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Página 18

LIBROS & ARTES

do sexagenario que lo

emplea como copista de

documentos legales en su

pequeña firma neoyorqui-

na a mediados del siglo

XIX, durante el periodo

industrial y su explosión

de producción en masa y

burocracias. Este narrador

lo describe como «pálida-

mente pulcro, lastimosa-

mente respetable, incura-

blemente melancólico [... ],

de aspecto sedante».

Todo en Bartleby se da

por negaciones: no tiene

familia, ni amigos, ni vida

propia y nada se sabe de

su origen o procedencia.

No sale a almorzar y ape-

nas parece alimentarse; en

su tiempo libre permane-

ce de pie contemplando la

negra pared que ciega su

ventana en la oficina. Bar-

tleby carece de propósi-

tos, casi no se mueve, no

actúa sino resiste, nunca

habla sino para responder,

y cuando lo hace se trata

casi siempre de la frase,

tersa pero definitiva, «Pre-

feriría no hacerlo».

La distante actitud de

este hombre es llamada

por el narrador resistencia

pasiva, una extraña forma

de sumisión combinada

con una «pálida arrogan-

cia». Movido primero por

la piedad, el narrador sien-

te hacia Bartleby la soli-

daridad de «cualquier hijo

de Adán hacia otro». No

obstante, cuando descu-

bre que el escribano prác-

ticamente vive en la ofi-

cina; que ahí come y duer-

me; que en un cajón de su

escritorio conserva su sa-

lario casi intacto envuel-

to en un pañuelo, la me-

lancolía del narrador se

mezcla con el miedo y la

piedad se torna repulsión.

Mas una y otra vez el em-

pleador de Bartleby pos-

pone sus planes de despi-

do; el casi inexistente su-

jeto parece irse retirando

progresivamente al inte-

rior de sí mismo, como

Roderick Usher en su cas-

tillo. Su misterio es irreso-

luble: «¡Qué miserable

carencia de amigos y ais-

lamiento se revelan aquí!

¡Su pobreza es grande,

pero su soledad, qué ho-

rrible!»

Un buen día el copista

se niega a escribir. El na-

rrador inquiere el motivo

y por primera vez Bartle-

by contesta, y además lo

hace con una pregunta:

«¿No ve usted mismo la

razón?» Los ojos de Bart-

leby lucen opacos, y el

abogado cree que la vista

del escribano se ha debili-

tado en el arduo trabajo

de la caligrafía; lo deja

permanecer ahí, sin hacer

nada, incapaz de despedir-

lo. La presencia-ausencia

de Bartleby lo sume en el

extrañamiento, pero tam-

bién lo conforta: «Nunca

me sentí con tanta priva-

cidad como cuando sé que

[él está] aquí». La convi-

vencia con Bartleby va

afectando al narrador:

«Cierto, era principal-

mente su portentosa sua-

vidad la que no sólo me

desarmaba, sino me deshu-

manizaba».

Un vacío lo atrae, y

comienza a succionarlo

hasta hacerlo considerar

soluciones extremas: «Los

hombres han asesinado

por celos, ira, odio y egoís-

mo, y también por sober-

bia espiritual, pero ningún

hombre del que yo haya

oído hablar cometió jamás

un asesinato diabólico por

dulce caridad». La piedad-

repulsión lo insta a huir de

Bartleby, y ya que no pue-

de despedirlo, termina por

mudar la oficina comple-

ta a otro edificio; abando-

na al escribano ahí, en el

despacho del que se ha

apoderado a través de su

resistencia pasiva: «Era su

alma la que sufría, y yo no

podía alcanzarla».

Bartleby deambula in-

quietando a porteros y

ocupantes hasta que la

policía lo encierra bajo el

cargo de vagancia; el

alguaci1azgo pide razones

a su antiguo empleador, el

único que parece cono-

cerlo. El narrador entien-

de que no se ha librado de

Bartleby, y más aún, que

no quiere desentenderse:

«Gradualmente me desli-

cé a la persuasión de que

estos problemas míos res-

pecto al escribano habían

sido predestinados desde

la eternidad, y que Bartle-

by me había sido asigna-

do por algún misterioso

propósito de la sabia Pro-

videncia, propósito que no

podía desentrañar un

mero mortal como yo».

Varias veces el abogado

visita en la cárcel al «más

desolado de los hombres»

y le propone conseguirle

diversos empleos. Bartle-

by escucha estas ofertas y

las rechaza, añadiendo en

cada caso un estribillo ex-

traño y esencial:

but I am

not particular

. Esta respues-

ta, que en primera instan-

cia podría entenderse

como «pero no tengo pre-

ferencias», encierra una

estremecedora lectura lite-

ral: «No soy particular».

Las diversas acepciones de

la palabra inglesa ‘particu-

lar’ incluyen concreción,

determinación, especiali-

dad, diferenciación. En su

argot, preciso por ambiva-

lente, Bartleby está dicien-

do: «No soy concreto, ni

determinado, ni especial,

ni personal. No tengo de-

talles, intimidad o parti-

cularización. Estoy indife-

renciado». Y en última

instancia: «No soy una

persona». Y aún más allá:

Soy Nadie.

El propio Bartleby de-

muestra que la acepción

«no tengo preferencias» es

la última a considerar,

puesto que, según afirma,

«prefiere» no aceptar esas

ofertas de trabajo y ni si-

quiera la invitación que el

narrador le hace de insta-

larse en su casa por un

tiempo indefinido. En la

última visita, el abogado

lo encuentra muerto en el

jardín de la prisión. El pe-

núltimo párrafo del relato

arriesga una hipótesis so-

bre el origen de Bartleby:

podría tratarse (pero se

trata sólo de una de tan-

tas suposiciones que el

narrador acumula en su

sed de respuestas) de un

empleado de la oficina de

correos de Washington

que fue súbitamente des-

pedido por un cambio de

administración; este hom-

bre estaba encargado de

la «correspondencia muer-

ta», aquella que se de-

vuelve por ausencia de

destinatario y es destruida.

¡Cartas muertas! ¿No

suena eso como hombres

muertos? Para un hombre

que por naturaleza e infor-

tunio es propenso a la pá-

lida desesperación, ¿qué

otro empleo puede pare-

cer más idóneo que el de

manejar de continuo esas

cartas muertas y clasificar-

las para las llamas? Porque

llegan a carretillas llenas y

son quemadas anualmen-

te. Algunas veces, el páli-

do oficinista saca un ani-

llo del papel doblado: qui-

zás el dedo para el que es-

taba destinado se deshace

en una tumba. Un giro

bancario enviado con la

más pronta caridad: aquel

artleby

pertenece al volumen titulado

The Piazza Tales

(

1856, Nueva York y Londres

).

De otra narración de ese

libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con

plenitud hasta que Joseph Conrad publicó ciertas piezas análo-

gas, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Ka-

fka proyecta

sobre

Bartleby una curiosa luz ulterior.

Bartleby

define ya un género

que hacia 1919 reinventaría y profundiza-

ría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del senti-

miento o, como ahora malamente se dice, psicológicas. Por lo

demás, las páginas iniciales de

Bartleby

no presienten a Kafka;

más bien aluden o repiten a Dickens… En 1849, Melville había

publicado

Mardi,

novela inextricable y aun ilegible, pero cuyo

argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de

El

castillo

, de

El proceso

y de

América:

se trata de una infinita

persecución, por un mar infinito.

He declarado las afinidades de Melville con otros escri-

tores.

No lo subordino a estos últimos; obro bajo una de las leyes

de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo co-

nocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es

nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte

la undécima edición de la

Encyclopaedia Britannica

lo consi-

dera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George

Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus

historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence

de Arabia y D. H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford.

Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía

americana:

Herman Melville, mariner and mystic;

John Free-

man, en 1926, la biografía crítica

Herman Melville.

La vasta población, las altas ciudades, la errónea y cla-

morosa publicidad, han conspirado para que el gran hom-

bre secreto sea una de las tradiciones de América. Edgar

Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.

MELVILLE Y BARTLEBY

Jorge Luis Borges

B