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Página 20

LIBROS & ARTES

Shakespeare era Nadie y

por ello pudo parecerse a

todos los hombres en

cuanto a que ellos, consi-

derados individual o co-

lectivamente, también son

Nadie, siempre en singu-

lar? Un hombre o todos

son Nadie. Pero Shakes-

peare es Nadie, salvo en

lo de ser Nadie. Ni el plu-

ral ni la oposición dialéc-

tica concede el lenguaje a

este vocablo. El dramatur-

go inglés es «más que un

Quién», al igual que la di-

vinidad. Cuántos ecos sur-

gen de este curioso matiz

arrancado a la aparente-

mente homogénea noción

de «nada». Uno de esos

ecos late en Stanislavski,

que reclama al actor va-

ciar su personalidad, ha-

cerse nadie para ser capaz

de encarnar a «cualquie-

ra», es decir para llenar su

forma (deliberadamente

vaciada) con los conteni-

dos del personaje a inter-

pretar desde dentro («ín-

timamente»). Otro eco se

despierta en unas líneas

escritas por George Ber-

nard Shaw: «Yo compren-

do todo y a todos y soy

nada y soy nadie».

Para enaltecer a

Shakespeare, Hazlitt escri-

be una frase terrible: el in-

glés «íntimamente no era

nada». La continuación

de la frase apenas logra

invertir lo que el lenguaje

niega a la figura de Nadie

(su posibilidad de identi-

ficación): «pero era todo

lo que son los demás». He

aquí dos lecturas posibles:

«Shakespeare era nada

pero era nada», o bien

«Shakespeare era íntima-

mente nada pero era todo

lo que son los demás, es

decir, la potencia de un

alguien». Tiende a esto

último la secreta línea fi-

nal: «o lo que pueden

ser». Hazlitt desencadena

fragorosas

preguntas:

¿todo gran autor que se

sumerge en la naturaleza

humana y descubre sus se-

cretas debe justamente

para ello volverse Nadie,

ser íntimamente nada? ¿La

medida para comprender-

lo todo radica menos en el

genio que en el apoteósi-

co llegar a ser Menos que

Nadie? ¿Son entonces si-

nónimos el genio y el ca-

rácter de Menos que Na-

die? ¿El proverbial destie-

rro del héroe en la narra-

tiva universal equivale al

(auto)exilio del genio,

cuyo infinito alejamiento

es la medida de su infinito

acercamiento?

Borges intuye una se-

creta falacia en la interpre-

tación teológica de lo que

«pueden ser» los hom-

bres:

«Ser una cosa es inexo-

rablemente no ser todas las

otras cosas, la intuición

confusa de esa verdad ha

inducido a los hombres a

imaginar que no ser es más

que ser algo y que, de al-

guna manera, es ser todo.

Esta falacia está en las pa-

labras de aquel rey legen-

dario del Indostán, que

renuncia al poder y sale a

pedir limosna en las calles:

‘Desde ahora no tengo rei-

no o mi reino es ilimita-

do, desde ahora no me

pertenece mi cuerpo o me

pertenece toda la tierra’.

Schopenhauer ha escrito

que la historia es un inter-

minable y perplejo sueño

de las generaciones huma-

nas; en el sueño hay for-

mas que se repiten, quizá

no hay otra cosa que for-

mas; una de ellas es el pro-

ceso que denuncia esta

página».

Denuncias que van y

vienen sin restricciones de

género o modo en la Tie-

rra de Nadie: la afirmación

de ese rey legendario po-

dría ser exactamente la de

una canción mexicana de

José Alfredo Jiménez: «No

tengo trono ni reina, / ni

nadie que me comprenda,

/ pero sigo siendo el rey».

Habla un ser cuyo nombre

es Nadie, a quien Nadie

comprende y que rige so-

bre Nada.

El monarca indostano

no procede por piedad o

altruismo sino por ambi-

ción extrema: no se resig-

na a ser y tener tan poco,

y renuncia a ese poco para

ser y tener todo. Es sin

duda una falacia, ya que

implica cambiar lo poco

de «alguien» por el todo

de «nadie», esto es, elegir

la ausencia en que «todo»

se equipara: la ausencia en

la que el vocablo «nadie»

no puede pluralizarse por-

que acaso en el fondo se

trata de un término tan

genérico –y tan sagrado–

como Elohim. La suprema

nada, sí, pero también la

nada creadora. Porque tal

vez relacionar a Elohim

con nada es aludir a que

la

creatio ex nihilo

no está

completa y que cada hom-

bre debe crearse a sí mis-

mo. Si hay un supremo

soñador, la falacia estriba

en renunciar a ese poco de

vigilia que convierte al

hombre en «alguien» (vi-

gilia que este no conoce a

fondo, como indica el re-

frán de doble lectura:

«‘Nadie sabe lo que tiene

hasta que lo ve perdido»),

para sumirse en el sueño o

en las repetitivas formas

del sueño instituido. Pero

existe otra lectura posible:

el hombre fue creado de

la nada y debe renunciar

a su poco para crearse de

la nada, una «nada» que

se diferencia de la «nada»

originaria en que la ha he-

cho suya.

Para poseer toda la tie-

rra, el rey indostano re-

nuncia a la posesión de su

cuerpo: cree que ser al-

guien es demasiado poco,

cuando quizás ese hombre

era ya nadie desde el prin-

cipio. Curiosamente, en

este caso es la ambición la

que lo hace transformarse,

de paria del lugar de cada

quien, en paria del Uni-

verso; y sin embargo no

parece haber llegado al

nivel del «Menos que Na-

die». Por su parte, Wake-

field obedece a un impul-

so informe: a diferencia del

rey de la leyenda, pasa de

la nada inerte del sistema

a la nada creadora. No re-

nuncia a su cuerpo al re-

nunciar al reino; de ahí

que en su fragoroso retor-

no (acaso más hondo que

el de Ulises) Wakefield es

alguien: se ha creado a sí

mismo. El personaje de

Hawthorne revela que la

única forma de convertir-

se en alguien no es aspirar

a la gran nada «regible»

(el poder) sino a la peque-

ña que lo rige todo: el pro-

pio cuerpo (lo que el bu-

dismo nombra con un po-

deroso eufemismo: la rea-

lidad).

Por su parte, la figura

de Bartleby parece lejana

a toda redención: ha re-

nunciado a su cuerpo tan-

to como al reino en don-

de ese cuerpo alguna vez

se movió. Si acierta la hi-

pótesis del narrador sobre

el pasado de Bartleby

como antiguo encargado

de las «cartas muertas»,

este sujeto no parece sino

el más lastimero de los fan-

tasmas. Sin embargo, ¿por

qué este espectro pidió

empleo en la firma del

abogado-narrador y ahí se

entregó a su arte consu-

mado, el de la resistencia

pasiva? A las insaciables

preguntas, responde: «¿No

ve usted mismo la razón?»

¿Mueve a Bartleby la más

oscura inercia vital, el úl-

timo reducto de vida que

le queda tras haberse em-

papado de desolación, an-

gustia y sinsentido, desti-

natario secreto de todas

esas cartas muertas? ¿O es

acaso el único alguien en

el reino de nadie? El abis-

mal y terrorífico absurdo

del texto de Melville se re-

suelve fuera de él: el na-

rrador, independiente-

mente de su nivel de con-

ciencia, intuye un propó-

sito secreto y en última

instancia escribe el relato,

transmitiendo la ecuación

y el enigma a los ojos del

lector. Bartleby no es la

deplorable manifestación

de la nada regible, sino la

pálida encarnación de la

nada creadora.