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Página 10

LIBROS & ARTES

zonas de abajo del litoral

costeño. La relación de

Los

zorros

con

Tres tristes tigres

sería imposible de estable-

cer si no se tiene en cuen-

ta que ambos libros rom-

pen con la estructura no-

velesca, con la novela

convencional, solo que el

tono festivo, lúdico, del

libro de Cabrera Infante

(así, con el rótulo de “Li-

bro”, caracteriza el narra-

dor cubano sus textos na-

rrativos organizados en un

todo) se contrapone al

tono sombrío y trágico, sin

concesiones gratificantes

como la búsqueda del en-

tretenimiento y totalmen-

te antihedonístico (como

en la prosa de Beckett o

en la poesía de Vallejo)

del libro de José María.

Como en los Diarios de

Los zorros

,

la inserción

dentro de la ficción del

texto “Informe sobre cie-

gos” confiere singularidad

a

Sobre héroes y tumbas

.

Pero lo que hace de

Los

zorros

un texto único, irre-

petible, más allá de todo

vanguardismo, es que los

Diarios no corresponden a

personajes ficticios como

Morelli o Fernando Vidal

Olmos de las novelas de

Cortázar o Sábato sino a

diarios reales del propio

José María Arguedas, cuya

voz anunciando su propio

suicidio irrumpe e interfie-

re la parte ficcional del

texto. Así, este escritor,

considerado por los nove-

listas del

boom

como un

escritor tradicional, cons-

truye un texto macabra-

mente de avanzada, per-

verso y maldito (lo afirma

también Vargas Llosa) en

la medida que concluye

con la muerte del propio

autor. Estos aspectos de-

mandaron mi atención en

mi primera lectura. Enton-

ces –recuerdo que me pre-

guntaron mis alumnos–, ¿a

qué género literario perte-

nece la obra póstuma de

Arguedas? Sin mostrar una

certeza absoluta, me aven-

turé a decirles que era un

libro híbrido, profunda-

mente mestizo, o que en

todo caso era un libro que

rompía con la novela

como discurso burgués.

Les dije asimismo que no

era un libro resultado de

una fusión armónica de

dos géneros –por ejemplo,

el diario real y ensayístico

con el discurso de la fic-

ción–, sino más bien de la

sobreimposición agónica

de un texto real autobio-

gráfico sobre el proyecto

de una novela cuyo autor

sabe que no podrá con-

cluir. Una novela por lo

demás realista, incluso hi-

perrealista, pero que en

una audaz vuelta de tuer-

ca ha incluido dos figuras

míticas –los zorros– como

personajes de la ficción.

4

Empecé a escribir

La

violencia del tiempo

en los

últimos meses de 1981, un

año después que Sendero

Luminoso iniciara la lucha

armada o, según su propio

lenguaje, “la guerra popu-

lar”. Desde diferentes ni-

veles de compromiso, Vil-

ma, mi mujer, y Carlos

Eduardo, mi hijastro, a

quien yo crié desde muy

niño, se habían integrado

al proyecto senderista. En

1976 tomé una decisión

definitiva en mi vida: po-

ner en el centro mismo mi

vocación de novelista.

Algunas de las discrepan-

cias que yo tenía con el

discurso maoísta se hicie-

ron mucho más profundas

con las formas que estaba

adquiriendo en la línea

ideológica política del

PCPSL, sobre todo en lo

relativo a la omnipotencia

que se le confería al parti-

do y, dentro de él, a la fi-

gura del jefe. ¿Qué hacer

en esas circunstancias?

Entonces acudió en mi

ayuda Cervantes, es decir,

la novela haciéndome re-

cordar que mi primer com-

promiso era con el género

novelesco, que la novela,

a fin de cuentas, era mi

partido, mi único y segu-

ro partido. He escrito en

mi ensayo “Celebración

de la novela” la historia

secreta de

La violencia del

tiempo

. Y es verdad lo que

escribí entonces. Mi nove-

la se convirtió en mi

búnker, en la fortaleza para

sobrevivir a los requeri-

mientos de la época. Pero

no solo para salvarme,

sino para salvar y proteger

a los míos que se habían

entregado a la lucha. De

modo que fue casi natural

que eligiera

Los zorros

como libro de cabecera en

esta temporada en Canta.

Yo quería sobrevivir me-

diante la creación novelís-

tica, José María, en un in-

tento final, luchaba para

vencer los llamados de la

muerte, llamados que em-

pezaron desde la niñez.

Pero acaso por su concep-

ción de la novela o por-

que sus heridas eran dema-

siado profundas la inven-

ción novelesca no lo pudo

salvar de la muerte.

5

Pasé algo más de tres

meses entre Canta y Obra-

jillo. Generalmente los fi-

nes de semana, huyendo

de los turistas que llegaban

a Obrajillo para acampar

a orillas del río Chillón,

me trasladaba a Canta con

mi máquina de escribir y

allí proseguía con la escri-

tura de mi novela. Pese a

la situación en que estaba

envuelto, acosado por te-

mores y ansiedades por lo

que les podía ocurrir a los

míos, yo vivía en estado

de euforia creativa. Goza-

ba de buena salud y dor-

mía las horas necesarias y

me levantaba fresco y des-

cansado para continuar

con mi trabajo. En reali-

dad, me sentía feliz con mi

novela. Mi antídoto para

mi exceso de felicidad era

la lectura lenta y pausada

que hacía por las noches,

antes de dormir, de

Los

zorros

. Desde niño la

muerte estuvo en mi hori-

zonte afectivo y mental,

pero siempre las solicita-

ciones de la vida fueron

más poderosas. Cotejando

fechas del Primer Diario,

cuando me acerqué y em-

pecé a frecuentar a José

María a fines de 1961 o

comienzos de 1962, él en

Santiago de Chile había

salido de una terrible cri-

sis como la que en 1966

lo empujó a su primer in-

tento de suicidio. Por inex-

periencia, falta de perspi-

cacia o simplemente por

egoísmo juvenil no llegué

a percibir la más mínima

señal de la temporada que

el autor de

Yawar fiesta

había pasado en el infier-

no de la desesperanza. Por

el contrario –como he es-

crito en un texto– pensa-

ba que por esos años Ar-

guedas atravesaba por un

espléndido momento crea-

tivo y de dicha personal.

Y había razones para pen-

sar de esta manera. Tres

años después de

Los ríos

profundos,

había publica-

do

El sexto

,

La agonía de

Rasu-Ñiti

y el poema

A

nuestro padre creador Tú-

pac Amaru

. Avanzaba en

la escritura de

Todas las

sangres

, cuyas peripecias

argumentales me las rela-

tó en dos reuniones me-

morables en un cafetín de

la avenida Alfonso Ugar-

te, frente al Museo de la

Cultura Peruana. Pero,

además, según me confió

en esas reuniones tan gra-

tificantes y aleccionadoras

para mí, asistía al naci-

miento de un nuevo amor

que lo colmaba de alegría

y euforia frente a la vida y

le había devuelto sus po-

deres creativos. Si a esto

se añade la luminosidad de

sus ojos, su actitud nada

académica ni formal, su

camaradería, su risa fácil

que llegaba hasta la carca-

jada, su gusto por contar

maravillosamente el últi-

mo chiste que circulaba

por Lima, cómo no pen-

sar que José María era un

hombre feliz, cómo pensar

que por dentro lo seguía

cortejando la muerte. De

modo que tanta felicidad

me abrumaba. Un día fui

a su domicilio en un esta-

do depresivo deplorable y

fingiendo ingenuidad le

pregunté si de vez en cuan-

do lo invadían los demo-

nios de la depresión y acto

seguido le endilgué el ro-

llo existencialista de mo-

da, según el cual la vida

carecía absolutamente de

sentido. Arguedas, estu-

diando mi rostro, me es-

cuchó serio, sin pizca de

ironía. Me dijo que a me-

nudo tenía que luchar con

sentimientos de angustia y

desesperanza. Por fortuna

tenía el remedio milagro-

so: la música andina. Por

fortuna tenía amigos como

Jaime Guardia y Máximo

Damián y otros que con

sus guitarras, charangos,

arpas o violines lo libera-

ban de estos estados de

maldición. Enseguida, co-

gió la guitarra y se puso a

cantar canciones jocosas

en quechua que me iba

traduciendo. Recuerdo

que cuando concluyó con

sus cantos habían desapa-

recido los fantasmas o las

sombras de los Rocquetin

o los Mersault. Y los ojos

de José María resplande-

cían luminosos y felices.

6

Después de malenten-

didos y escaramuzas me

hice amigo de Negro, el

perro del dueño del hotel.

Era un perro chusco de

pelambre negra, con man-

chas blancas en el hocico

y las patas. Me acompaña-

ba a todas partes y con él

restablecí el diálogo que

yo tuve con los perros en

mi infancia. Dialogaba

con mis

Dukes

(tuve tres

Dukes

, I, II y III), pero no

como José María que con-

versaba con los árboles,

las plantas, los animales,

pájaros e insectos. Yo des-

conocía o había perdido el

vínculo con todas las co-

sas. Antes de ahorcarse o

pegarse un tiro, Arguedas

se concedió a sí mismo

una tregua jugueteando

con los

nionenas

, cerdos

mostrencos, y los perros

chuscos del pueblo de San

Miguel de Obrajillo. En su

Diario escribió que era

“Me dijo que a menudo tenía que luchar

con sentimientos de angustia y desesperanza. Por fortuna

tenía el remedio milagroso: la música andina. Por fortuna tenía

amigos como Jaime Guardia y Máximo Damián y otros que con sus

guitarras, charangos, arpas o violines lo liberaban de estos estados

de maldición. Enseguida, cogió la guitarra y se puso a cantar

canciones jocosas en quechua que me iba traduciendo”.