LIBROS & ARTES
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del surrealismo. Todos los
del círculo lo eran, pero en
Emilio ese humanismo era
quizá más agudo. Tal vez por
eso él fue el único, con mi
padre, que cultivó la amis-
tad de todos ellos, indianis-
tas y surrealistas.
Con diferente estilo y
énfasis, los miembros del cír-
culo compartían una ética y
una estética común. La pri-
mera consistía en una bús-
queda constante de la ver-
dad y la palabra justa para
decirla. La segunda se mani-
festaba en el cultivo de su
capacidad de amar lo hermo-
so, que para ellos coincidía
con la verdad. Fueron fieles
hasta la muerte a esos dos
valores.
El círculo tenía al menos
un ídolo común, Proust y
En
busca del tiempo perdido
. Para
ellos la humanidad se divi-
día en dos, la que había leí-
do a Proust y la que tenía la
desdicha de ignorarlo o la
torpeza de no estar en con-
diciones de seguir los larguí-
simos enredos de la acción y
de estilo de esa gran novela.
Para penetrar en el mundo
de Proust había que saber o
aprender francés. Todos los
del círculo eran afrancesados,
aunque en diferente grado y
matiz. Arguedas y mi padre
tenían otros ídolos y de toda
buena novela. Aunque tam-
bién tenían sus aversiones:
Moro detestaba a Cervantes
y ¨Las historias del viejito
loco¨. Mi padre en cambio
lo leía con frecuencia. Mi
padre y Emilio compartían
una verdadera devoción por
los místicos españoles. Mar-
got y mi padre eran casi ex-
pertos en literatura inglesa.
Conocemos la vida y
obras extraordinarias de
Emilio, Moro y Arguedas,
pero no las de los otros
miembros del círculo que los
alentaron y, en cierto senti-
do, formaron. Era gente tan
singular que no podía tener
un destino vulgar. Margot
despreció París y una cómo-
da situación para quedarse
en Lima y vivir con un hom-
bre pobre, porque ¿quién
confiaba entonces en un abo-
gadomedio comunista? Che-
pa Valencia dejó su Chile
natal y pasó el resto de su
larga vida confeccionando
muñecas de trapo al lado de
Federico Schwab. Federico
vino al Perú por casualidad.
Cuando se iba a embarcar,
se dio cuenta que no llevaba
pasta dental. Salió a com-
prarla a una tienda vecina y,
al instante, quedó prendado
de la muchacha que le ven-
dió el dentífrico. Perdió el
barco que iba a Argentina,
donde él pensaba radicarse o,
simplemente, pasear. Traba-
jó en el puerto, y cuando re-
unió la plata para el pasaje
tomó el primer barco; este
no se dirigía a la Argentina
sino al Perú. Gustaba repe-
tir que por un dentífrico
vino a esta tierra que amó
tanto. Llegó a Lima por los
años veinte del siglo pasado.
En Lima logró ser el mejor
librero de su tiempo. Alicia
Bustamante reunió una de
las más completas coleccio-
nes de objetos de arte popu-
lar serrano. Ella y su herma-
na Celia cuidaron, disfruta-
ron y sufrieron a Arguedas,
desde sus primeros escritos
hasta
Todas las sangres
. Ju-
dith cuidó, disfrutó y sufrió
a Emilio, pintó unos cuadros
abstractos de rara belleza y
creó a unas hijas tan logra-
das como sus pinturas.
Era un círculo unido por
ciertas ideas artísticas, por
una concepción estética de
la vida y por una ética en
torno a la verdad y a su pa-
labra. Sin embargo, no era
un círculo de amigos. Más
bien era una red de relacio-
nes de amistad. En esa red,
unos tenían más lazos que
otros. Quien ocupaba el lu-
gar central era quizá Emilio
y, en menor medida, mi pa-
dre. Emilio fue el amigo en-
trañable de todos los miem-
bros del círculo, de los hom-
bres y de sus mujeres. Argue-
das y Moro ocuparon con ese
conjunto un lugar más bien
marginal. No se debía tanto
a su temperamento como a
sus posiciones, más radica-
les que el resto. Si bien Ar-
guedas no era realmente un
indigenista, lo defendía. Cri-
ticaba la superficialidad de
los escritores indigenistas
pero no el indigenismo en
tanto escuela. César no de-
jaba de burlarse de los “en-
salzadores de indios”. Argue-
das buscaba la belleza de la
vida en el mundo exterior,
en la gente humilde o sabia
como Emilio. César lo hacía
explorando su mundo inte-
rior, el de sus fantasías y vi-
siones.
Arguedas admiraba mu-
chas cosas de la vida tal como
eran. Moro era un irreveren-
te compulsivo de todo (de-
jando aparte, claro, los ído-
los: Proust y los surrealistas).
No podían ser amigos, pero
ambos lo eran de Emilio y
de algunos del círculo, pues,
repetimos, coincidían en una
misma ética y en una con-
cepción estética de la vida.
Ninguno del círculo sopor-
taba la falsedad, las palabras
mal dichas, los aspectos sór-
didos o grises de la vida.
Moro distinguía, como
Margot, la caricatura del in-
dio hecha por los indigenis-
tas y al indio concreto, que
solía ser hermoso e inteli-
gente a pesar de la explota-
ción y el aislamiento que
sufría. Así lo afirma Moro
en su ensayo “A propósito
de la pintura en el Perú”:
“Pero hay un indio [el con-
creto, no el de los indige-
nistas] que es bestia de car-
ga en competencia con la
llama esbelta; un indio igual
a todos los hombres explo-
tados; un indio que puede
tener y tiene, innumerables
veces, una impecable belle-
za clásica”. (César Moro.
Los anteojos de azufre
, Lima,
1958, página 20).
En este artículo Moro,
paradójico, muestra atacan-
do al indigenismo que co-
mulgaba con algunos de sus
postulados o prejuicios: tam-
bién él admiraba al indio y
detestaba lo hispánico. De-
nuncia la explotación del
indio y su utilización por
unos señores que dicen de-
fenderlo. Para él, los indige-
nistas son traficantes y adul-
teradores del indio:
“El problema de la pin-
tura en el Perú ha tomado
los caracteres más odiosos en
su forma y contenido; una
vaguedad débil mental cubre
la nitidez de los fines o fin
propuestos. Se trata de ver
claro a través de las volutas
imponentes de este nuevo
esoterismo: la pintura indi-
genista, cuya cruzada ha to-
mado virulencia alarmante
en mi país.
Hay quien pretende ayu-
dar la gran miseria que el
indio sufre en el Perú, su
ostracismo total, llevándolo
con verdadera saña al lienzo
infamante o al cacharrillo
destinado al turismo y adju-
dicándole todos los estigmas
con que las reblandecidas
clases dominantes de occi-
dente gratifican a las admi-
rables razas de color”.
En verdad, Arguedas
habría podido suscribir estos
propósitos. Pero no la con-
dena total al indigenismo.
Arguedas tampoco habría
aceptado estas consideracio-
nes del artículo citado de
Moro:
“El indigenismo no se cir-
cunscribe, como es fácil de
comprender, solamente a la
pintura; toda una gama de
intelectuales del Perú quie-
re levantar las nuevas mura-
llas chinas que nos aíslen de
Europa, a quien nuestros sa-
bihondos lectores de las tra-
ducciones de Spengler lla-
man decadente, sin reflexio-
nar un instante en que si
Europa es decadente, noso-
tros, intelectualmente, no
somos sino un pobre reflejo
de esa decadencia y con un
retraso considerable en años
y una falta de vitalidad que
nos es peculiar, debida, en-
tre otras cosas, a la pobreza
de la facultad de pensar, tan
poco desarrollada en los paí-
ses de habla hispana, com-
prendiendo a España, natu-
ralmente. Todos sabemos, o
deberíamos saber, que el es-
pañol es una lengua estan-
cada desde el Siglo de Oro”.
(Ídem, páginas 17-18).
No las habría aceptado
por ser antihispanas y exa-
geradas. Arguedas admiraba
lo hispano, su lengua y cul-
tura, lo hispano peruaniza-
do o aindiado; gustaba de las
mezclas de los colores perua-
nos. Aunque también abo-
rrecía la explotación que su-
fría el hombre del campo, al
que por entonces llamaban
indio. El antihispanismo de
Moro significaba para Ar-
guedas afrancesamiento, sno-
bismo extranjerizante, des-
arraigo. Y Arguedas buscaba
la belleza y la verdad en las
raíces de esta nación que
amaba tanto…como Moro
(sólo que este era discreto al
respecto; y gustaba perorar
contra lo peruano y su so-
ciedad, salvo de los indios,
de los humildes, de la gente
de color).
Tal fue el círculo de Ar-
guedas. Un círculo estrecho,
aunque no todos fueron
siempre amigos; un grupo de
personas singulares que bus-
caron la verdad en la belle-
za; que la encontraron gra-
cias al uso gozoso pero disci-
plinado de las letras o del
trazo de pintura. O de la
confección de la muñeca de
trapo o seleccionando ca-
charros. Sin ese círculo la
obra de Arguedas no habría
alcanzado la universalidad
que ahora tiene.
Sin embargo, esta dife-
rencia no es tajante. Argue-
das también exploró el alma
de sus personajes, fuesen in-
dividuos, animales, objetos,
paisajes. Algunas de sus des-
cripciones tienen una bella
fantasía que no podría disgus-
tar a un surrealista ortodoxo
como Moro. Unos ejemplos:
la mágica relación entre el
tonto músico y su halcón en
Diamantes y pedernales
; los ár-
boles de ficus, el claroscuro
queproyectabansobrelaplaza
de Ica como expresión y ré-
plica de las sombras y luces
interiores de los personajes de
“Orovilca”. Sólo que a Moro
le habría parecido demal gus-
to que el músico tonto y su
halcón tuviesen una ubica-
ción relacionada con el pai-
saje exterior al relato. Las
visiones de Moro no trans-
curren en este mundo porque
no lo consideraba suficiente-
mente hermoso.
“Era un círculo unido por ciertas ideas artísticas, por una
concepción estética de la vida y por una ética en torno a la
verdad y a su palabra. Sin embargo, no era un círculo de
amigos. Más bien era una red de relaciones de amistad. En
esa red, unos tenían más lazos que otros. Quien ocupaba el
lugar central era quizá Emilio y, en menor medida, mi padre.
Emilio fue el amigo entrañable de todos los miembros del
círculo, de los hombres y de sus mujeres.”