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LIBROS & ARTES

Página 35

“El escritor tiene en el Perú,

generalmente, un porvenir muy

duro, pero, por lo mismo,

cautiva. El reposo está hecho

para los rentistas”.*

delante, jovencito.

Y entré a la oficina

del director de la Biblio-

teca Municipal de Arequi-

pa. Sentado en un gran si-

llón, detrás de un viejo es-

critorio de madera oscura

repleta de libros y papeles,

el poeta César Atahualpa

Rodríguez me intimidó

con sus ojos de búho.

Tomé asiento. Hacía

como tres meses el profe-

sor de Literatura del Co-

legio San Francisco nos

había sorprendido al dar-

nos a leer un relato que no

tenía título ni nombre del

autor. Fue la primera vez

en mi vida que la lectura

de un texto literario me

produjo un dulce estreme-

cimiento. Esa sensación no

la había provocado ni el

asunto ni el personaje del

cuento. En ese entonces,

la causa de esa sensación,

casi mística, no la podía

precisar. Luego, mi padre,

que era un gran lector, me

dijo que el profesor nos

había dado a leer “El

caballero Carmelo” de

Abraham Valdelomar y

había omitido el título y

el nombre del autor para

estimular nuestro espíritu

de investigación. Como

quería conocer la vida y la

obra de ese tal Valdelo-

mar fui a la Biblioteca Mu-

nicipal. Cuando el poeta

Rodríguez escuchó, desde

su oficina, que un joven

estaba interesado en ese

escritor me invitó a su des-

pacho. Me dijo que había

sido amigo de Abraham y

me enseñó la carta que le

había escrito a raíz de la

publicación de su libro de

poemas

La torre de las pa-

radojas

. En esta segunda

visita, sin decir nada, me

entregó el texto de un re-

lato. Luego me dijo que lo

leyera y continuó con la

clasificación de algunas fi-

chas. Al final de la lectura

volví a sentir ese delicio-

so estremecimiento que

me había provocado “El

caballero Carmelo”. Se

trataba de “Warma Ku-

yay”, de un tal José María

Arguedas. Con esta segun-

da experiencia descubrí

que la causa más profun-

da de esa sensación era el

contacto directo con la

belleza de la palabra que

resumía una compulsión

que salía a flote de lo más

profundo no solo del espí-

ritu sino también del cuer-

po, de los sentidos. A lo

largo de mis ochenta años

de vida, solo he vuelto a

experimentar esa sensa-

ción con

La casa de cartón

de Martín Adán y con

Muerte en Venecia

de Tho-

mas Mann.

Después de algunos

años, cuando me trasladé

a Lima para continuar mis

estudios en el Pedagógico

Nacional de Varones, mi

profesor de Lengua, el poe-

ta Manuel Moreno Jime-

no, me presentó a Argue-

das, que también dictaba

cursos en ese centro edu-

cativo. Ya pueden imagi-

narse la alegría que tuve

al estrechar la mano que

había escrito ese texto de

magia. Cuando el Institu-

to se trasladó a La Cantu-

ta se hizo más frecuente mi

amistad con Arguedas en

conversaciones tanto en la

oficina del poeta o en la

casa que le habían dado en

el campus universitario.

La lectura de sus nove-

las y su conversación me

ayudaron a comprender y

amar el Perú andino, tan

despreciado por los are-

quipeños “decentes”, due-

ños, no de La Ciudad

Blanca, sino de La Ciudad

de los Blancos.

Recuerdo que un do-

mingo, después de una

hermosa amanecida cer-

vecera, cuando salía del

restaurante El Vallecito

que quedaba a orillas del

Rímac, lo vi a Arguedas,

con un sombrero de paja,

acuclillado sobre el suelo

con un grupo de campesi-

nos indígenas que bajaban

de las alturas de Matuca-

na a vender quesos y fru-

tas, ahí no más, cerca del

puente colgante. Yo me

coloqué detrás de un kios-

co para observarlo sin que

él me viera. Arguedas es-

cuchaba atento lo que le

contaban en quechua esos

nativos y luego él se reía,

como un niño, y hablaba

también en quechua. Cla-

ro que yo no entendía,

porque no sé quechua,

pero me deleitaba con la

dulzura del sonido y de la

entonación musical de

esos diálogos. Al día si-

guiente, algunos docentes,

señorones de La Cantuta

de fines de la década del

cincuenta, mostraban su

indignación a través de

soterrados comentarios

sobre la conducta de Ar-

guedas al dar ese espectá-

culo denigrante a la socie-

dad de Chosica de estar

sentado en el suelo rién-

dose y festejando qué co-

sas vaya usted a saber con

indígenas ignorantes y su-

cios y que además estafa-

ban a los incautos que

compraban sus productos

antihigiénicos.

A fines del siglo pasa-

do, cuando dictaba algu-

nos cursos en la Universi-

dad Nacional Federico

Villarreal, un docto profe-

sor de Literatura dio el si-

guiente trabajo a sus

alumnos: Leer

Los ríos pro-

fundos

y señalar los erro-

res de estructura novelís-

tica que Arguedas había

cometido en su novela.

Oswaldo Reynoso

MI MAESTRO

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Gracias, maestro José María Arguedas, por haberme

señalado el camino para encontrar la palabra poética en la

narrativa que exprese y comunique el estremecimiento que se siente

al contemplar la belleza de nuestra cultura popular y al compartir

las alegrías y tristezas de nuestro pueblo milenario.

A

* Cita tomada del texto de Argue-

das sobre el libro

Los inocentes

de

Oswaldo Reynoso.

“La lectura de sus novelas y su conversación me ayudaron a comprender y amar el mundo andino”.