LIBROS & ARTES
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mira. Peor aún: nadie pue-
de verse en él.
El autor imagina un
momento en que Wake-
field y su mujer se cruzan
en la calle y la multitud los
obliga a chocar y tocarse
por un instante. Incluso se
miran. El cambio que se ha
dado en Wakefield es tan
profundo que ella no lo re-
conoce. Pero en este hom-
bre se desata un huracán
de emociones: «Con el
rostro tan descompuesto
que el Londres atareado y
egoísta se detiene a verlo
pasar, huye a sus habita-
ciones, cierra la puerta
con cerrojo y se tira en la
cama. Los sentimientos
que por años estuvieron
latentes se desbordan y le
confieren un vigor efíme-
ro a su mente endeble. La
miserable anomalía de su
vida se le revela de gol-
pe». Y esa anomalía tiene
tintes de anagnórisis:
Se las había ingeniado
(o más bien, las cosas ha-
bían venido a parar en
esto) para separarse del
mundo, hacerse humo, re-
nunciar a su sitio y privi-
legios entre los vivos, sin
que fuera admitido entre
los muertos. La vida de un
ermitaño no tiene parale-
lo con la suya. Seguía in-
merso en el tráfago de la
ciudad como en los viejos
tiempos, pero las multitu-
des pasaban de largo sin
advertido siquiera. A to-
das horas se encontraba
–digámoslo en sentido fi-
gurado– junto a su mujer
y al pie del fuego, y sin em-
bargo nunca podía sentir
la tibieza del uno ni el
amor de la otra. El insóli-
to destino de Wakefield
fue el de conservar la cuo-
ta original de afectos hu-
manos y verse todavía in-
volucrado en los intereses
de los hombres, mientras
que había perdido su res-
pectiva influencia sobre
unos y otros.
Wakefield cruza la lí-
nea, sí, pero se queda pe-
gado a ella del otro lado.
Y esto, que podría verse
como debilidad o hasta
cobardía, es su signo de
máxima grandeza. Si se
hubiera lanzado a recorrer
el mundo, si hubiera roto
sus raíces, habría sido un
mero tránsfuga, es decir un
hombre que habría ido a
fundar en otro sitio el mis-
mo orden precario que te-
nía en Londres, la misma
falsedad, la misma coarta-
da por el miedo. Pero ahí,
viviendo a una calle de su
antigua casa, atisbando de
lejos a su esposa todos los
días, recorriendo los espa-
cios antes invisibilizados
por la rutina, deja de ser
cómplice del sistema y se
vuelve testigo silencioso.
No ha roto ningún orden,
simplemente se ha puesto
en el margen del suyo y lo
mira desde cierta distan-
cia. En años su mirada se
decanta, pero nadie se be-
neficiará de ella, ni siquie-
ra él mismo. Porque lo
más terrible en la saga de
Wakefield es que nadie se
da cuenta de ella. Pero
qué giro sufre esta frase si
se incluye una mayúscula:
Nadie se da cuenta. Del
hecho real no queda sino
un vago artículo sensacio-
nalista que es leído como
mera curiosidad ... y una
obsesión creciente en un
escritor con la suficiente
destreza para leer la figura,
intuir el huracán que ella
contiene y transmitirlo.
Un día impremedita-
do, Wakefield abre la
puerta de su casa y entra
en ella como si fueran 20
minutos y no 20 años los
que marcaron el término
de su ausencia. En esa ci-
fra se halla la más podero-
sa subversión provocada
por Hawthorne, la suge-
rencia de trasladar la saga
de Wakefield a la de Uli-
ses, e imaginar que este
último nunca partió de
Ítaca y se dedicó, por
ejemplo disfrazado de
mendigo, a espiar su anti-
guo universo y recorrerlo
bajo su verdadera identi-
dad, la de Nadie. Signifi-
cativamente, la ausencia
de ambos personajes dura
lo mismo: Ulises regresa a
casi dos décadas de su sa-
lida de Ítaca: Wakefield es
20 años más viejo cuando
abre esa puerta. Ulises na-
rra una falsa Odisea y es-
cucha con fingido asom-
bro los relatos acerca de lo
que ha sucedido en su au-
sencia, puesto que el pro-
pio Ulises lo ha visto todo
desde una cierta distancia
y ha decidido regresar en
el momento oportuno (o
quizás es también un día
impremeditado). De mo-
do paralelo, ¿Wakefield
contará a su esposa una
enorme mentira, lo sufi-
cientemente compleja y
plena en ardides como para
ser aceptado, volver al «or-
den» y ser hasta su muerte
un «marido ejemplar»?
Hawthorne suspende la
narración en el punto en
que el protagonista abre la
puerta de su casa tras 20
años de ausencia. El últi-
mo párrafo de «Wake-
field» contiene la reflexión
del autor: «En la aparente
confusión de nuestro mun-
do misterioso los indivi-
duos se ajustan con tanta
perfección a un sistema, y
los sistemas unos a otros,
y a un todo, de tal modo
que con sólo dar un paso
a un lado cualquier hom-
bre se expone al pavoroso
riesgo de perder para siem-
pre su lugar. Como Wake-
field, se puede convertir,
por así decirlo, en el Paria
del Universo».
El gran sistema susten-
ta a Nadie y lo hace per-
durar. El supremo acto de
Wakefield, aparentemente
absurdo, es el camino del
máximo rebelde, del des-
castado. Este hombre, que
es Nadie, voluntariamen-
te se convierte, como
Alonso Quijano, en «Me-
nos que Nadie»; antes era
el paria de una mínima
parte de la Tierra y ahora
es el Paria del Universo. La
gigantesca misión de los
que llenan este último ru-
bro es mostrar que la mag-
nitud «Nadie» puede con-
sentir niveles: si hay un
«Menos que Nadie», tam-
bién es postulable un «Más
que Nadie». Con una ex-
traña certeza informe,
Wakefield pierde su lugar
en el sistema; ¿lo mueve
una irracionalidad o un
modo indirecto de la luci-
dez?
Y el lugar que pierde tal
individuo (porque sólo
tras su largo exilio puede
recibir este nombre),
¿dónde está? ¿Cuáles son
las fronteras de la Tierra de
Nadie? La parábola de
Hawthorne despierta una
sospecha terrorífica: esas
fronteras son difusas y
móviles, y retroceden a
cada paso del «Menos que
Nadie». La impactante
«interpretación» de Haw-
thorne equipara al lugar de
cada quien con el Univer-
so mismo: ¿Wakefield no
vive durante 20 años a
unos pasos de su hogar, de
su sitio en el engranaje?
¿Bastan unos pasos para
convertirlo en «paria del
Universo»? ¿No lo era ya
antes, cuando incubaba su
acto rebelde sin saberlo?
Cualquier Nadie que se
vuelve contra el sistema
de Nadie, ¿no será siem-
pre un paria del Univer-
so? El regusto de horror en
el relato de Hawthorne
parte de una sutilísima,
terrible intuición: la Tie-
rra de Nadie bien puede
cubrir la Tierra entera.
NO SOY PARTICULAR
El relato «Bartleby el
escribano. Una historia de
Wall Street» (1853) de
Herman Melville no tiene
como voz narradora la del
hombre a quien el título
refiere, sino la del aboga-
Nathaniel Hawthorne (1804-1864), el genial autor de
La letra escarlata
.