LIBROS & ARTES
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dido y de prestigio inter-
nacional, a Arguedas lo
apreciaba un círculo mi-
noritario y local, aunque
de primera fila. En ese cír-
culo estaba Westphalen,
así como quienes partici-
paban –el pintor Fernan-
do de Szysslo, entre ellos–
en las tertulias de la Peña
Pancho Fierro, que animó
la mortecina vida cultural
de la Lima de los años 40
del siglo pasado.
En 1954, Arguedas ree-
ditó los cuentos de su pri-
mera colección,
Agua
(1935), en un volumen
que incluía también una
nouvelle
hasta entonces in-
édita,
Diamantes y peder-
nales
. Con ese texto vio-
lento y lírico cierra Argue-
das un hiato de trece años,
al menos en lo que corres-
ponde a la publicación de
ficciones narrativas, pues
en 1941 había salido de la
imprenta
Yawar fiesta
, la
novela que presentó al
concurso interamericano
de la editorial Farrar &
Rinehart en el cual el pri-
mer premio le fue conce-
dido a
El mundo es ancho
y ajeno
. En 1955, cuando
Vargas Llosa lo entrevistó
para el suplemento El Do-
minical de
El Comercio
,
apareció en esa misma pu-
blicación el cuento “Los
hermanos Arango”, que le
valió a Arguedas el primer
premio de un concurso
convocado por el periódi-
co mexicano
El Nacional
.
A propósito de la conver-
sación impresa y del efec-
to que al artista adoles-
cente le causó el autor
andino, se lee esta otra
versión en las memorias de
Vargas Llosa. Es así como
recuerda el episodio en
El
pez en el agua
(1993): “El
primer entrevistado fue
José María Arguedas. To-
davía no se había publica-
do
Los ríos profundos
, pero
ya había en torno al autor
de
Yawar fiesta
y
Diaman-
tes y pedernales
(editado no
hacía mucho por Mejía
Baca) un cierto culto,
como un narrador de fino
lirismo e íntimo conoce-
dor del mundo indio. Me
sorprendió lo tímido y
modesto que era, lo mu-
cho que desconocía la li-
teratura moderna, y sus
temores y vacilaciones.
Me hizo mostrarle la en-
trevista una vez redactada,
en la que corrigió varias
cosas, y luego envió una
carta a Abelardo, pidien-
do que no se publicara,
pues no quería hacer su-
frir a nadie con ella (por
alusiones al hermanastro
que lo había atormentado
en su infancia). La carta
llegó cuando la entrevista
ya estaba impresa. Argue-
das no se molestó por ello
y me envió una notita ca-
riñosa, agradeciéndome lo
bien que hablaba de su
persona y de su obra»
(344).
El ánimo del escritor
inédito –a sus 19 años, a
Vargas Llosa le faltaban
aún cuatro para publicar
su primer libro,
Los jefes
–
no era beligerante hacia
Arguedas. En el frágil tin-
glado del ambiente litera-
rio peruano, la figura más
influyente e importante
era entonces Sebastián
Salazar Bondy: dramatur-
go, antologador, crítico,
narrador, poeta y periodis-
ta, Salazar Bondy cumplía
con versatilidad la función
de animador cultural y ár-
bitro del gusto. “Como
todo joven aspirante a es-
critor, yo practicaba el
parricidio, y Salazar Bon-
dy, por lo activo y múlti-
ple que era –él parecía re-
presentar a ratos toda la
vida cultural del Perú–,
resultaba el ‘padre’ al que
mi generación tenía que
sepultar a fin de cobrar
una personalidad propia, y
estaba muy de moda ata-
carlo” (
El pez en el agua
,
346). Vale la pena notar
que, a los 44 años, José
María Arguedas estaba le-
jos de proyectar una som-
bra incómoda sobre los
jóvenes con ambiciones o
vocación literarias: la que-
rella de las generaciones
no lo involucraba, sobre
todo cuando el realismo
urbano –ilustrado en los
relatos de
Lima, hora cero
,
de Enrique Congrains, y
de
Los gallinazos sin plumas
,
de Julio Ramón Ribeyro–
atraía a casi todos los nue-
vos narradores.
En 1963 puede mar-
carse otro hito en la recep-
ción (y la divulgación)
que Mario Vargas Llosa
hace de la obra de Argue-
das. “José María Arguedas
descubre el indio auténti-
co” es un título que, por
su énfasis, parece un titu-
lar: la revelación de una
primicia. El artículo apa-
reció por primera vez en
la revista uruguaya
Mar-
cha
, cuyo peso y prestigio
entre la intelectualidad
progresista de los años 60
del siglo pasado son difí-
ciles de exagerar. Por si
fuera poco, fue reproduci-
do en publicaciones del
Perú, México y Cuba.
Vargas Llosa, con
La ciu-
dad y los perros
, era a los
27 años una revelación li-
teraria a los dos lados del
Atlántico y, de paso, el
rostro más joven del fenó-
meno artístico y editorial
que pronto se conocería
como el
boom
. Así, las cre-
denciales del escritor que
presentaba a José María
Arguedas ante los lectores
latinoamericanos no se
parecían a las del joven
que casi una década antes,
entre sus varios empleos
alimenticios, había entre-
vistado al autor que aún
no publicaba la más logra-
da de sus novelas. En gran
medida,
La utopía arcaica
es una refutación del bre-
ve artículo de 1963 con el
cual –en la huella de “El
proceso de la literatura”,
el más extenso de los
Siete
ensayos de interpretación de
la realidad peruana
, de José
Carlos Mariátegui– Vargas
Llosa practica la crítica li-
teraria en la clave de la
construcción simbólica de
lo nacional.
El hispanismo moder-
nista y el indigenismo van-
guardista habrían sido, se-
gún Vargas Llosa, dos ma-
neras epidérmicas y uni-
laterales de representar la
sociedad peruana. “Los
primeros en superar estas
contradicciones y romper
el círculo vicioso en que
giraba la literatura perua-
na fueron César Vallejo,
en poesía, y José María
Arguedas, en narrativa”,
afirma en 1963 Vargas
Llosa. En otro pasaje, ase-
gura: “En sus novelas y
cuentos, José María Ar-
guedas consigue –el pri-
mero en América Latina–
reemplazar los indios abs-
tractos y subjetivos que
crearon modernistas e in-
digenistas, por personajes
reales, es decir, seres con-
cretos, objetivos, situados
social e históricamente”.
Ese mérito fundacional no
se debía únicamente a la
historia personal y a la for-
mación de Arguedas: “En
efecto, no bastaba cono-
cer de cerca al hombre de
los Andes y hablar su len-
gua. Había que encontrar
un estilo que permitiese
reconstituir en español y
dentro de perspectivas
culturales occidentales, un
mundo cuyas raíces pro-
fundas son diferentes y
hasta opuestas a las nues-
tras. El obstáculo principal,
claro está, era el idioma”.
La cuestión de la autenti-
cidad se decide en el te-
rreno de la verosimilitud
y esta, a su vez, es una fun-
ción de la representación
de la otra lengua (o, me-
jor dicho, de la lengua del
otro): “Arguedas ha con-
seguido llevar a los lecto-
res de habla española una
traducción
del lenguaje
propio del indio. Y de este
modo pudo, a la vez, re-
crear en español el mun-
do íntimo del indio, su sen-
sibilidad, su sicología, su
conciencia mítica: ya sa-
bemos que todas las carac-
terísticas emocionales y
espirituales de un pueblo
se hallan representadas en
su lengua”.
Vargas Llosa escribió
su apología de Arguedas
mientras se afanaba en la
escritura de
La casa verde
(1966), donde la dicción
de personajes de la costa
y la selva peruanas decla-
ra la idiosincrasia y la pro-
cedencia de estos. El én-
fasis en la verosimilitud lin-
güística revela, implícita-
mente, una preocupación
de compañero de oficio.
Por lo demás, Lituma, el
más itinerante y recurren-
te de los personajes de
Vargas Llosa, aparece por
primera vez en
La casa ver-
de
destacado como sar-
gento a la localidad ama-
zónica de Santa María de
Nieva. Un pliegue de la
temporalidad permite que
en la historia de
Lituma en
los Andes
(1993), pese a
estar situada en los años 80
del siglo pasado, la hoja de
servicios del policía no in-
cluya aún su paso por la
selva: es al término de su
temporada en Nacos, ese
ambiguo y letal pueblo de
la sierra, que a Lituma se
le comunica su ascenso y
su próximo destino: “A
qué no adivina dónde lo
mandan, mi cabo. Mejor
dicho, mi sargento. El
muchacho le alcanzó el
papel, con el membrete de
la compañía constructora.
A menos que le estén ha-
ciendo una pasada. A San-
ta María de Nieva, de jefe
de puesto ¡Felicitaciones,
mi sargento!”.
Comparada con
La ca-
sa verde
,
Lituma en los An-
des
es un esfuerzo menor,
que invoca paródicamen-
te las convenciones del
relato policial e injerta en
un escenario andino, con
ánimo provocador y hu-
mor macabro, una adap-
tación truculenta del mito
griego de Dionisos y las
bacantes: Nacos es un
Naxos esperpéntico, ver-
náculo y paupérrimo. El
cantinero Dionisio y su
esposa, Ariadna, inician a
los trabajadores que abren
el tramo trunco de una
carretera en los misterios
del canibalismo ritual y
orgiástico: los cuerpos de
los tres desaparecidos no
han sido pasto de la gue-
rra sucia entre Sendero
Luminoso y las fuerzas del
Estado, sino de una prác-
tica excéntrica y una mi-
tología exótica. El giro iró-
nico y la estilización gro-
tesca son, así, ostensibles.
Es en el seno mismo de la
zona andina, que para el
imaginario peruano es el
ámbito de los mitos ances-
trales, donde se incrusta
satíricamente una cita de
otra tradición. Por lo de-