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LIBROS & ARTES

Página 23

ria oficial y un extenso

bestiario que, además de

expresar un malestar, le

permitía una manera sin-

gular de metaforizar: la de

quien se mide, se confron-

ta, con los animales, y en-

trega luego los resultados

en extrañas analogías poé-

ticas.

ESCRITURA-REFUGIO

En ambas entrevistas –

la de 1976 y la de 2010–

volvimos a hablar de sus

influencias principales: la

poesía en lengua inglesa:

Pound, Eliot –sobre todo,

Lowell–, más la

beat

nor-

teamericana y la

pop

ingle-

sa (decía que de esas poé-

ticas le habían quedado

«una frescura, un verdor,

un gusto por la imagen»);

pero también Whitman

influyó en él, y Ernesto

Cardenal, y Brecht en la

apelación a la ironía.

En Cisneros se corpori-

za un hablante por fuera de

certezas y dogmas, de ma-

nera que –en el polo opues-

to del poeta del oráculo–

su voz llegaba desde un lu-

gar inestable, periférico: era

la de un sujeto precario in-

merso en la zozobra cotidia-

na en la que asoman muer-

tos que no terminan de

morir, roedores que se re-

vuelven en la basura, enfer-

medades y objetos consu-

midos por el óxido, más un

devenir de «negocios y

matanzas», como dice en

uno de sus poemas.

Ante todo eso, en sus

textos, Cisneros habla de

procurarse un refugio en lo

limpio, lo brillante, lo

amable, lo ordenado, «el

techo redondo, la fogata

redonda».

Su mirada contiene un

balance; una mirada entre

lo ganado y lo perdido,

muchas veces resumida en

uno de los afanes del hom-

bre: sus batallas. Comenta

así lo que ha quedado en

pie y anuncia un resultado

desalentador; el hombre de

hoy es el ser primitivo.

Estas enfermedades

son aquellas pestes: la

avaricia, la codicia. Escri-

be: «En la provincia del

noroeste construyen tan-

tos muros como muros

derriban... Y en los úni-

cos campos donde fui re-

cibido levantaban mura-

llas y torres y terrazas (ya

lo dije) que las iban a

hundir el mismo día».

VERDADES

EN EL VIENTO

En el 2007, Antonio

Cisneros había rematado

su prefacio para

Propios

como ajenos

(una de sus

antologías) con una línea

lacónica que denota cier-

ta aflicción: «Escribo

poco, mantengo a duras

penas mi tan poquita fe y

temo cada día».

Bajo esa apariencia de

solidez apoyada con argu-

mentaciones consistentes

–una tenacidad expresada

en charlas largas, tragos

largos, largos debates en

noches largas–, quizá se

replegaban cierto desam-

paro, cierta orfandad exis-

tencial que –por fuera de

la instancia familiar, la re-

ligiosa y aun los gestos de

reconocimiento de su

obra– lo ubicasen, frente

a un entorno registrado

como acechanza, en el lu-

gar de quien se siente aje-

no, como higuera en un

campo de golf.

En tiempos de desaso-

siego, el testigo escribe:

«habito como un gato en

una estaca rodeado por las

aguas». Quizá todo ello

tuvo que ver cuando, in-

vitado por la editorial chi-

lena LOM a colocar un tí-

tulo para la antología que

hice sobre su obra cuan-

do le otorgaron el Premio

Iberoamericano de Poesía

Pablo Neruda en 2010,

propuse este:

Diarios de

naufragio.

Antonio Cisneros dio

su palabra; fue una de las

más altas de la poesía con-

temporánea, una poesía

sin autocompasión, en un

tono crítico y escéptico

(un escepticismo, creo,

más cerca de la suspicacia

que de la indolencia) con

textos que no llegan al lec-

tor como certezas, sino en

claves de dilema, como lo

dije al rematar el prólogo

a aquella antología y que

repito aquí:

«Son verdades astilla-

das que aspiran a reunirse

entre vientos contrarios y

procuran un sitio donde

instalar sus desesperos; son

poemas que interrogan

sobre cómo vivir y, sobre

todo, que preguntan sobre

cómo nombrar».

LA DÉCADA PRODIGIOSA

Antonio Cisneros

e suele hablar de la década prodigiosa de los

años 60. Aunque también, a cuatro lustros vista,

podríamos nombrada como el tiempo de las

grandes ilusiones (no del todo) perdidas. Pocas

veces convivieron (más aún, se tornaron en lo

mismo) la utopía y la vida cotidiana.

El mundo estaba destinado a la insurrección

permanente. En nuestras tierras, tras el fantasma

luminoso del Che, la guerrilla vencería en plazo

breve, y sin ninguna duda; Cuba lo había

demostrado. Los guardias rojos, los médicos

descalzos y un ejército sin grados (y sin mandos)

pondrían fin a dos mil años de dominio occidental.

El heroico Vietnam. Las antiguas colonias

africanas lucían nuevos nombres y banderas. El

imperialismo era, en suma, un tigre de papel.

En los países industriales del Norte la juventud

tomó las calles. De golpe quedó claro que la

revolución de las almas (Bretón) y los cuerpos

(Marx) iniciaba su reino sin final. Haz el amor y

no la guerra fue la fórmula mágica, mano del rey

Midas, que haría polvo todos los cohetes del Este

y del Oeste.

Las comunidades de muchachos y muchachas,

libres del consumo, la oferta y la demanda (y de la

realidad, en general) crearían la nueva sociedad.

Tiempos de la música electrónica, de las drogas

que abrían las fronteras hasta entonces vedadas.

De los pelos largos, los colores insolentes, la

heterodoxia, los usos libertarios, la rebeldía, la

tolerancia, la locura obligatoria.

¿Qué se ganó o perdió entre esas aguas? Detesto

a los nostálgicos convictos y confesos. John

Lennon ha muerto, Jimmy Hendrix se pasó de

vueltas, el Che está bajo tierra. Admitamos la

evidencia. Quisimos cambiar toda la vida y, sin

embargo, la vieja vida y la muerte aún se parecen

demasiado. Pero se hizo el intento, y algo quedó

de aquel delirio hermoso.

Cantemos

I love her

sin mucha pena, honremos

la memoria de Lucho de la Puente y ya no

preguntemos nunca más: los infantes de Vietnam

¿qué se hicieron?

Revista

30 días,

julio de 1984

S