LIBROS & ARTES
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del Perú, que se abrió al pú-
blico en 1935; y Moro, por
su parte, leyó el segundo
poemario de su amigo,
Abo-
lición de la muerte
, ya pronto
para la publicación, y le su-
girió algunos pocos cambios
que Westphalen aceptó de
buena gana, según lo que él
mismo contara más tarde.
Después, entre 1936 y 1937,
los dos amigos, junto con
otro gran poeta de esta ge-
neración, Manuel Moreno
Jimeno (Lima, 1913-1993),
empezaron a publicar clan-
destinamente un boletín del
CADRE (Comité de Amigos
de la República Española),
logrando sacar cinco núme-
ros, hasta que la policía los
descubrió, obligándolos a
interrumpir. Entonces fun-
daron la revista
El uso de la
palabra
, de la que salió un
único, histórico y memora-
ble número, ya en vísperas
de la Segunda Guerra Mun-
dial. En 1938 Moro se tras-
ladó a México, donde poco
más tarde colaboraría en la
organización de la segunda
exposición surrealista, en se-
guida después de la visita de
Breton. No obstante su le-
janía, Moro se mantuvo
constantemente en contac-
to epistolar con Westphalen
y a partir de 1947 intervino
activamente en la redacción
de una nueva revista,
Las
moradas
.
Volviendo a la produc-
ción poética de Westphalen,
el segundo poemario publi-
cado en 1935, a una primera
lectura crítica, resulta menos
«ortodoxo» desde el punto
de vista del código surrealis-
ta y ha ejercido seguramen-
te una influencia mayor so-
bre los poetas peruanos más
jóvenes. El concepto de
muerte nombrado en el tí-
tulo hay que conectarlo con
el de olvido; de este modo,
tanto en la segunda como en
la primera serie de poemas
del 33, la creación se presen-
ta fundamentalmente como
una empresa de rescate de esa
materia existencial que no se
quiere perder: rescate del ol-
vido y por lo tanto
abolición
del olvido y metafóricamen-
te
de la muerte.
La empresa se presenta
como de extrema dificultad
y no se excluye que en esta
fatiga de la evocación, en la
que no obstante el poeta se
empecina, se produzca la
proyección de un factor cons-
titucional, de su personali-
dad. Él decía, en efecto, que
no era capaz de recordar con
precisión las palabras y ni si-
quiera los temas exactos de
una conversación sostenida
el día anterior, así como no
era capaz de repetir de me-
moria un solo poema suyo o
de otro, con dos excepcio-
nes: un paso de las
Soledades
de Góngora y una estrofa de
Eguren. La recuperación de
una imagen querida, así como
la transmutación del instan-
te en fórmula de eternidad,
son sus constantes. Decía en
el primer poemario:
[...]
me he dado contra mi cuer-
po
qué dura sombra
mi garra no te alcanza
en esta ausencia quién me
ha mordido
llevo un siglo bajo la som-
bra
la noche crece y nadie creía
que creciera tanto
nadie oye estos golpes pre-
gunto fuera
1
Y luego, en el segundo
poemario:
[...]
Los días que nunca vuelven
y el sol que siempre que-
da
De pie imperturbable miran-
do el futuro
Sin dar un paso más porque
la hora ha llegado
2
O sea que hay una angus-
tia derivada de la incurable
nostalgia, porque el pasado
no vuelve («días que nunca
vuelven») y el futuro está
siempre ya instalado en el
presente («imperturbable»,
como el sol que lo señala).
Y en esa nostálgica evoca-
ción de lo que se quisiera re-
cuperar es sin duda predomi-
nante la imagen de la ama-
da. Que él convoca repetida
e inútilmente, logrando al
máximo fragmentos de la
amada, pedazos mutilados de
su cuerpo que la memoria
ineficaz trata de reconstruir:
«Una cabeza humana viene
lenta desde el olvido». Y así,
casi como en una proyección
consolataria de sus senti-
mientos en la amada, trans-
fiere la fatiga de su empeño
en una paradójica fatiga del
rechazo de la amada:
ya me duele tu fatiga de
no querer volver,
3
donde evidentemente el
esfuerzo no es de ella sino de
él para arrancarla del olvi-
do: «tu» está por «mi» y
«volver» no se refiere a la
persona física sino a la ima-
gen de la memoria.
El yo poético westphalia-
no no es central y sinteti-
zante como en el clasicismo,
sino más bien complejo ins-
trumento de una extenuan-
te entelequia, la memoria; y
el dictado que produce tiene
algo de apocalíptico. El na-
cimiento de un recuerdo re-
sulta tan agotador como el
parto de un mundo; y el fra-
caso de esta tentativa –que
ocurre no pocas veces– tie-
ne las proporciones de un
cataclisma o, precisamente,
de un apocalipsis. Es en esta
proyección cósmica que po-
demos encontrar otra clave
de la gramática del surrealis-
mo atemporal, o «sin edad»,
pre y post-bretoniano, que
en la breve obra de Emilio
Adolfo Westphalen ha en-
contrado una eficaz realiza-
ción.
Después de
Abolición de la
muerte
el autor abrió un pa-
réntesis de silencio de mu-
chos años y comentado con
un cierto estupor por todos
sus críticos. Su silencio, sin
embargo, fue únicamente
poético y terminó en la dé-
cada del 80. Nunca dejó de
practicar la crítica literaria,
con extraordinaria lucidez y
asiduidad. Dirigió varias re-
vistas literarias:
Las moradas
(1947-1949),
Revista Perua-
na de Cultura
en los núme-
ros del 2 al 8 (1964-1966) y
Amaru
(1967-1971). Y a par-
tir de 1980 retomó el gusto
de la escritura en verso y de
la revisión y reedición de sus
obras poéticas:
Otra imagen
deleznable
(1980),
Arriba bajo
el cielo
(1982),
Máximas y
mínimas de sapiencia pedestre
(1982),
Nueva serie
(1984),
Belleza de una espada clavada
en la lengua
(1986),
Ha vuel-
to la diosa ambarina
(1988),
Cuál es la risa
(1989),
Bajo
zarpas de la Quimera. Poemas
1930-1988
(1991),
Falsos ri-
tuales y otras patrañas
(1999),
Poesía completa y ensayos es-
cogidos
(2004),
Simulacro de
sortilegios. Antología poética
(2009).
Hoy día podemos afir-
mar, sin lugar a dudas, que
los dos primeros libros de
Westphalen, junto con
La
tortuga ecuestre
de César
Moro, constituyen la reali-
zación más perfecta del su-
rrealismo hispanoamerica-
no. El hecho de que Wes-
tphalen haya rechazado
siempre esta clasificación de
su propia obra, con el argu-
mento sustancial de que él
no usó nunca la escritura au-
tomática, nos remite a las re-
flexiones sobre la concien-
cia y control de la escritura
en los herederos –aunque no
continuadores– de la poesía
pura, tanto en España como
en Hispanoamérica. Ade-
más, por lo que se refiere es-
pecíficamente a los dos poe-
tas peruanos, habría que se-
guir el consejo de Américo
Ferrari
4
y distinguir con Ju-
lien Gracq dos tipos de su-
rrealismo: uno «sin edad»,
«del cual el romanticismo
alemán nos ha dado, con un
siglo y medio de adelanto, la
mayor parte de las fórmulas
esenciales», y que son el sue-
ño, las psicologías perversas,
las imágenes complejas, el
mito, la magia, el nocturno,
el azar objetivo; y otro, «con
lugar y fecha», que corres-
ponde a la
ecclesia
constitui-
da en Francia alrededor de
André Breton y cuyos dieci-
nueve miembros iniciales
aparecen alfabéticamente
enumerados en el primer
Manifiesto del Surrealismo
del 1924
5
; luego, en un bre-
ve lapso de tiempo otros es-
critores y artistas se agrega-
1 Emilio Adolfo Westphalen, «No
es válida esta sombra», en
Las ínsulas
extrañas
, Compañía de Impresiones
y Publicidad, Lima, 1933.
2 «Marismas llenas de corales...»,
en
Abolición de la muerte
, con un
dibujo de César Moro, Ediciones Perú
Actual, Lima, 1935.
3 «Una cabeza humana viene len-
ta...», en
Las ínsulas extrañas
, cit.
4 Américo Ferrari,
Los soni-
dos del silencio. Poetas peruanos
del siglo XX
, Lima, 1990, p. 55.
5 Julien Gracq, «Plenièrement –
André Breton e le mouvement surréa-
liste», en
La nouvelle Revue Françai-
se
(Paris), n. 172, 1967, p. 592.
6 Juan Larrea, «El surrealismo
entre Viejo y Nuevo Mundo» (1944),
ensayo ampliado en «Respuesta diferi-
da a propósito de ‘César Vallejo y el
surrealismo’», en
Aula Vallejo
(Cór-
doba, Argentina), n. 8-9-10, 1962.
ron al grupo inicial, y entre
ellos el propio Moro que, en
efecto, fue incluido por Ben-
jamin Péret en su histórica
Petite anthologie poétique du
surréalisme
, del 1934.
Westphalen es, con toda
certeza, surrealista en el pri-
mer sentido de la palabra,
mientras que Moro lo fue
plenamente en ambos. Fue
surrealista desde su llegada a
París en 1925, a partir de su
inmediata adhesión al gru-
po; y siguió siendo surrealis-
ta luego, cuando ya se en-
contraba en Perú, así como
a lo largo de su importante
estadía mexicana (1938-
1948), mientras el grupo su-
rrealista sufría la dispersión
causada por la guerra y por
las disidencias internas. Lue-
go, si aceptamos la interpre-
tación de Juan Larrea, según
la cual el surrealismo euro-
peo indica el fin de un mun-
do pero no funda un mundo
nuevo, como en cambio ha-
cen los poetas hispanoame-
ricanos,
6
tendríamos otro
motivo para separar a Wes-
tphalen del movimiento eu-
ropeo, ahora no solamente
a causa de los mecanismos de
escritura –como él sostenía –,
sino también por los efectos
mismos de esa escritura, que
ha abierto nuevos y fecun-
dos caminos a la poesía pe-
ruana contemporánea.
A cien años de su naci-
miento y a diez años de su
muerte, la obra de Emilio
Adolfo Westphalen sigue
ofreciéndose a los lectores de
hoy y de mañana con un
encanto que no termina de
descifrarse, con el misterio
fascinante de su imaginación,
con la atracción de su len-
guaje sorprendente y seduc-
tor.
Florencia,
19 de Junio del 2011
.
“Después de
Abolición de la muerte
el autor abrió
un paréntesis de silencio de muchos años y comentado con un cierto
estupor por todos sus críticos. Su silencio, sin embargo, fue únicamente
poético y terminó en la década del 80. Nunca dejó de practicar
la crítica literaria, con extraordinaria lucidez y asiduidad”.