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LIBROS & ARTES
do sexagenario que lo
emplea como copista de
documentos legales en su
pequeña firma neoyorqui-
na a mediados del siglo
XIX, durante el periodo
industrial y su explosión
de producción en masa y
burocracias. Este narrador
lo describe como «pálida-
mente pulcro, lastimosa-
mente respetable, incura-
blemente melancólico [... ],
de aspecto sedante».
Todo en Bartleby se da
por negaciones: no tiene
familia, ni amigos, ni vida
propia y nada se sabe de
su origen o procedencia.
No sale a almorzar y ape-
nas parece alimentarse; en
su tiempo libre permane-
ce de pie contemplando la
negra pared que ciega su
ventana en la oficina. Bar-
tleby carece de propósi-
tos, casi no se mueve, no
actúa sino resiste, nunca
habla sino para responder,
y cuando lo hace se trata
casi siempre de la frase,
tersa pero definitiva, «Pre-
feriría no hacerlo».
La distante actitud de
este hombre es llamada
por el narrador resistencia
pasiva, una extraña forma
de sumisión combinada
con una «pálida arrogan-
cia». Movido primero por
la piedad, el narrador sien-
te hacia Bartleby la soli-
daridad de «cualquier hijo
de Adán hacia otro». No
obstante, cuando descu-
bre que el escribano prác-
ticamente vive en la ofi-
cina; que ahí come y duer-
me; que en un cajón de su
escritorio conserva su sa-
lario casi intacto envuel-
to en un pañuelo, la me-
lancolía del narrador se
mezcla con el miedo y la
piedad se torna repulsión.
Mas una y otra vez el em-
pleador de Bartleby pos-
pone sus planes de despi-
do; el casi inexistente su-
jeto parece irse retirando
progresivamente al inte-
rior de sí mismo, como
Roderick Usher en su cas-
tillo. Su misterio es irreso-
luble: «¡Qué miserable
carencia de amigos y ais-
lamiento se revelan aquí!
¡Su pobreza es grande,
pero su soledad, qué ho-
rrible!»
Un buen día el copista
se niega a escribir. El na-
rrador inquiere el motivo
y por primera vez Bartle-
by contesta, y además lo
hace con una pregunta:
«¿No ve usted mismo la
razón?» Los ojos de Bart-
leby lucen opacos, y el
abogado cree que la vista
del escribano se ha debili-
tado en el arduo trabajo
de la caligrafía; lo deja
permanecer ahí, sin hacer
nada, incapaz de despedir-
lo. La presencia-ausencia
de Bartleby lo sume en el
extrañamiento, pero tam-
bién lo conforta: «Nunca
me sentí con tanta priva-
cidad como cuando sé que
[él está] aquí». La convi-
vencia con Bartleby va
afectando al narrador:
«Cierto, era principal-
mente su portentosa sua-
vidad la que no sólo me
desarmaba, sino me deshu-
manizaba».
Un vacío lo atrae, y
comienza a succionarlo
hasta hacerlo considerar
soluciones extremas: «Los
hombres han asesinado
por celos, ira, odio y egoís-
mo, y también por sober-
bia espiritual, pero ningún
hombre del que yo haya
oído hablar cometió jamás
un asesinato diabólico por
dulce caridad». La piedad-
repulsión lo insta a huir de
Bartleby, y ya que no pue-
de despedirlo, termina por
mudar la oficina comple-
ta a otro edificio; abando-
na al escribano ahí, en el
despacho del que se ha
apoderado a través de su
resistencia pasiva: «Era su
alma la que sufría, y yo no
podía alcanzarla».
Bartleby deambula in-
quietando a porteros y
ocupantes hasta que la
policía lo encierra bajo el
cargo de vagancia; el
alguaci1azgo pide razones
a su antiguo empleador, el
único que parece cono-
cerlo. El narrador entien-
de que no se ha librado de
Bartleby, y más aún, que
no quiere desentenderse:
«Gradualmente me desli-
cé a la persuasión de que
estos problemas míos res-
pecto al escribano habían
sido predestinados desde
la eternidad, y que Bartle-
by me había sido asigna-
do por algún misterioso
propósito de la sabia Pro-
videncia, propósito que no
podía desentrañar un
mero mortal como yo».
Varias veces el abogado
visita en la cárcel al «más
desolado de los hombres»
y le propone conseguirle
diversos empleos. Bartle-
by escucha estas ofertas y
las rechaza, añadiendo en
cada caso un estribillo ex-
traño y esencial:
but I am
not particular
. Esta respues-
ta, que en primera instan-
cia podría entenderse
como «pero no tengo pre-
ferencias», encierra una
estremecedora lectura lite-
ral: «No soy particular».
Las diversas acepciones de
la palabra inglesa ‘particu-
lar’ incluyen concreción,
determinación, especiali-
dad, diferenciación. En su
argot, preciso por ambiva-
lente, Bartleby está dicien-
do: «No soy concreto, ni
determinado, ni especial,
ni personal. No tengo de-
talles, intimidad o parti-
cularización. Estoy indife-
renciado». Y en última
instancia: «No soy una
persona». Y aún más allá:
Soy Nadie.
El propio Bartleby de-
muestra que la acepción
«no tengo preferencias» es
la última a considerar,
puesto que, según afirma,
«prefiere» no aceptar esas
ofertas de trabajo y ni si-
quiera la invitación que el
narrador le hace de insta-
larse en su casa por un
tiempo indefinido. En la
última visita, el abogado
lo encuentra muerto en el
jardín de la prisión. El pe-
núltimo párrafo del relato
arriesga una hipótesis so-
bre el origen de Bartleby:
podría tratarse (pero se
trata sólo de una de tan-
tas suposiciones que el
narrador acumula en su
sed de respuestas) de un
empleado de la oficina de
correos de Washington
que fue súbitamente des-
pedido por un cambio de
administración; este hom-
bre estaba encargado de
la «correspondencia muer-
ta», aquella que se de-
vuelve por ausencia de
destinatario y es destruida.
¡Cartas muertas! ¿No
suena eso como hombres
muertos? Para un hombre
que por naturaleza e infor-
tunio es propenso a la pá-
lida desesperación, ¿qué
otro empleo puede pare-
cer más idóneo que el de
manejar de continuo esas
cartas muertas y clasificar-
las para las llamas? Porque
llegan a carretillas llenas y
son quemadas anualmen-
te. Algunas veces, el páli-
do oficinista saca un ani-
llo del papel doblado: qui-
zás el dedo para el que es-
taba destinado se deshace
en una tumba. Un giro
bancario enviado con la
más pronta caridad: aquel
artleby
pertenece al volumen titulado
The Piazza Tales
(
1856, Nueva York y Londres
).
De otra narración de ese
libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con
plenitud hasta que Joseph Conrad publicó ciertas piezas análo-
gas, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Ka-
fka proyecta
sobre
Bartleby una curiosa luz ulterior.
Bartleby
define ya un género
que hacia 1919 reinventaría y profundiza-
ría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del senti-
miento o, como ahora malamente se dice, psicológicas. Por lo
demás, las páginas iniciales de
Bartleby
no presienten a Kafka;
más bien aluden o repiten a Dickens… En 1849, Melville había
publicado
Mardi,
novela inextricable y aun ilegible, pero cuyo
argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de
El
castillo
, de
El proceso
y de
América:
se trata de una infinita
persecución, por un mar infinito.
He declarado las afinidades de Melville con otros escri-
tores.
No lo subordino a estos últimos; obro bajo una de las leyes
de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo co-
nocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es
nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte
la undécima edición de la
Encyclopaedia Britannica
lo consi-
dera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George
Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus
historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence
de Arabia y D. H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford.
Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía
americana:
Herman Melville, mariner and mystic;
John Free-
man, en 1926, la biografía crítica
Herman Melville.
La vasta población, las altas ciudades, la errónea y cla-
morosa publicidad, han conspirado para que el gran hom-
bre secreto sea una de las tradiciones de América. Edgar
Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.
MELVILLE Y BARTLEBY
Jorge Luis Borges
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