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LIBROS & ARTES
omo una bella cosa de
mi vida conservo en su
voz este poema:
Cuando brama el incendio
brotan músicas por doquier.
Del fuego viene y en él aca-
ba toda música. Las columnas
del sonido concluyen en llamas
–borbotean en el fuego las mú-
sicas. Un magma ardiente dan-
za y se arrebata. Descuartíc-
enme sobre parrilla en ascuas
de la música– entiérrenme bajo
rescoldos de música.
Retiemple aire y ánimo la
ígnea la terrífica la invadiente
música.
Para mi mala suerte, la
impertinencia de los fotógra-
fos consiguió irritar su áni-
mo y salió del local agitando
los brazos como si fueran es-
padas. De esas que por años
tuvo clavadas en la lengua y
que esa noche se perdían, so-
litarias, en la oscuridad de
Barranco. Nunca quise co-
nocerlo, ni lo necesitaba. Sus
pocos poemas fueron siem-
pre mi mejor compañía: una
lección permanente de silen-
cio y rigor en mis años de
aprendizaje, ¿por qué habría
de importunarlo ahora que
el apartamiento y la soledad
rodeaban su vejez?
Tres años después del
episodio de
La Estación
, lle-
gó a sus manos un breve en-
sayo que había escrito sobre
su obra y le hizo saber a Ja-
vier Sologuren que quería
conocerme. Cuando Javier
me lo propuso me negué de
plano, en parte porque no
quería volver a ser testigo de
su malhumor, en parte por-
que prefería visitarlo en esos
poemas capaces de seguirme
deslumbrando como si fuera
la primera vez. Pero cuando
el mismo Javier me lo puso
al teléfono no pude negar-
me. Mejor dicho, no me dio
la oportunidad de negarme:
me invitó a su casa para to-
mar el té y me dijo, con de-
licadeza y cortesía (¿pueden
la delicadeza y la cortesía
expresarse con tanta autori-
dad?), que si lo deseaba po-
día ir acompañado.
La tarde del siguiente lu-
nes estaba con Jannine a las
puertas de su casa. Tenía
conmigo un ejemplar de
Be-
lleza de una espada clavada en
la lengua
(no sabía si me iba
a atrever a pedirle una dedi-
catoria) y la ansiedad de co-
nocer personalmente al que
consideraba, sin ninguna
duda, uno de los poetas más
grandes que jamás había leí-
do. Debo reconocer que a esa
ansiedad la acompañaba un
temor un poco infantil al si-
lencio, a ese insoportable si-
lencio que estira sin piedad
los minutos hasta hacerlos
interminables. Una vez aco-
modado en el sillón descu-
brí que mis temores no eran
en absoluto infundados: el
reloj de su sala marcaba los
segundos como si fuesen mi-
nutos, los minutos como si
fuesen horas y nada de lo que
podía decir en esos momen-
tos era aprobado por mi pro-
pia e implacable censura. Me
sentía como ese personaje de
Esquilo que comparaba su
impotencia verbal con el
peso de un enorme buey pi-
Con Westphalen
Eduardo Chirinos
Nunca quise conocerlo. La única vez que lo vi fue una noche de 1989 en
La Estación
de Barranco,
donde hizo gala de su legendario malhumor frente a los fotógrafos que lo importunaban con los
flash
de sus cámaras. Aquella noche leyó dos o tres poemas ante un público arrobado y expectante,
tal vez porque sabía que se trataba de su última presentación.
C
sándole la lengua. Recuerdo,
sí, que hablamos de erratas,
pero el tema no se deslizó a
las habituales anécdotas que
son la gloria (y la vergüen-
za) de los tipógrafos. Habló
de ellas como si fueran ene-
migas personales, manchas
cancerosas que echaban a
perder cualquier poema o
ensayo por bueno que fuera.
Me sonrojó comprobar que
había marcado con lápiz rojo
aquellas que había encontra-
do en mi ensayo.
Hablamos también de
poesía. Con cansada vehe-
mencia dijo que él no escri-
bía «libros» sino poemas, y
prefirió callarse cuando se
mencionó el nombre de su
amigo César Moro. Nada
que hacer, la visita estaba
resultando un fracaso. Mien-
BAJO EL SOL JAGUAR
Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1940).