LIBROS & ARTES
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“El escritor tiene en el Perú,
generalmente, un porvenir muy
duro, pero, por lo mismo,
cautiva. El reposo está hecho
para los rentistas”.*
delante, jovencito.
Y entré a la oficina
del director de la Biblio-
teca Municipal de Arequi-
pa. Sentado en un gran si-
llón, detrás de un viejo es-
critorio de madera oscura
repleta de libros y papeles,
el poeta César Atahualpa
Rodríguez me intimidó
con sus ojos de búho.
Tomé asiento. Hacía
como tres meses el profe-
sor de Literatura del Co-
legio San Francisco nos
había sorprendido al dar-
nos a leer un relato que no
tenía título ni nombre del
autor. Fue la primera vez
en mi vida que la lectura
de un texto literario me
produjo un dulce estreme-
cimiento. Esa sensación no
la había provocado ni el
asunto ni el personaje del
cuento. En ese entonces,
la causa de esa sensación,
casi mística, no la podía
precisar. Luego, mi padre,
que era un gran lector, me
dijo que el profesor nos
había dado a leer “El
caballero Carmelo” de
Abraham Valdelomar y
había omitido el título y
el nombre del autor para
estimular nuestro espíritu
de investigación. Como
quería conocer la vida y la
obra de ese tal Valdelo-
mar fui a la Biblioteca Mu-
nicipal. Cuando el poeta
Rodríguez escuchó, desde
su oficina, que un joven
estaba interesado en ese
escritor me invitó a su des-
pacho. Me dijo que había
sido amigo de Abraham y
me enseñó la carta que le
había escrito a raíz de la
publicación de su libro de
poemas
La torre de las pa-
radojas
. En esta segunda
visita, sin decir nada, me
entregó el texto de un re-
lato. Luego me dijo que lo
leyera y continuó con la
clasificación de algunas fi-
chas. Al final de la lectura
volví a sentir ese delicio-
so estremecimiento que
me había provocado “El
caballero Carmelo”. Se
trataba de “Warma Ku-
yay”, de un tal José María
Arguedas. Con esta segun-
da experiencia descubrí
que la causa más profun-
da de esa sensación era el
contacto directo con la
belleza de la palabra que
resumía una compulsión
que salía a flote de lo más
profundo no solo del espí-
ritu sino también del cuer-
po, de los sentidos. A lo
largo de mis ochenta años
de vida, solo he vuelto a
experimentar esa sensa-
ción con
La casa de cartón
de Martín Adán y con
Muerte en Venecia
de Tho-
mas Mann.
Después de algunos
años, cuando me trasladé
a Lima para continuar mis
estudios en el Pedagógico
Nacional de Varones, mi
profesor de Lengua, el poe-
ta Manuel Moreno Jime-
no, me presentó a Argue-
das, que también dictaba
cursos en ese centro edu-
cativo. Ya pueden imagi-
narse la alegría que tuve
al estrechar la mano que
había escrito ese texto de
magia. Cuando el Institu-
to se trasladó a La Cantu-
ta se hizo más frecuente mi
amistad con Arguedas en
conversaciones tanto en la
oficina del poeta o en la
casa que le habían dado en
el campus universitario.
La lectura de sus nove-
las y su conversación me
ayudaron a comprender y
amar el Perú andino, tan
despreciado por los are-
quipeños “decentes”, due-
ños, no de La Ciudad
Blanca, sino de La Ciudad
de los Blancos.
Recuerdo que un do-
mingo, después de una
hermosa amanecida cer-
vecera, cuando salía del
restaurante El Vallecito
que quedaba a orillas del
Rímac, lo vi a Arguedas,
con un sombrero de paja,
acuclillado sobre el suelo
con un grupo de campesi-
nos indígenas que bajaban
de las alturas de Matuca-
na a vender quesos y fru-
tas, ahí no más, cerca del
puente colgante. Yo me
coloqué detrás de un kios-
co para observarlo sin que
él me viera. Arguedas es-
cuchaba atento lo que le
contaban en quechua esos
nativos y luego él se reía,
como un niño, y hablaba
también en quechua. Cla-
ro que yo no entendía,
porque no sé quechua,
pero me deleitaba con la
dulzura del sonido y de la
entonación musical de
esos diálogos. Al día si-
guiente, algunos docentes,
señorones de La Cantuta
de fines de la década del
cincuenta, mostraban su
indignación a través de
soterrados comentarios
sobre la conducta de Ar-
guedas al dar ese espectá-
culo denigrante a la socie-
dad de Chosica de estar
sentado en el suelo rién-
dose y festejando qué co-
sas vaya usted a saber con
indígenas ignorantes y su-
cios y que además estafa-
ban a los incautos que
compraban sus productos
antihigiénicos.
A fines del siglo pasa-
do, cuando dictaba algu-
nos cursos en la Universi-
dad Nacional Federico
Villarreal, un docto profe-
sor de Literatura dio el si-
guiente trabajo a sus
alumnos: Leer
Los ríos pro-
fundos
y señalar los erro-
res de estructura novelís-
tica que Arguedas había
cometido en su novela.
Oswaldo Reynoso
MI MAESTRO
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
Gracias, maestro José María Arguedas, por haberme
señalado el camino para encontrar la palabra poética en la
narrativa que exprese y comunique el estremecimiento que se siente
al contemplar la belleza de nuestra cultura popular y al compartir
las alegrías y tristezas de nuestro pueblo milenario.
A
* Cita tomada del texto de Argue-
das sobre el libro
Los inocentes
de
Oswaldo Reynoso.
“La lectura de sus novelas y su conversación me ayudaron a comprender y amar el mundo andino”.