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Página 34

LIBROS & ARTES

movimiento político, sino

de una corriente de opi-

nión que es tributaria –a

veces ignorando sus fuen-

tes– del pensamiento radi-

cal e indigenista de los

años 20 del siglo pasado.

La convicción de que la

cultura popular andina es

la matriz legítima de lo

nacional, la percepción

del Incario como un régi-

men justo y la certidum-

bre de que en el Perú las

tradiciones más antiguas y

firmes son de signo colec-

tivista han sobrevivido al

colapso que, a principios

de los años 90 del siglo

pasado, sufrió toda la iz-

quierda de inspiración

marxista.

En

La utopía arcaica

,

Mario Vargas Llosa litiga

con esa visión y esa estruc-

tura de sensibilidad, que

están en la otra orilla del

modelo de modernidad

–sustentado en la fusión

del libre mercado con la

democracia representati-

va– que él respalda. A ese

bando adverso le disputa

la persona y la obra de José

María Arguedas. Así, la

contienda no ocurre en el

terreno del canon litera-

rio, sino en el de la socie-

dad civil y la imagen del

país. Vargas Llosa no ex-

cluye a Arguedas y, de

hecho, no solo lo reivin-

dica como creador de fic-

ciones, sino que lo inclu-

ye en un retrato de grupo,

el de esa “familia espiri-

tual” con la cual renueva

sus lazos en cada relectura

y a la que nombra al ini-

cio de

La utopía arcaica

.

Por otro lado, al incluirlo

en el círculo de sus auto-

res, desplaza y retira a José

María Arguedas del sitio

simbólico que el autor de

El zorro de arriba y el zorro

de abajo

quiso ocupar en

la posteridad con su figu-

ra y sus libros. El homena-

je del creador de

La casa

verde

al de

Los ríos profun-

dos

es, al mismo tiempo,

entrañable y visceral: a lo

largo de las décadas, Ma-

rio Vargas Llosa no solo

dialoga con las palabras y

la presencia de José María

Arguedas, sino que en esa

conversación apasionada

discute consigo mismo y

con una parte de la socie-

dad peruana.

más, el motivo del sacrifi-

cio se puede conectar con

el mito de Inkarri, que

Arguedas recogió en Pu-

quio, no muy lejos de don-

de la geografía de la fic-

ción sitúa a Nacos: en la

versión que recogió Ar-

guedas, los restos despeda-

zados del Inca Rey habrían

de juntarse para, mesiáni-

camente, enderezar un

mundo que en la expe-

riencia de los runas –los

habitantes autóctonos de

los Andes– se habría pues-

to de cabeza con el trau-

ma de la Conquista.

Lituma en los Andes

pre-

cede en tres años a

La uto-

pía arcaica

, pero los textos

que Vargas Llosa incorpo-

ra a este último volumen

se pueden rastrear hasta

mediados de la década del

70. No era, en todo caso,

un comentario nuevo el

que se lee en “Entre sapos

y halcones”, el cuarto de

los veinte capítulos de

La

utopía arcaica

: “Tomar al

pie de la letra lo que Ar-

guedas decía sobre lo que

escribió ha llevado a mu-

chos –a mi mismo, en una

época– a pensar que el

mérito de sus libros está en

que ellos muestran más

verazmente la realidad in-

dia que los de otros escri-

tores indigenistas. Es decir,

en el documentalismo de

su ficción» (83). El vere-

dicto sobre su posición

anterior no parece del

todo exacto, pues lo que

Vargas Llosa resaltaba en

1963 era un logro del arte

verbal: Arguedas había

logrado fraguar en caste-

llano un modo de sugerir

–como sostuvo Alberto

Escobar en

Arguedas o la

utopía de la lengua

– la co-

presencia del quechua.

Esa elaboración estilística

y estética, y no meramen-

te el hecho de ser testigo

y parte de una cultura sub-

alterna, era lo que eleva-

ba al autor de

Agua

,

Yawar

fiesta

y

Los ríos profundos

sobre los escritores que

antes que él habían situa-

do sus ficciones en el mun-

do andino. Ya en 1963,

Vargas Llosa apreciaba en

Arguedas la resolución for-

mal, en el cuerpo mismo

de su palabra, de las ten-

siones, fricciones y desen-

cuentros que, en el Perú,

se derivaban del someti-

miento del quechua y de

la mayoría de sus hablan-

tes. Ficción de la lengua,

el estilo transculturado de

Arguedas no era un refle-

jo de la realidad bilingüe

y de las prácticas diglósi-

cas en los Andes peruanos.

Se trataba, por el contra-

rio, de una construcción

altamente imaginativa.

Paradójicamente, el artifi-

cio del escritor generaba

un efecto de autenticidad:

de ahí que Vargas Llosa

afirmara que Arguedas

había conseguido “recrear

en español el mundo ínti-

mo del indio”. En esa vi-

sión, José María Arguedas

era un intérprete y un me-

diador: con Vallejo, uno

de los primeros escritores

de una nación posible en

la que se superara el abis-

mo político y cultural en-

tre la Costa –occidental,

criolla, hispanoparlante– y

la Sierra –autóctona, india

o mestiza, quechuahablan-

te o bilingüe–.

En

La utopía arcaica

, la

tesis de Vargas Llosa sobre

la obra de Arguedas tam-

bién se centra en la capa-

cidad de la escritura para

representar “el mundo ín-

timo”, pero este no es ya

el de un sujeto colectivo,

sino el del propio Argue-

das: “Mostrar la verdad

andina, enmendar a los

escritores que habían des-

figurado al indio son de-

claraciones de buena in-

tención. Y, algo distinto,

las obras que fraguaron, en

un proceso del que Argue-

das sólo podía ser parcial-

mente conciente, sus sen-

timientos solidarios, su

imaginación y ese sustra-

to de experiencias trastor-

nadoras que se formó so-

bre todo en su infancia. Lo

cierto es que partiendo de

un conocimiento más di-

recto y descarnado de la

sierra que los modernistas

o los primeros indigenistas,

Arguedas no desfiguró

menos la realidad de los

Andes. Su obra, en la me-

dida que es literatura,

constituye una negación

radical del mundo que la

inspira: una hermosa men-

tira” (84).

El filo polémico de esa

afirmación es notorio,

como lo es también que

ella reitera lo que muchas

veces ha escrito Vargas

Llosa sobre la condición

del escritor y la índole de

lo literario. En ocasiones,

esas ideas se extienden

hasta a quienes no cono-

cieron ni usaron la escri-

tura alfabética. Así, en el

ensayo introductorio de

La

verdad de las mentiras

, Var-

gas Llosa apunta categóri-

camente que la sabiduría

de los amautas –la elite

intelectual del Incario– “se

aplicaba fundamental-

mente a esta superchería:

convertir la ficción en his-

toria” (17). Esto va dema-

siado lejos, sin duda, aun

en los mismos términos

trazados por el propio es-

critor: después de todo, el

mito no es ni crónica ni

poesía, sino que corres-

ponde a otro orden de co-

nocimiento. Como sea, la

fórmula paradójica que

define la ficción como

“mentira verdadera” sirve,

en

La utopía arcaica

, para

delimitar el dominio pro-

pio de la literatura: este no

es otro que el de la crea-

ción de realidades alterna-

tivas a través de artificios

verbales.

Este tercer momento

de la lectura que Vargas

Llosa hace de Arguedas

ocurre pocos años después

del suicidio de este, en

1969, y cuando el autor

de

La ciudad y los perros

ha

roto con la revolución cu-

bana y la izquierda. La con-

tienda entre la voluntad

creadora y el llamado de

la muerte está agónica-

mente inscrita en los dia-

rios que –a modo de con-

trapunto y complemento

de la fábula– se intercalan

en

El zorro de arriba y el

zorro de abajo,

la novela

póstuma y extrema de

Arguedas. Las causas de la

decisión final del escritor

son múltiples y oscuras,

pero lo incuestionable es

que Arguedas pone en es-

cena su propia muerte y la

ofrenda a la ‘nueva iz-

quierda’ peruana de los

años 60: el llamado “¿Úl-

timo diario?” se cierra con

el guión tentativo de esa

ceremonia fúnebre que

habría de convertirse en

un acto político contesta-

tario. Difunto el hombre,

renació imaginariamente

como ícono –con José

Carlos Mariátegui y César

Vallejo– no solo de un

El puerto de Chimbote, la capital de todas las sangres.