dioses te sean propicios».
Estos versos se instalan en
un pasado biográfico,
pero también en un pasa-
do que pertenece a la li-
teratura por partida doble:
al poema del libro con el
que dialoga, y al de una
arcadia uterina que fun-
ciona como un
Locus
Amœnus
simbólico del
cual seremos forzosamen-
te expulsados. La enume-
ración de oficios que re-
gistra el hablante a lo lar-
go del poema da cuenta
de una secuela de expul-
siones que lo apartan del
estado original (la arcadia
uterina, la familiar, la li-
teraria) para llevarlo de un
hogar de «clase-media-
acomodada» de Lima a
Ayacucho, de allí nueva-
mente a Lima para em-
barcarse finalmente a Eu-
ropa. La ironía de llamar-
se a sí mismo «El haragán»
apunta a denunciar las
condiciones laborales que
motivan estos desplaza-
mientos, pero también la
percepción con la que los
demás juzgan su oficio de
poeta y profesor universi-
tario. Sin declararlo explí-
citamente, el poema ex-
pone el modo en que las
razones económicas para
dejar al hijo en el Perú se
imponen sobre las senti-
mentales, e incluso sobre
las literarias. Este último
punto es útil para articu-
lar la condición del exilio
que emparenta este poe-
ma con sus predecesores.
Se trata, repito, de condi-
ciones distintas, pero los
tres son atravesados por la
nostalgia de una arcadia
posible cuya presencia
hace más dolorosa la ex-
pulsión. La bucólica pla-
cidez de Títiro sólo se en-
tiende en el marco que le
ofrece el exilio de Meli-
beo, del mismo modo que
la naturaleza diseñada por
Garcilaso alcanza su di-
mensión retórica cuando
en ella escuchamos las
quejas de Salicio y Nemo-
roso. Por supuesto que se
trata de dos exilios distin-
tos (el político y el amo-
roso), pero en ellos late
una serena conûanza en el
estatuto literario, la certe-
za de que (gracias a las
convenciones del género)
el dolor encontrará apoyo
en una escenografía con-
veniente. La llamada fala-
cia patética no es sólo una
figura literaria, es un apo-
yo emocional que huma-
niza el sufrimiento hasta el
punto de conseguir una
simbiosis emotiva entre la
naturaleza y el hablante.
Nada de esto encontra-
mos en el poema de Cis-
neros: si la tradición clási-
ca acude es para despistar
anunciando que el poema
es un soneto, para rever-
tir el ennoblecimiento la-
tino del ocio en una sim-
ple y vulgar haraganería,
o para insultar a Salicio y
Nemoroso. Pero estos des-
encuentros son, precisa-
mente, los que dan una
dimensión dramática al
monólogo del hablante,
otorgándole a su oficio
una nobleza mayor: la de
quien no puede ni debe
esperar nada por ejercer-
lo. Se escribe porque se
tiene que escribir, y el ha-
blante no tiene ningún re-
paro en retratarse a sí mis-
mo escribiendo, e incluso
transcribiendo fragmentos
suyos del poema «Entre el
embarcadero de San Ni-
colás y este gran mar»
(
Canto ceremonial contra
un oso hormiguero
, 1968),
que narra la experiencia
del abandono del hijo re-
cién nacido y la partida a
Europa: «. . . cuando el
gran haragán y su mujer
se metieron a un barco –/
50 000 toneladas de hie-
rro– que partía esa noche,
/y después escribió (el ha-
ragán):/»El viento soplaba
y resoplaba sobre ti, nues-
tro recién nacido, /cásca-
ra de plátano donde pas-
tan las moscas»
La
imitatio
renacentista
es reemplazada aquí por
una suerte de
autoimitatio
cuyo consuelo es más bien
modesto. Si a esto se aña-
de el hecho ya señalado de
que la tradición literaria
acuda para despistar, nos
hallamos frente a la sole-
dad radical que rodea al
creador literario moder-
no, tan abandonado como
su hijo a la suerte de los
dioses. Esta soledad es
mucho mayor si se consi-
dera la ausencia del me-
cenazgo, a cuyo favor se
escribieron las églogas de
Virgilio y la de Garcilaso.
El agradecimiento de Tí-
tiro funciona también
como una explicación que
justifica y define su oficio:
«¡Ay Melibeo! Un dios
nos procuró esta ociosi-
dad; pues que un dios será
siempre para mí aquel.
Muchas veces empapará
su altar un tierno cordero
de mis apriscos. Él me fa-
cilitó que mis vacas vaga-
sen por ahí, como ves, y
que yo tocase a mi antojo
el caramillo rústico!» Los
biógrafos han identificado
a ese «dios» con Octavia-
no, cuyo decreto de resti-
tución le permitió a Vir-
gilio conservar su patrimo-
nio de modo que pueda
practicar la ociosidad a
sus anchas. Es revelador
que la ociosidad, palabra
clave, aparezca en la se-
gunda estrofa de la Églo-
ga de Garcilaso dedicada
a su mecenas, el virrey de
Nápoles («espera, que en
tornando /a ser restituido
/al ocio ya perdido, /lue-
go verás ejercitar mi plu-
ma /por la infinita, innu-
merable suma /de tus vir-
tudes y famosas obras,/an-
tes que me consuma/fal-
tando a ti, que a todo el
mundo sobras»). En este
caso, la ociosidad le es re-
clamada al virrey de
Nápoles para que pueda
disfrutar el largo poema
que se le debe y dedica.
Resulta sintomático que
ambas églogas asuman que
el poder —es decir dioses
tan reales como Octavia-
no o el virrey de Nápo-
les— no sólo «sean pro-
picios» a la ociosidad de
los escritores, sino que se
hallen «de negocios
libre[s]» para disfrutar la
pieza que se les ha consa-
grado. Ya he adelantado
que en el poema de Cis-
neros la palabra haragane-
ría reemplaza a la ociosi-
dad, subrayando casi ob-
sesivamente la condición
negativa de un oficio cuya
demanda es tan absoluta
como nulos los beneficios
económicos y sociales que
reporta. Al final del poe-
ma, el hablante reconoce
que escribe «por las pu-
ras» mientras escucha des-
de el fondo de los tiempos
el «dulce lamentar de dos
pastores: Nemoroso el
Huevón [y] Salicio el Pe-
lotudo». Este final tan cho-
cante podría ser interpre-
tado en una primera lec-
tura como un justo resen-
timiento del hablante con-
tra la tradición literaria;
pero, sin negar este resen-
timiento, se podría intuir
en los insultos una mirada
especular donde el ha-
blante (al igual que los de
las églogas de Virgilio y
Garcilaso) se percibe a sí
mismo como una entidad
dividida, pero a diferencia
de ellos se encuentra en
una radical soledad de la
que no puede esperar ni la
gloria literaria ni mucho
menos la suerte. Por eso
dice «escribir por las pu-
ras / sin corona de yerbas
ni pata de conejo que
me salven». En estos ver-
sos está cifrada la natu-
raleza del poeta moder-
no y las condiciones de
su oficio.
A QUIENES LO REPRESENTAN
EN SUS PALABRAS
Raúl Zurita
esbordando todas las fronteras, Antonio Cisneros
es, desde César Vallejo, el más grande poeta
peruano, lo que, tratándose de la extraordinaria poesía
del Perú, es decir no poco. Irónico, iconoclasta, lucido
hasta lo hiriente y a la vez de una delicadeza extrema,
escribió en su poema ‘Un viaje por el río Nanay’ unos
de los finales más fuertes y conmovedores de la historia
del castellano:
En realidad hay muchas cosas más. Pero
ninguna es tuya, diabético tedioso. Calla y aprende. Sólo posees
algunas unidades de insulina y una piara de cerdos amarillos
.
Es malditamente doloroso, pero con todo nos queda el
consuelo de su equivocación: Antonio tuvo y tiene algo
más: La gratitud y el amor de ese innumerable pueblo
que siempre amará a quienes lo representan en sus
palabras, en su verdad y en sus sueños.
D