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LIBROS & ARTES

Página 19

del surrealismo. Todos los

del círculo lo eran, pero en

Emilio ese humanismo era

quizá más agudo. Tal vez por

eso él fue el único, con mi

padre, que cultivó la amis-

tad de todos ellos, indianis-

tas y surrealistas.

Con diferente estilo y

énfasis, los miembros del cír-

culo compartían una ética y

una estética común. La pri-

mera consistía en una bús-

queda constante de la ver-

dad y la palabra justa para

decirla. La segunda se mani-

festaba en el cultivo de su

capacidad de amar lo hermo-

so, que para ellos coincidía

con la verdad. Fueron fieles

hasta la muerte a esos dos

valores.

El círculo tenía al menos

un ídolo común, Proust y

En

busca del tiempo perdido

. Para

ellos la humanidad se divi-

día en dos, la que había leí-

do a Proust y la que tenía la

desdicha de ignorarlo o la

torpeza de no estar en con-

diciones de seguir los larguí-

simos enredos de la acción y

de estilo de esa gran novela.

Para penetrar en el mundo

de Proust había que saber o

aprender francés. Todos los

del círculo eran afrancesados,

aunque en diferente grado y

matiz. Arguedas y mi padre

tenían otros ídolos y de toda

buena novela. Aunque tam-

bién tenían sus aversiones:

Moro detestaba a Cervantes

y ¨Las historias del viejito

loco¨. Mi padre en cambio

lo leía con frecuencia. Mi

padre y Emilio compartían

una verdadera devoción por

los místicos españoles. Mar-

got y mi padre eran casi ex-

pertos en literatura inglesa.

Conocemos la vida y

obras extraordinarias de

Emilio, Moro y Arguedas,

pero no las de los otros

miembros del círculo que los

alentaron y, en cierto senti-

do, formaron. Era gente tan

singular que no podía tener

un destino vulgar. Margot

despreció París y una cómo-

da situación para quedarse

en Lima y vivir con un hom-

bre pobre, porque ¿quién

confiaba entonces en un abo-

gadomedio comunista? Che-

pa Valencia dejó su Chile

natal y pasó el resto de su

larga vida confeccionando

muñecas de trapo al lado de

Federico Schwab. Federico

vino al Perú por casualidad.

Cuando se iba a embarcar,

se dio cuenta que no llevaba

pasta dental. Salió a com-

prarla a una tienda vecina y,

al instante, quedó prendado

de la muchacha que le ven-

dió el dentífrico. Perdió el

barco que iba a Argentina,

donde él pensaba radicarse o,

simplemente, pasear. Traba-

jó en el puerto, y cuando re-

unió la plata para el pasaje

tomó el primer barco; este

no se dirigía a la Argentina

sino al Perú. Gustaba repe-

tir que por un dentífrico

vino a esta tierra que amó

tanto. Llegó a Lima por los

años veinte del siglo pasado.

En Lima logró ser el mejor

librero de su tiempo. Alicia

Bustamante reunió una de

las más completas coleccio-

nes de objetos de arte popu-

lar serrano. Ella y su herma-

na Celia cuidaron, disfruta-

ron y sufrieron a Arguedas,

desde sus primeros escritos

hasta

Todas las sangres

. Ju-

dith cuidó, disfrutó y sufrió

a Emilio, pintó unos cuadros

abstractos de rara belleza y

creó a unas hijas tan logra-

das como sus pinturas.

Era un círculo unido por

ciertas ideas artísticas, por

una concepción estética de

la vida y por una ética en

torno a la verdad y a su pa-

labra. Sin embargo, no era

un círculo de amigos. Más

bien era una red de relacio-

nes de amistad. En esa red,

unos tenían más lazos que

otros. Quien ocupaba el lu-

gar central era quizá Emilio

y, en menor medida, mi pa-

dre. Emilio fue el amigo en-

trañable de todos los miem-

bros del círculo, de los hom-

bres y de sus mujeres. Argue-

das y Moro ocuparon con ese

conjunto un lugar más bien

marginal. No se debía tanto

a su temperamento como a

sus posiciones, más radica-

les que el resto. Si bien Ar-

guedas no era realmente un

indigenista, lo defendía. Cri-

ticaba la superficialidad de

los escritores indigenistas

pero no el indigenismo en

tanto escuela. César no de-

jaba de burlarse de los “en-

salzadores de indios”. Argue-

das buscaba la belleza de la

vida en el mundo exterior,

en la gente humilde o sabia

como Emilio. César lo hacía

explorando su mundo inte-

rior, el de sus fantasías y vi-

siones.

Arguedas admiraba mu-

chas cosas de la vida tal como

eran. Moro era un irreveren-

te compulsivo de todo (de-

jando aparte, claro, los ído-

los: Proust y los surrealistas).

No podían ser amigos, pero

ambos lo eran de Emilio y

de algunos del círculo, pues,

repetimos, coincidían en una

misma ética y en una con-

cepción estética de la vida.

Ninguno del círculo sopor-

taba la falsedad, las palabras

mal dichas, los aspectos sór-

didos o grises de la vida.

Moro distinguía, como

Margot, la caricatura del in-

dio hecha por los indigenis-

tas y al indio concreto, que

solía ser hermoso e inteli-

gente a pesar de la explota-

ción y el aislamiento que

sufría. Así lo afirma Moro

en su ensayo “A propósito

de la pintura en el Perú”:

“Pero hay un indio [el con-

creto, no el de los indige-

nistas] que es bestia de car-

ga en competencia con la

llama esbelta; un indio igual

a todos los hombres explo-

tados; un indio que puede

tener y tiene, innumerables

veces, una impecable belle-

za clásica”. (César Moro.

Los anteojos de azufre

, Lima,

1958, página 20).

En este artículo Moro,

paradójico, muestra atacan-

do al indigenismo que co-

mulgaba con algunos de sus

postulados o prejuicios: tam-

bién él admiraba al indio y

detestaba lo hispánico. De-

nuncia la explotación del

indio y su utilización por

unos señores que dicen de-

fenderlo. Para él, los indige-

nistas son traficantes y adul-

teradores del indio:

“El problema de la pin-

tura en el Perú ha tomado

los caracteres más odiosos en

su forma y contenido; una

vaguedad débil mental cubre

la nitidez de los fines o fin

propuestos. Se trata de ver

claro a través de las volutas

imponentes de este nuevo

esoterismo: la pintura indi-

genista, cuya cruzada ha to-

mado virulencia alarmante

en mi país.

Hay quien pretende ayu-

dar la gran miseria que el

indio sufre en el Perú, su

ostracismo total, llevándolo

con verdadera saña al lienzo

infamante o al cacharrillo

destinado al turismo y adju-

dicándole todos los estigmas

con que las reblandecidas

clases dominantes de occi-

dente gratifican a las admi-

rables razas de color”.

En verdad, Arguedas

habría podido suscribir estos

propósitos. Pero no la con-

dena total al indigenismo.

Arguedas tampoco habría

aceptado estas consideracio-

nes del artículo citado de

Moro:

“El indigenismo no se cir-

cunscribe, como es fácil de

comprender, solamente a la

pintura; toda una gama de

intelectuales del Perú quie-

re levantar las nuevas mura-

llas chinas que nos aíslen de

Europa, a quien nuestros sa-

bihondos lectores de las tra-

ducciones de Spengler lla-

man decadente, sin reflexio-

nar un instante en que si

Europa es decadente, noso-

tros, intelectualmente, no

somos sino un pobre reflejo

de esa decadencia y con un

retraso considerable en años

y una falta de vitalidad que

nos es peculiar, debida, en-

tre otras cosas, a la pobreza

de la facultad de pensar, tan

poco desarrollada en los paí-

ses de habla hispana, com-

prendiendo a España, natu-

ralmente. Todos sabemos, o

deberíamos saber, que el es-

pañol es una lengua estan-

cada desde el Siglo de Oro”.

(Ídem, páginas 17-18).

No las habría aceptado

por ser antihispanas y exa-

geradas. Arguedas admiraba

lo hispano, su lengua y cul-

tura, lo hispano peruaniza-

do o aindiado; gustaba de las

mezclas de los colores perua-

nos. Aunque también abo-

rrecía la explotación que su-

fría el hombre del campo, al

que por entonces llamaban

indio. El antihispanismo de

Moro significaba para Ar-

guedas afrancesamiento, sno-

bismo extranjerizante, des-

arraigo. Y Arguedas buscaba

la belleza y la verdad en las

raíces de esta nación que

amaba tanto…como Moro

(sólo que este era discreto al

respecto; y gustaba perorar

contra lo peruano y su so-

ciedad, salvo de los indios,

de los humildes, de la gente

de color).

Tal fue el círculo de Ar-

guedas. Un círculo estrecho,

aunque no todos fueron

siempre amigos; un grupo de

personas singulares que bus-

caron la verdad en la belle-

za; que la encontraron gra-

cias al uso gozoso pero disci-

plinado de las letras o del

trazo de pintura. O de la

confección de la muñeca de

trapo o seleccionando ca-

charros. Sin ese círculo la

obra de Arguedas no habría

alcanzado la universalidad

que ahora tiene.

Sin embargo, esta dife-

rencia no es tajante. Argue-

das también exploró el alma

de sus personajes, fuesen in-

dividuos, animales, objetos,

paisajes. Algunas de sus des-

cripciones tienen una bella

fantasía que no podría disgus-

tar a un surrealista ortodoxo

como Moro. Unos ejemplos:

la mágica relación entre el

tonto músico y su halcón en

Diamantes y pedernales

; los ár-

boles de ficus, el claroscuro

queproyectabansobrelaplaza

de Ica como expresión y ré-

plica de las sombras y luces

interiores de los personajes de

“Orovilca”. Sólo que a Moro

le habría parecido demal gus-

to que el músico tonto y su

halcón tuviesen una ubica-

ción relacionada con el pai-

saje exterior al relato. Las

visiones de Moro no trans-

curren en este mundo porque

no lo consideraba suficiente-

mente hermoso.

“Era un círculo unido por ciertas ideas artísticas, por una

concepción estética de la vida y por una ética en torno a la

verdad y a su palabra. Sin embargo, no era un círculo de

amigos. Más bien era una red de relaciones de amistad. En

esa red, unos tenían más lazos que otros. Quien ocupaba el

lugar central era quizá Emilio y, en menor medida, mi padre.

Emilio fue el amigo entrañable de todos los miembros del

círculo, de los hombres y de sus mujeres.”