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LIBROS & ARTES

Página 17

mira. Peor aún: nadie pue-

de verse en él.

El autor imagina un

momento en que Wake-

field y su mujer se cruzan

en la calle y la multitud los

obliga a chocar y tocarse

por un instante. Incluso se

miran. El cambio que se ha

dado en Wakefield es tan

profundo que ella no lo re-

conoce. Pero en este hom-

bre se desata un huracán

de emociones: «Con el

rostro tan descompuesto

que el Londres atareado y

egoísta se detiene a verlo

pasar, huye a sus habita-

ciones, cierra la puerta

con cerrojo y se tira en la

cama. Los sentimientos

que por años estuvieron

latentes se desbordan y le

confieren un vigor efíme-

ro a su mente endeble. La

miserable anomalía de su

vida se le revela de gol-

pe». Y esa anomalía tiene

tintes de anagnórisis:

Se las había ingeniado

(o más bien, las cosas ha-

bían venido a parar en

esto) para separarse del

mundo, hacerse humo, re-

nunciar a su sitio y privi-

legios entre los vivos, sin

que fuera admitido entre

los muertos. La vida de un

ermitaño no tiene parale-

lo con la suya. Seguía in-

merso en el tráfago de la

ciudad como en los viejos

tiempos, pero las multitu-

des pasaban de largo sin

advertido siquiera. A to-

das horas se encontraba

–digámoslo en sentido fi-

gurado– junto a su mujer

y al pie del fuego, y sin em-

bargo nunca podía sentir

la tibieza del uno ni el

amor de la otra. El insóli-

to destino de Wakefield

fue el de conservar la cuo-

ta original de afectos hu-

manos y verse todavía in-

volucrado en los intereses

de los hombres, mientras

que había perdido su res-

pectiva influencia sobre

unos y otros.

Wakefield cruza la lí-

nea, sí, pero se queda pe-

gado a ella del otro lado.

Y esto, que podría verse

como debilidad o hasta

cobardía, es su signo de

máxima grandeza. Si se

hubiera lanzado a recorrer

el mundo, si hubiera roto

sus raíces, habría sido un

mero tránsfuga, es decir un

hombre que habría ido a

fundar en otro sitio el mis-

mo orden precario que te-

nía en Londres, la misma

falsedad, la misma coarta-

da por el miedo. Pero ahí,

viviendo a una calle de su

antigua casa, atisbando de

lejos a su esposa todos los

días, recorriendo los espa-

cios antes invisibilizados

por la rutina, deja de ser

cómplice del sistema y se

vuelve testigo silencioso.

No ha roto ningún orden,

simplemente se ha puesto

en el margen del suyo y lo

mira desde cierta distan-

cia. En años su mirada se

decanta, pero nadie se be-

neficiará de ella, ni siquie-

ra él mismo. Porque lo

más terrible en la saga de

Wakefield es que nadie se

da cuenta de ella. Pero

qué giro sufre esta frase si

se incluye una mayúscula:

Nadie se da cuenta. Del

hecho real no queda sino

un vago artículo sensacio-

nalista que es leído como

mera curiosidad ... y una

obsesión creciente en un

escritor con la suficiente

destreza para leer la figura,

intuir el huracán que ella

contiene y transmitirlo.

Un día impremedita-

do, Wakefield abre la

puerta de su casa y entra

en ella como si fueran 20

minutos y no 20 años los

que marcaron el término

de su ausencia. En esa ci-

fra se halla la más podero-

sa subversión provocada

por Hawthorne, la suge-

rencia de trasladar la saga

de Wakefield a la de Uli-

ses, e imaginar que este

último nunca partió de

Ítaca y se dedicó, por

ejemplo disfrazado de

mendigo, a espiar su anti-

guo universo y recorrerlo

bajo su verdadera identi-

dad, la de Nadie. Signifi-

cativamente, la ausencia

de ambos personajes dura

lo mismo: Ulises regresa a

casi dos décadas de su sa-

lida de Ítaca: Wakefield es

20 años más viejo cuando

abre esa puerta. Ulises na-

rra una falsa Odisea y es-

cucha con fingido asom-

bro los relatos acerca de lo

que ha sucedido en su au-

sencia, puesto que el pro-

pio Ulises lo ha visto todo

desde una cierta distancia

y ha decidido regresar en

el momento oportuno (o

quizás es también un día

impremeditado). De mo-

do paralelo, ¿Wakefield

contará a su esposa una

enorme mentira, lo sufi-

cientemente compleja y

plena en ardides como para

ser aceptado, volver al «or-

den» y ser hasta su muerte

un «marido ejemplar»?

Hawthorne suspende la

narración en el punto en

que el protagonista abre la

puerta de su casa tras 20

años de ausencia. El últi-

mo párrafo de «Wake-

field» contiene la reflexión

del autor: «En la aparente

confusión de nuestro mun-

do misterioso los indivi-

duos se ajustan con tanta

perfección a un sistema, y

los sistemas unos a otros,

y a un todo, de tal modo

que con sólo dar un paso

a un lado cualquier hom-

bre se expone al pavoroso

riesgo de perder para siem-

pre su lugar. Como Wake-

field, se puede convertir,

por así decirlo, en el Paria

del Universo».

El gran sistema susten-

ta a Nadie y lo hace per-

durar. El supremo acto de

Wakefield, aparentemente

absurdo, es el camino del

máximo rebelde, del des-

castado. Este hombre, que

es Nadie, voluntariamen-

te se convierte, como

Alonso Quijano, en «Me-

nos que Nadie»; antes era

el paria de una mínima

parte de la Tierra y ahora

es el Paria del Universo. La

gigantesca misión de los

que llenan este último ru-

bro es mostrar que la mag-

nitud «Nadie» puede con-

sentir niveles: si hay un

«Menos que Nadie», tam-

bién es postulable un «Más

que Nadie». Con una ex-

traña certeza informe,

Wakefield pierde su lugar

en el sistema; ¿lo mueve

una irracionalidad o un

modo indirecto de la luci-

dez?

Y el lugar que pierde tal

individuo (porque sólo

tras su largo exilio puede

recibir este nombre),

¿dónde está? ¿Cuáles son

las fronteras de la Tierra de

Nadie? La parábola de

Hawthorne despierta una

sospecha terrorífica: esas

fronteras son difusas y

móviles, y retroceden a

cada paso del «Menos que

Nadie». La impactante

«interpretación» de Haw-

thorne equipara al lugar de

cada quien con el Univer-

so mismo: ¿Wakefield no

vive durante 20 años a

unos pasos de su hogar, de

su sitio en el engranaje?

¿Bastan unos pasos para

convertirlo en «paria del

Universo»? ¿No lo era ya

antes, cuando incubaba su

acto rebelde sin saberlo?

Cualquier Nadie que se

vuelve contra el sistema

de Nadie, ¿no será siem-

pre un paria del Univer-

so? El regusto de horror en

el relato de Hawthorne

parte de una sutilísima,

terrible intuición: la Tie-

rra de Nadie bien puede

cubrir la Tierra entera.

NO SOY PARTICULAR

El relato «Bartleby el

escribano. Una historia de

Wall Street» (1853) de

Herman Melville no tiene

como voz narradora la del

hombre a quien el título

refiere, sino la del aboga-

Nathaniel Hawthorne (1804-1864), el genial autor de

La letra escarlata

.