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Página 18

LIBROS & ARTES

ederico Schwab era ale-

mán Estaba convenci-

do que el Perú era el mejor

país posible. Mi padre, sim-

patizante del comunismo,

quería cambiar su tierra pues

sostenía que el ordenamien-

to político trababa el enor-

me potencial de felicidad del

pueblo. Margot disfrutaba de

la rara belleza del Perú y del

peregrino espíritu de su gen-

te. La mañana que llegó a

Lima, allá por los días de

1929, supo que acá nunca

llueve. Los hombres habla-

ban de la posible guerra en

la sobremesa; pero, las mu-

jeres, del cine. Fue suficien-

te: ni guerra ni lluvia. Se

quedó en el Perú para siem-

pre ¿Qué unía a personas tan

distintas, aparte de la cir-

cunstancia de ser letradas,

en una ciudad frívola y de

pocas letras? Antes de inten-

tar una respuesta, detengá-

monos en sus diferencias.

simple afrancesado ni Mar-

got tan solo una consumido-

ra de belleza. Margot no nos

ha dejado sino sus recuerdos;

Moro, una obra extraña, trá-

gica y plena de humor a la

vez. Arguedas y Moro alcan-

zaron la universalidad por

caminos diferentes y hasta

opuestos. Compartieron el

mismo círculo mas no había

entre ambos simpatía algu-

na.

Emilio no se equivocó

con ellos. Advirtió desde las

primeras obras de sus dos

amigos el genio creativo, la

fuerza hermosa de las letras.

Que el uno se expresara con

el alma puesta en París y el

otro en la de un villorrio

ayacuchano, no le pareció un

defecto. Porque para Emilio

la belleza contenía todas las

patrias y se expresaba en to-

dos los lenguajes y recursos

retóricos. Emilio fue un hu-

manista antes que militante

EL CÍRCULO DE ARGUEDAS

Alejandro Ortiz Rescaniere

José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, César Moro. También Judith Ortiz de Westphalen, las

Bustamante, Alicia y Celia. Federico Schwab, Chepa Valencia, Margot de Ortiz. Un universo. No todos

simpatizaban entre sí. Sólo Emilio Westphalen fue amigo de todos. Un círculo cerrado ante el mundo pero

compuesto de varios polos, al menos de dos, José María Arguedas y César Moro. Uno quería ser universal

alejándose de lo peruano; el otro, desde la aldea serrana, alcanzar la humanidad. Despropósitos que, a fuerza

de tenacidad e intuición, lograron plasmar en sus obras. Empresa desesperada dicha en una

lengua extraña, el francés; o pensada en la lengua de su cocina, el quechua.

Para Moro, el indigenis-

mo producía un arte, o pa-

rodia de arte, tedioso y feo,

metros de óleos de indios

tocando la quena en posi-

ción fetal; una literatura que

los mostraba más infelices de

lo que tal vez eran. Para él,

la ideología indigenista era

provinciana y negadora de la

universalidad. Injustamente

metía en ese saco a José Ma-

ría Arguedas. Si bien Mar-

got admiraba a los indios, sus

vestidos y manera de ser,

coincidía con Moro en el

anatema de la literatura y

más aún a la pintura indige-

nista. Se podría resumir así

lo que pensaba Margot: “In-

dios sí; indigenistas no”. Para

ella, el indigenismo era una

pérdida de tiempo, y las

obras de Arguedas, también.

Margot se formó en el

surrealismo. Conoció a An-

dré Breton, a César Vallejo.

Era amiga y lectora de los

poetas surrealistas franceses.

Al llegar a Lima despreció la

literatura local, una literatu-

ra que se preocupaba en de-

nunciar las injusticias con-

tra el indio y no en las ma-

neras de decirlo; un seudo

arte que no buscaba la origi-

nalidad estética sino la exal-

tación del campesino. Era

algo que le sonaba a nazis-

mo: la sacralización del pue-

blo mediante unas dudosas

letras. Hoy pienso que Moro

y Margot, dos amigos inse-

parables, tenían razón en

todo aquello menos en asi-

milar a Arguedas al ejército

gris y medio fascista de los

indigenistas.

Arguedas se nutrió del

indigenismo. Mas empezó a

escribir porque encontró que

esa literatura caricaturizaba

al indio que proclamaba de-

fender. Escribió contra el

indigenismo. Sin embargo,

usó algunos de sus instru-

mentos e imaginario. Los

indios eran los buenos y su-

fridos; los débiles sólo en

apariencia; los otros eran

malos, sensuales, los fuertes

sólo en apariencia. Sus es-

trategias narrativas no eran

rebuscadas ni exquisitas

como las de los surrealistas.

El recurso de Arguedas no

era un surrealismo sino un

realismo lírico. Algo que es-

taba pasado de moda y me-

diocre y provinciano a los

ojos de Margot y de Moro.

Por supuesto que Argue-

das no les hizo caso. Feliz-

mente. Siguió adelante. Sus

narraciones y recursos lite-

rarios se fueron matizando y

enriqueciendo con el correr

del tiempo. Hasta que llegó

a ser el escritor universal que

hoy conocemos. Para Argue-

das, Margot era una esteta,

y Moro un afrancesado me-

dio chiflado. También él se

equivocaba: Moro no era un

Celia Bustamante y José María Arguedas con el poeta Emilio Adolfo Westphalen.

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