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LIBROS & ARTES
movimiento político, sino
de una corriente de opi-
nión que es tributaria –a
veces ignorando sus fuen-
tes– del pensamiento radi-
cal e indigenista de los
años 20 del siglo pasado.
La convicción de que la
cultura popular andina es
la matriz legítima de lo
nacional, la percepción
del Incario como un régi-
men justo y la certidum-
bre de que en el Perú las
tradiciones más antiguas y
firmes son de signo colec-
tivista han sobrevivido al
colapso que, a principios
de los años 90 del siglo
pasado, sufrió toda la iz-
quierda de inspiración
marxista.
En
La utopía arcaica
,
Mario Vargas Llosa litiga
con esa visión y esa estruc-
tura de sensibilidad, que
están en la otra orilla del
modelo de modernidad
–sustentado en la fusión
del libre mercado con la
democracia representati-
va– que él respalda. A ese
bando adverso le disputa
la persona y la obra de José
María Arguedas. Así, la
contienda no ocurre en el
terreno del canon litera-
rio, sino en el de la socie-
dad civil y la imagen del
país. Vargas Llosa no ex-
cluye a Arguedas y, de
hecho, no solo lo reivin-
dica como creador de fic-
ciones, sino que lo inclu-
ye en un retrato de grupo,
el de esa “familia espiri-
tual” con la cual renueva
sus lazos en cada relectura
y a la que nombra al ini-
cio de
La utopía arcaica
.
Por otro lado, al incluirlo
en el círculo de sus auto-
res, desplaza y retira a José
María Arguedas del sitio
simbólico que el autor de
El zorro de arriba y el zorro
de abajo
quiso ocupar en
la posteridad con su figu-
ra y sus libros. El homena-
je del creador de
La casa
verde
al de
Los ríos profun-
dos
es, al mismo tiempo,
entrañable y visceral: a lo
largo de las décadas, Ma-
rio Vargas Llosa no solo
dialoga con las palabras y
la presencia de José María
Arguedas, sino que en esa
conversación apasionada
discute consigo mismo y
con una parte de la socie-
dad peruana.
más, el motivo del sacrifi-
cio se puede conectar con
el mito de Inkarri, que
Arguedas recogió en Pu-
quio, no muy lejos de don-
de la geografía de la fic-
ción sitúa a Nacos: en la
versión que recogió Ar-
guedas, los restos despeda-
zados del Inca Rey habrían
de juntarse para, mesiáni-
camente, enderezar un
mundo que en la expe-
riencia de los runas –los
habitantes autóctonos de
los Andes– se habría pues-
to de cabeza con el trau-
ma de la Conquista.
Lituma en los Andes
pre-
cede en tres años a
La uto-
pía arcaica
, pero los textos
que Vargas Llosa incorpo-
ra a este último volumen
se pueden rastrear hasta
mediados de la década del
70. No era, en todo caso,
un comentario nuevo el
que se lee en “Entre sapos
y halcones”, el cuarto de
los veinte capítulos de
La
utopía arcaica
: “Tomar al
pie de la letra lo que Ar-
guedas decía sobre lo que
escribió ha llevado a mu-
chos –a mi mismo, en una
época– a pensar que el
mérito de sus libros está en
que ellos muestran más
verazmente la realidad in-
dia que los de otros escri-
tores indigenistas. Es decir,
en el documentalismo de
su ficción» (83). El vere-
dicto sobre su posición
anterior no parece del
todo exacto, pues lo que
Vargas Llosa resaltaba en
1963 era un logro del arte
verbal: Arguedas había
logrado fraguar en caste-
llano un modo de sugerir
–como sostuvo Alberto
Escobar en
Arguedas o la
utopía de la lengua
– la co-
presencia del quechua.
Esa elaboración estilística
y estética, y no meramen-
te el hecho de ser testigo
y parte de una cultura sub-
alterna, era lo que eleva-
ba al autor de
Agua
,
Yawar
fiesta
y
Los ríos profundos
sobre los escritores que
antes que él habían situa-
do sus ficciones en el mun-
do andino. Ya en 1963,
Vargas Llosa apreciaba en
Arguedas la resolución for-
mal, en el cuerpo mismo
de su palabra, de las ten-
siones, fricciones y desen-
cuentros que, en el Perú,
se derivaban del someti-
miento del quechua y de
la mayoría de sus hablan-
tes. Ficción de la lengua,
el estilo transculturado de
Arguedas no era un refle-
jo de la realidad bilingüe
y de las prácticas diglósi-
cas en los Andes peruanos.
Se trataba, por el contra-
rio, de una construcción
altamente imaginativa.
Paradójicamente, el artifi-
cio del escritor generaba
un efecto de autenticidad:
de ahí que Vargas Llosa
afirmara que Arguedas
había conseguido “recrear
en español el mundo ínti-
mo del indio”. En esa vi-
sión, José María Arguedas
era un intérprete y un me-
diador: con Vallejo, uno
de los primeros escritores
de una nación posible en
la que se superara el abis-
mo político y cultural en-
tre la Costa –occidental,
criolla, hispanoparlante– y
la Sierra –autóctona, india
o mestiza, quechuahablan-
te o bilingüe–.
En
La utopía arcaica
, la
tesis de Vargas Llosa sobre
la obra de Arguedas tam-
bién se centra en la capa-
cidad de la escritura para
representar “el mundo ín-
timo”, pero este no es ya
el de un sujeto colectivo,
sino el del propio Argue-
das: “Mostrar la verdad
andina, enmendar a los
escritores que habían des-
figurado al indio son de-
claraciones de buena in-
tención. Y, algo distinto,
las obras que fraguaron, en
un proceso del que Argue-
das sólo podía ser parcial-
mente conciente, sus sen-
timientos solidarios, su
imaginación y ese sustra-
to de experiencias trastor-
nadoras que se formó so-
bre todo en su infancia. Lo
cierto es que partiendo de
un conocimiento más di-
recto y descarnado de la
sierra que los modernistas
o los primeros indigenistas,
Arguedas no desfiguró
menos la realidad de los
Andes. Su obra, en la me-
dida que es literatura,
constituye una negación
radical del mundo que la
inspira: una hermosa men-
tira” (84).
El filo polémico de esa
afirmación es notorio,
como lo es también que
ella reitera lo que muchas
veces ha escrito Vargas
Llosa sobre la condición
del escritor y la índole de
lo literario. En ocasiones,
esas ideas se extienden
hasta a quienes no cono-
cieron ni usaron la escri-
tura alfabética. Así, en el
ensayo introductorio de
La
verdad de las mentiras
, Var-
gas Llosa apunta categóri-
camente que la sabiduría
de los amautas –la elite
intelectual del Incario– “se
aplicaba fundamental-
mente a esta superchería:
convertir la ficción en his-
toria” (17). Esto va dema-
siado lejos, sin duda, aun
en los mismos términos
trazados por el propio es-
critor: después de todo, el
mito no es ni crónica ni
poesía, sino que corres-
ponde a otro orden de co-
nocimiento. Como sea, la
fórmula paradójica que
define la ficción como
“mentira verdadera” sirve,
en
La utopía arcaica
, para
delimitar el dominio pro-
pio de la literatura: este no
es otro que el de la crea-
ción de realidades alterna-
tivas a través de artificios
verbales.
Este tercer momento
de la lectura que Vargas
Llosa hace de Arguedas
ocurre pocos años después
del suicidio de este, en
1969, y cuando el autor
de
La ciudad y los perros
ha
roto con la revolución cu-
bana y la izquierda. La con-
tienda entre la voluntad
creadora y el llamado de
la muerte está agónica-
mente inscrita en los dia-
rios que –a modo de con-
trapunto y complemento
de la fábula– se intercalan
en
El zorro de arriba y el
zorro de abajo,
la novela
póstuma y extrema de
Arguedas. Las causas de la
decisión final del escritor
son múltiples y oscuras,
pero lo incuestionable es
que Arguedas pone en es-
cena su propia muerte y la
ofrenda a la ‘nueva iz-
quierda’ peruana de los
años 60: el llamado “¿Úl-
timo diario?” se cierra con
el guión tentativo de esa
ceremonia fúnebre que
habría de convertirse en
un acto político contesta-
tario. Difunto el hombre,
renació imaginariamente
como ícono –con José
Carlos Mariátegui y César
Vallejo– no solo de un
El puerto de Chimbote, la capital de todas las sangres.