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Página 12

LIBROS & ARTES

omo una bella cosa de

mi vida conservo en su

voz este poema:

Cuando brama el incendio

brotan músicas por doquier.

Del fuego viene y en él aca-

ba toda música. Las columnas

del sonido concluyen en llamas

–borbotean en el fuego las mú-

sicas. Un magma ardiente dan-

za y se arrebata. Descuartíc-

enme sobre parrilla en ascuas

de la música– entiérrenme bajo

rescoldos de música.

Retiemple aire y ánimo la

ígnea la terrífica la invadiente

música.

Para mi mala suerte, la

impertinencia de los fotógra-

fos consiguió irritar su áni-

mo y salió del local agitando

los brazos como si fueran es-

padas. De esas que por años

tuvo clavadas en la lengua y

que esa noche se perdían, so-

litarias, en la oscuridad de

Barranco. Nunca quise co-

nocerlo, ni lo necesitaba. Sus

pocos poemas fueron siem-

pre mi mejor compañía: una

lección permanente de silen-

cio y rigor en mis años de

aprendizaje, ¿por qué habría

de importunarlo ahora que

el apartamiento y la soledad

rodeaban su vejez?

Tres años después del

episodio de

La Estación

, lle-

gó a sus manos un breve en-

sayo que había escrito sobre

su obra y le hizo saber a Ja-

vier Sologuren que quería

conocerme. Cuando Javier

me lo propuso me negué de

plano, en parte porque no

quería volver a ser testigo de

su malhumor, en parte por-

que prefería visitarlo en esos

poemas capaces de seguirme

deslumbrando como si fuera

la primera vez. Pero cuando

el mismo Javier me lo puso

al teléfono no pude negar-

me. Mejor dicho, no me dio

la oportunidad de negarme:

me invitó a su casa para to-

mar el té y me dijo, con de-

licadeza y cortesía (¿pueden

la delicadeza y la cortesía

expresarse con tanta autori-

dad?), que si lo deseaba po-

día ir acompañado.

La tarde del siguiente lu-

nes estaba con Jannine a las

puertas de su casa. Tenía

conmigo un ejemplar de

Be-

lleza de una espada clavada en

la lengua

(no sabía si me iba

a atrever a pedirle una dedi-

catoria) y la ansiedad de co-

nocer personalmente al que

consideraba, sin ninguna

duda, uno de los poetas más

grandes que jamás había leí-

do. Debo reconocer que a esa

ansiedad la acompañaba un

temor un poco infantil al si-

lencio, a ese insoportable si-

lencio que estira sin piedad

los minutos hasta hacerlos

interminables. Una vez aco-

modado en el sillón descu-

brí que mis temores no eran

en absoluto infundados: el

reloj de su sala marcaba los

segundos como si fuesen mi-

nutos, los minutos como si

fuesen horas y nada de lo que

podía decir en esos momen-

tos era aprobado por mi pro-

pia e implacable censura. Me

sentía como ese personaje de

Esquilo que comparaba su

impotencia verbal con el

peso de un enorme buey pi-

Con Westphalen

Eduardo Chirinos

Nunca quise conocerlo. La única vez que lo vi fue una noche de 1989 en

La Estación

de Barranco,

donde hizo gala de su legendario malhumor frente a los fotógrafos que lo importunaban con los

flash

de sus cámaras. Aquella noche leyó dos o tres poemas ante un público arrobado y expectante,

tal vez porque sabía que se trataba de su última presentación.

C

sándole la lengua. Recuerdo,

sí, que hablamos de erratas,

pero el tema no se deslizó a

las habituales anécdotas que

son la gloria (y la vergüen-

za) de los tipógrafos. Habló

de ellas como si fueran ene-

migas personales, manchas

cancerosas que echaban a

perder cualquier poema o

ensayo por bueno que fuera.

Me sonrojó comprobar que

había marcado con lápiz rojo

aquellas que había encontra-

do en mi ensayo.

Hablamos también de

poesía. Con cansada vehe-

mencia dijo que él no escri-

bía «libros» sino poemas, y

prefirió callarse cuando se

mencionó el nombre de su

amigo César Moro. Nada

que hacer, la visita estaba

resultando un fracaso. Mien-

BAJO EL SOL JAGUAR

Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1940).