LIBROS & ARTES
Página 13
nes, ligado a las ceremo-
nias de la tierra. Al termi-
nar de leer, me asomé a
la ventana y estaba allí,
otra vez, en el espectral
Obrajillo –un pequeño
pueblo sólo habitado por
ancianos– el ladrido de los
perros, y quizá, pensé, en
alguna noche habría una
incursión senderista. Re-
cuerdo que fui al velato-
rio de José María Argue-
das en la Universidad de
La Molina, pero me faltó
corazón y pureza para
asistir a sus funerales an-
dinos. Al día siguiente, a
mediodía, vendría a reco-
germe Vilma en su Tau-
nus, de modo que tem-
prano, después de desa-
yunar, me fui con Negro
a dar mi última camina-
ta. Orillamos el Chillón
entre eucaliptos, molles y
otros árboles de altura.
Vilma me había pregun-
tado en una de sus visitas
si José María Arguedas
había dejado huella en
La
violencia del tiempo
. No en
la escritura y en las técni-
cas, le dije ahora a Negro,
pero no pocas en otros as-
pectos. ¿Recuerdas, Ne-
gro, el episodio en que
Martín Villar visita en su
cabaña a don Asunción
Juares para que con la pó-
cima del cactus dorado le
confiera consuelo y forta-
leza a su espíritu? ¿No te
parece don Asunción Jua-
res una versión costeña de
don Felipe Maywa? ¿El re-
torno de Martín Villar a
la comunidad no te pare-
ce, Negro, otro tema ar-
guediano?… Al volver de
la caminata ya me espe-
raba Vilma con mi redu-
cido equipaje subido al
auto. No había tenido
agallas para anunciarle a
Negro mi partida, pero él,
con sabiduría, lo había
entendido todo y fue
apostarse lejos de donde
estaba aparcado el auto.
Me acerqué a despedir-
me, pero Negro permane-
ció echado lleno de tris-
teza y resentimiento. Ale-
graron el viaje de retorno
las canciones de Vilma
con su bella voz, pero yo
no pude dejar de pensar
si ella y Carlos Eduardo
sobrevivirían a la guerra
a la que se habían entre-
gado.
no de mis momentos más inolvidables
ocurrió mientras leía
El Sexto
de José
María Arguedas en una habitación de hotel
en Huaraz en el año 1971, camino a casa lue-
go de un periodo de trabajo de campo en Vi-
cos. Arguedas hace que su protagonista de-
clare que solía haber indios en Rusia pero que
ellos hablaban ruso como sus arrendatarios
(Arguedas 1969: 54). Esta experiencia fue
para mí como una supernova al hacer explo-
tar y expandir conceptos como “indios” y
“andinos”. Si los indios no fueran necesaria-
mente peruanos o incluso americanos, sino
pobres, explotados y gente mal informada,
¿qué era, entonces,
lo andino
? Lo que yo ha-
bía estado leyendo, escribiendo y enseñando
cerca de dos décadas era preocupantemente
provinciano, limitado, débil y restringido.
Tanto como necesitaba respirar, necesité
también romper esas ataduras y trascender-
las. Mis escritos peruanistas tomaron un tono
crítico desde entonces, y hasta ahora. Dejé
de ser un “dime-qué-quieres-escuchar-y-yo-
te-lo-diré”. Ya podía decidir leer y escribir
lo que yo quisiera. Era libre “para decir todo,
cualquier cosa”.
¿Qué podríamos nosotros hoy en día ver
en lo andino a pesar de la pobreza, exclusio-
nes, resentimientos y humillaciones? José Ma-
ría Arguedas nos proporciona una de las me-
jores definiciones de lo
andino
que yo conoz-
ca, sin intentar hacerlo, por el simple méto-
do de describir el mundo en el cual un niño
andino crece:
Así como las montañas y los ríos tienen poder
sobre los seres vivos y ellos mismos son seres vi-
vos, todo lo que hay en el mundo está animado
a la manera del ser humano. Nada es inerte. Las
piedras tienen “encanto”, lloran si no pueden
desplazarse por las noches, están vinculadas por
odios o amores con los insectos que habitan so-
bre ellas o debajo de ellas o que, simplemente, se
posan sobre su superficie. Los árboles y arbustos
ríen o se quejan; sufren cuando se les rompe una
rama o se les arranca una flor, pero gozan si un
picaflor baila sobre una corola.
Algunos picaflores pueden volar hasta el sol y
volver. Los peces juegan en los remansos. Y to-
das estas cosas vivas están relacionadas entre sí.
Las montañas tienen ciertas zonas especialmen-
te sensibles sobre las cuales el hombre puede
reposar pero no quedarse dormido, a riesgo de
que la montaña le transmita alguna dolencia
que puede ser mortal.
El niño que nace y crece en un mundo en que
la
vida
humana está relacionada y depende de
la
vida consciente
de las montañas, de las pie-
dras, insectos, ríos, lagos y manantiales, se for-
ma considerando el mundo y su propia exis-
tencia de una manera absolutamente diferente
que el niño de una ciudad, en que solo el ser
humano está considerado como animado por
un espíritu. Cuando yo tenía unos siete años
de edad encontré en el camino seco, sobre un
cerro, una pequeñísima planta de maíz que ha-
bía brotado por causa de alguna humedad pa-
sajera o circunstancial del suelo o porque al-
guien arrojó agua sobre un grano caído por ca-
sualidad. La planta estaba casi moribunda. Me
arrodillé ante ella: le hablé un buen rato con
gran ternura, bajé toda la montaña, unos cua-
tro kilómetros, y llevé agua en mi sombrero
de fieltro desde el río. Llené el pequeño pozo
que había construido alrededor de la planta y
dancé un rato, de alegría. Vi como el agua se
hundía en la tierra y vivificaba a esa tiernísi-
ma planta. Me fui seguro de haber salvado a
un amigo, de haber ganado la gratitud de las
grandes montañas, del río y los arbustos secos
que renacerían en febrero. (Arguedas 1986:
208-209)
No hay nada que yo pueda añadir a la be-
lleza de la prosa de Arguedas.
No creo que la “religión” tenga un lugar
en este mundo encantado donde todo con-
templa y adora todo y todo ama a todo lo
demás, lo que expresa poéticamente un uni-
verso en términos que podrían fácilmente ser
traducida a la moderna física quántica. Sin
binarios como sagrado/ secular, bueno/mal-
vado, sin “seres sobrenaturales”, ni “sacrifi-
cios”, ni “fetiches”, ni “sacerdotes” o “pasto-
res”, y ninguna “iglesia” para separar al “crea-
dor” de lo “creado”. Y tampoco “rangos”, “es-
tados”, “imperios”, “reyes”, “presidentes” y
además: la soberanía no se encuentra. La vi-
sión de Arguedas es la de la democracia que
está por venir.
ARGUEDAS: LA DEMOCRACIA
QUE ESTÁ POR VENIR
WilliamW. Stein
U