LIBROS & ARTES
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tras me miraba sin parpa-
dear, yo imaginaba con en-
vidia aquella caminata de
muchas horas en la que un
joven Vargas Llosa lo escu-
chaba hablar en la noche
romana de mármoles bizan-
tinos y versos de Cavafis.
Imaginé sus noches colma-
das por la obsesión marina,
sus diálogos con esas «mare-
jadas rugientes y el oleaje en
caravana interminable rom-
piéndose en espuma y es-
truendo». Pensé hablarle del
efecto prodigioso del sol que
él tanto amaba, de la «gloria
llameante que descansa en
nuestros cuerpos / levantan-
do sobre el combate atroz de
la tiniebla y la luz», pero me
quedé callado. Ya no sabía
en qué posición sentarme
cuando recordé una fotogra-
fía en blanco y negro publi-
cada por la revista
Caretas.
En esa fotografía figuraba
nuestro poeta, varios años
más joven, conduciendo un
Chevrolet cuyo pasajero era
nada menos que Pablo Neru-
da. Solo entonces reaccionó.
Como activado por un re-
sorte, se levantó del sillón
y señalándome con el mis-
mo dedo que había fulmi-
nado a los fotógrafos, me es-
petó: «¿Cómo se atreve a
confundir un Chevrolet con
un Jaguar?» Me tomó des-
prevenido. No podía com-
prender que ese hombre, a
quien imaginaba tan ajeno
a esas frivolidades, pudiera
reaccionar de ese modo.
Supongo que él también lo
entendió así, porque volvió
a tomar asiento y empezó a
contarnos –como si se tra-
tara de algo muy personal y
muy íntimo– la historia de
su Jaguar.
Recuerdo muy vívida-
mente el entusiasmo con que
refería sus carreras sobre los
empedrados de Roma, el
modo en que simulaba ma-
niobrar el timón para esqui-
var los mármoles, la decisión
de traérselo de Italia al Perú
en barco, los paseos con sus
amigos de la Peña Pancho
Fierro. Extasiados, Jannine
y yo lo escuchábamos hablar
sin hacer mayor caso al reloj
ni al silencio. Tampoco a la
noche que golpeaba las ven-
tanas y nos decía que ya era
tarde, que podíamos pedir-
le una dedicatoria, que no
dejáramos de visitarlo por-
que no basta un Jaguar
para
conocer a fondo a un poeta
ni una rosa para cubrir el
sueño.
Se interrumpe finalmente el largo
silencio poético de Emilio Adolfo
Westphalen? Por suerte que sí. Fue a
partir de un conjunto de textos publi-
cados en los años ochenta, epilogando
así su obra creadora. Y precisamente
entre esos textos se encuentran las ra-
zones del sorpresivo silencio, que desa-
zona a los devotos lectores de sus li-
bros juveniles. Es una suerte de paladi-
na confesión, la cual se inscribe en cier-
ta línea temática de la poesía hispano-
americana contemporánea, como son
las artes poéticas de nuevo cuño, exen-
tas de afanes didácticos. Es el hablante
consciente de que aquello que escribe
es digno de ser cuestionado estilística-
mente.
Todo ello ocurre en «Poema inútil»,
donde se incuba el radical escepticis-
mo literario que embarga a nuestro
poeta. A primera vista lo que llama la
atención es que el cuerpo del texto
resulte tan diferente al de las composi-
ciones de sus primeros poemarios. No
es la disposición bajo el impulso de una
escritura automática ponderada, sino
cinco tercetos y un cuarteto último.
Escritas en verso libre y blanco, las pa-
labras no se juntan ni en tropel ni en
cascada, por lo tanto la lectura no se
diluye, y el hablante parece que tuviera
empuñada en la mano la ilación de sus
ideas rotundas en torno al frustrante
empeño de escribir. Y los oxímoron
entre las estrofas tercera y cuarta, y la
puesta en tela de juicio primero del
poema y luego del poeta. Por último,
el remate como una impetración con-
jetural, suponiendo que el sol le puede
inyectar vida al poema inútil.
Enhorabuena que el mutismo de un
autor quede superado, como en el feliz
caso de Westphalen, y más aún con
composiciones de la calidad de la de-
DESPUÉS DEL SILENCIO
WESTPHALEANO
Carlos Germán Belli
nominada «El mar en la ciudad», que
ha terminado siendo emblemática en
toda su producción. Posee un aire fa-
miliar con respecto a los versos ante-
riores, porque son libres, blancos y dis-
puestos en estrofas -en este caso seis
cuartetos-, y porque ambos poemas
pertenecen al libro
Belleza de una espa-
da clavada en la lengua
. El específico tema
hace pensar en el recóndito inconscien-
te colectivo, visceral, atávico, más allá
del inconsciente individual, pues
Westphalen, como limeño que era, y,
por añadidura, vecino del balneario de
Barranco, sabía del legendario maremo-
to que asoló Callao en el siglo XVIII.
Pero aquí el mar emerge en la imagina-
ción no como una fuerza destructora de
la naturaleza, sino como una fuerza en-
teramente benigna. Gracias al recurso de
la metagoge, el mar se corporiza, sucesi-
vamente se transforma en un animal y
en un humano, levanta las manos, es
tímido y amoroso, más adelante enarca
el lomo y hasta acaricia. Y al final del
poema, admirablemente climático, sur-
ge el propio mar de los orígenes, que lim-
pia los estragos del mundo.
La imagen de la rosa perdurable, que
cierra triunfalmente el «Poema inútil»,
motiva ahora al lector westphaleano a
aprovechar las circunstancias que des-
cribe el texto, como un hecho favora-
ble por entero, sin la menor huella de
cosa negativa. Sí, en efecto, el miedo
pánico, sentimiento lógico ante la pre-
sencia del mar en tierra firme, cambia
en sentimiento de júbilo; el silencio o
la mudez literaria en pura letra fértil; y
en virtud de la socorrida metagoge el
entorno que nos rodea se amplia con
nuevos seres racionales. Y más que todo
el inconsciente colectivo, en su temple
benigno, cómo aflora en la psiquis de
un poeta del siglo XX.
¿