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LIBROS & ARTES
Shakespeare era Nadie y
por ello pudo parecerse a
todos los hombres en
cuanto a que ellos, consi-
derados individual o co-
lectivamente, también son
Nadie, siempre en singu-
lar? Un hombre o todos
son Nadie. Pero Shakes-
peare es Nadie, salvo en
lo de ser Nadie. Ni el plu-
ral ni la oposición dialéc-
tica concede el lenguaje a
este vocablo. El dramatur-
go inglés es «más que un
Quién», al igual que la di-
vinidad. Cuántos ecos sur-
gen de este curioso matiz
arrancado a la aparente-
mente homogénea noción
de «nada». Uno de esos
ecos late en Stanislavski,
que reclama al actor va-
ciar su personalidad, ha-
cerse nadie para ser capaz
de encarnar a «cualquie-
ra», es decir para llenar su
forma (deliberadamente
vaciada) con los conteni-
dos del personaje a inter-
pretar desde dentro («ín-
timamente»). Otro eco se
despierta en unas líneas
escritas por George Ber-
nard Shaw: «Yo compren-
do todo y a todos y soy
nada y soy nadie».
Para enaltecer a
Shakespeare, Hazlitt escri-
be una frase terrible: el in-
glés «íntimamente no era
nada». La continuación
de la frase apenas logra
invertir lo que el lenguaje
niega a la figura de Nadie
(su posibilidad de identi-
ficación): «pero era todo
lo que son los demás». He
aquí dos lecturas posibles:
«Shakespeare era nada
pero era nada», o bien
«Shakespeare era íntima-
mente nada pero era todo
lo que son los demás, es
decir, la potencia de un
alguien». Tiende a esto
último la secreta línea fi-
nal: «o lo que pueden
ser». Hazlitt desencadena
fragorosas
preguntas:
¿todo gran autor que se
sumerge en la naturaleza
humana y descubre sus se-
cretas debe justamente
para ello volverse Nadie,
ser íntimamente nada? ¿La
medida para comprender-
lo todo radica menos en el
genio que en el apoteósi-
co llegar a ser Menos que
Nadie? ¿Son entonces si-
nónimos el genio y el ca-
rácter de Menos que Na-
die? ¿El proverbial destie-
rro del héroe en la narra-
tiva universal equivale al
(auto)exilio del genio,
cuyo infinito alejamiento
es la medida de su infinito
acercamiento?
Borges intuye una se-
creta falacia en la interpre-
tación teológica de lo que
«pueden ser» los hom-
bres:
«Ser una cosa es inexo-
rablemente no ser todas las
otras cosas, la intuición
confusa de esa verdad ha
inducido a los hombres a
imaginar que no ser es más
que ser algo y que, de al-
guna manera, es ser todo.
Esta falacia está en las pa-
labras de aquel rey legen-
dario del Indostán, que
renuncia al poder y sale a
pedir limosna en las calles:
‘Desde ahora no tengo rei-
no o mi reino es ilimita-
do, desde ahora no me
pertenece mi cuerpo o me
pertenece toda la tierra’.
Schopenhauer ha escrito
que la historia es un inter-
minable y perplejo sueño
de las generaciones huma-
nas; en el sueño hay for-
mas que se repiten, quizá
no hay otra cosa que for-
mas; una de ellas es el pro-
ceso que denuncia esta
página».
Denuncias que van y
vienen sin restricciones de
género o modo en la Tie-
rra de Nadie: la afirmación
de ese rey legendario po-
dría ser exactamente la de
una canción mexicana de
José Alfredo Jiménez: «No
tengo trono ni reina, / ni
nadie que me comprenda,
/ pero sigo siendo el rey».
Habla un ser cuyo nombre
es Nadie, a quien Nadie
comprende y que rige so-
bre Nada.
El monarca indostano
no procede por piedad o
altruismo sino por ambi-
ción extrema: no se resig-
na a ser y tener tan poco,
y renuncia a ese poco para
ser y tener todo. Es sin
duda una falacia, ya que
implica cambiar lo poco
de «alguien» por el todo
de «nadie», esto es, elegir
la ausencia en que «todo»
se equipara: la ausencia en
la que el vocablo «nadie»
no puede pluralizarse por-
que acaso en el fondo se
trata de un término tan
genérico –y tan sagrado–
como Elohim. La suprema
nada, sí, pero también la
nada creadora. Porque tal
vez relacionar a Elohim
con nada es aludir a que
la
creatio ex nihilo
no está
completa y que cada hom-
bre debe crearse a sí mis-
mo. Si hay un supremo
soñador, la falacia estriba
en renunciar a ese poco de
vigilia que convierte al
hombre en «alguien» (vi-
gilia que este no conoce a
fondo, como indica el re-
frán de doble lectura:
«‘Nadie sabe lo que tiene
hasta que lo ve perdido»),
para sumirse en el sueño o
en las repetitivas formas
del sueño instituido. Pero
existe otra lectura posible:
el hombre fue creado de
la nada y debe renunciar
a su poco para crearse de
la nada, una «nada» que
se diferencia de la «nada»
originaria en que la ha he-
cho suya.
Para poseer toda la tie-
rra, el rey indostano re-
nuncia a la posesión de su
cuerpo: cree que ser al-
guien es demasiado poco,
cuando quizás ese hombre
era ya nadie desde el prin-
cipio. Curiosamente, en
este caso es la ambición la
que lo hace transformarse,
de paria del lugar de cada
quien, en paria del Uni-
verso; y sin embargo no
parece haber llegado al
nivel del «Menos que Na-
die». Por su parte, Wake-
field obedece a un impul-
so informe: a diferencia del
rey de la leyenda, pasa de
la nada inerte del sistema
a la nada creadora. No re-
nuncia a su cuerpo al re-
nunciar al reino; de ahí
que en su fragoroso retor-
no (acaso más hondo que
el de Ulises) Wakefield es
alguien: se ha creado a sí
mismo. El personaje de
Hawthorne revela que la
única forma de convertir-
se en alguien no es aspirar
a la gran nada «regible»
(el poder) sino a la peque-
ña que lo rige todo: el pro-
pio cuerpo (lo que el bu-
dismo nombra con un po-
deroso eufemismo: la rea-
lidad).
Por su parte, la figura
de Bartleby parece lejana
a toda redención: ha re-
nunciado a su cuerpo tan-
to como al reino en don-
de ese cuerpo alguna vez
se movió. Si acierta la hi-
pótesis del narrador sobre
el pasado de Bartleby
como antiguo encargado
de las «cartas muertas»,
este sujeto no parece sino
el más lastimero de los fan-
tasmas. Sin embargo, ¿por
qué este espectro pidió
empleo en la firma del
abogado-narrador y ahí se
entregó a su arte consu-
mado, el de la resistencia
pasiva? A las insaciables
preguntas, responde: «¿No
ve usted mismo la razón?»
¿Mueve a Bartleby la más
oscura inercia vital, el úl-
timo reducto de vida que
le queda tras haberse em-
papado de desolación, an-
gustia y sinsentido, desti-
natario secreto de todas
esas cartas muertas? ¿O es
acaso el único alguien en
el reino de nadie? El abis-
mal y terrorífico absurdo
del texto de Melville se re-
suelve fuera de él: el na-
rrador, independiente-
mente de su nivel de con-
ciencia, intuye un propó-
sito secreto y en última
instancia escribe el relato,
transmitiendo la ecuación
y el enigma a los ojos del
lector. Bartleby no es la
deplorable manifestación
de la nada regible, sino la
pálida encarnación de la
nada creadora.