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LIBROS & ARTES
dijo en alguna parte, que
ya estaba demás en el
mundo. Y allí, en estos
pasajes angustiantes, pe-
nosos, de los Diarios, ve-
mos en su desnudez el dra-
ma creativo de Arguedas.
No solo es la enfermedad
que lo aqueja desde la in-
fancia, sino que ahora han
surgido nuevos escritores
que cuestionan los princi-
pios que lo habían guiado
en su creación. Y aunque
le disgusten ciertas posi-
ciones teóricas de algunos
de sus representantes –co-
mo Cortázar y Fuentes–,
sabe que son escritores de
mucho talento y genio,
como lo dice al referirse a
Guimaraes Rosa, Rulfo,
Onetti y García Márquez,
y que están señalando los
rumbos que deben seguir
los nuevos escritores lati-
noamericanos. Segura-
mente como muchos otros
lectores, conjeturé que,
entonces, José María Ar-
guedas pensó en escribir
un libro audaz, irrepetible
e inimitable frente al cual
palidecerían los libros más
vanguardistas del enojoso
boom
de la novela latinoa-
mericana.
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Las páginas más densas
y sombrías de
Los zorros
corresponden a la parte
ficcional del libro. A me-
nudo tenía que releer va-
rias veces los pasajes del
relato cuyos narradores, al
parecer, son los zorros mí-
ticos que contemplan y
comentan el acontecer
humano en una ciudad
como Chimbote donde
todo está en ebullición
transformadora. No solo
esto, sino que uno de los
zorros, don Diego, se in-
troduce como personaje
de la ficción para echar
una mirada (una mirada
mítica) a la fábrica donde
se procesan los centenares
de toneladas de anchove-
tas arrebatadas al mar y a
los alcatraces. En conjun-
to, y empezando por el len-
guaje, estas páginas son las
más oscuras y tristes de la
literatura peruana y tal vez
latinoamericana. Argue-
das no le da tregua al lec-
tor, como en los Diarios
donde los pasajes más tris-
tes y dramáticos se ven ilu-
minados por evocaciones
líricas, como las bellas pá-
ginas que José María le
dedica a un viejo pino que
crece en el patio de un
solar arequipeño. En el re-
lato los personajes se van
definiendo por sí mismos
a través del lenguaje. Se-
gún se ha sabido, Argue-
das, con grabadora en
mano, entrevistó a una
serie de personajes, todos
de estratos populares, en
especial procedentes de los
Andes, que buscaban ca-
bida en ese mundo que
está surgiendo en un puer-
to de la costa peruana en-
tre el hedor de la harina
de pescado. Desde un cri-
terio exclusivamente esté-
tico se puede criticar este
lenguaje que adquiere una
violencia verbal que has-
ta entonces no se había
visto en la narrativa perua-
na. Es difícil seguir el dia-
lecto de estos personajes
que agreden el español
(un español ladino sólo
comparable al que usa
Guamán Poma) en sus ni-
veles fonéticos y morfosin-
tácticos. ¿Debió Arguedas
buscar un equivalente lin-
güístico, como por lo de-
más lo hace en su narrati-
va anterior con un espa-
ñol andinizado por las es-
tructuras sintácticas del
quechua? No, porque de
acuerdo a su concepción
de la creación novelística
esta debe revelar la ver-
dad de la experiencia hu-
mana. De modo que deci-
de mostrar el lenguaje en
toda su crudeza, tal como
se estaba gestando, mien-
tras migrantes andinos tra-
tan de incorporarse a la
nueva realidad, es decir, a
los dominios del zorro de
abajo.
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Entre tanto yo avanza-
ba con mi propia locura.
Había logrado escribir dos
capítulos (“El agravio” y
“Solo en el Palacio”) que
eran decisivos para la es-
tructura total de mi nove-
la. Numerosas historias
todavía me quedaban por
escribir, pero ahora había
logrado establecer mi car-
ta de navegación, de
modo que todas ellas ten-
drían ya un derrotero se-
guro. En su viejo Taunus
Vilma me visitaba cada
diez o quince días. Había-
mos hecho un pacto para
no tocar temas que tuvie-
ran que ver con sus tareas
subversivas. Sólo hablá-
bamos de cuestiones prác-
ticas, como la defensa le-
gal de Carlos Eduardo. Por
mi propia experiencia, sa-
bía que la visita semanal
que ella hacía a El Fron-
tón significaba una lucha
tremenda con las autorida-
des, que trataban de im-
pedir la salida del Callao
de la lancha que traslada-
ba a los familiares al pe-
nal. Así que hablábamos
de la marcha de
La violen-
cia del tiempo
y cuando,
acompañados de Negro,
íbamos a bañarnos al río
ella llevaba consigo las
páginas recién escritas y
yo, con el corazón alboro-
tado, esperaba sus opinio-
nes, porque todo escritor
desea que las cosas que
está escribiendo gusten a
la mujer amada. Después,
mientras paseábamos por
las calles de Canta u Obra-
jillo abordábamos el tema
de Arguedas. Yo le había
contado muchas veces a
Vilma, de manera reitera-
da, acerca de mi relación
con José María. Cuánto,
por ejemplo, se había ale-
grado cuando le dije que
había renunciado a mi tra-
bajo para hacer un viaje de
varios meses por todo el
centro y sur de los Andes.
Y se alegró aun más cuan-
do le dije que a mi retor-
no de este viaje (cuya
meta era alcanzar La Con-
vención, donde se hallaba
escondido Hugo Blanco)
me establecería como pro-
fesor de secundaria en una
comunidad del valle del
Mantaro. Pero había un
pasaje de mi relación con
Arguedas que yo le había
contado a Vilma en forma
tangencial, como de paso.
Pocos meses después que
él asumió la dirección de
la Casa de la Cultura (de-
cisión a la que yo, a una
pregunta suya, me había
manifestado en desacuer-
do porque ya entonces
pensaba que el escritor
debe mantenerse a la dis-
tancia de todo poder)
hubo unas movilizaciones
de campesinos en el Cus-
co en las que murieron al-
gunos indígenas. Con res-
peto y ternura, pero lleno
de vehemencia juvenil, lo
llamé a José María a su
domicilio y le dije –en un
evidente abuso de con-
fianza– que él, como de-
fensor de los indios, debía
renunciar a su cargo de
director en protesta por la
matanza. Le conté a Vil-
ma en forma minuciosa
este incidente, a conse-
cuencias del cual se enfria-
ron mis relaciones con él.
¿Con qué derecho yo me
atreví a cuestionar su con-
ducta? Vilma trató de re-
confortarme. Sí, había al-
gunos atenuantes para mi
conducta, le dije, pero que
ahora que había leído los
Diarios comprendía que
en esos años del incidente
no había tenido la lucidez
y la generosidad para dar-
me cuenta que entonces
José María mantenía una
lucha permanente para
vencer la muerte.
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La víspera de mi regre-
so a Lima, por la noche,
como siempre, releí “¿Úl-
timo Diario?”. Qué triste-
za, combinada con sensa-
ciones de culpa, sentí
cuando leí su aceptación
de la derrota frente a los
poderes de la muerte. Los
sentimientos de culpa que
me invadieron se debían a
que había tenido una jor-
nada feliz de trabajo que
culminó con la conclusión
del tercero de los tres lar-
gos capítulos de mi nove-
la que me había impuesto
escribir en mi temporada en
Canta-Obrajillo. “¿Cuán-
tos
Hervores
han quedado
enterrados?”, dice José
María, y enseguida nos
hace una suerte de resu-
men de lo que iba a ser la
parte ficcional del libro.
Cuántos destinos truncos,
como el suicidio de la
prostituta Orfa, que se
arroja al mar desde la cum-
bre de El dorado, o el ase-
sinato, por degollación,
del gringo Maxwel a ma-
nos del sombrío personaje
el Mudo, o la muerte del
caficho Tinoco engullido
por las arenas del méda-
no Cruz de Hueso, o la
otra muerte, la de don
Esteban de la Cruz, con el
sermón funerario del loco
Moncada, que sería acom-
pañado por la danza de
los zorros míticos… En la
mente y la imaginación
de Arguedas bullía una
novela poderosa que aca-
so culminaría con una
gran huelga que paraliza-
ría el hormigueante, el
tortuoso puerto de Chim-
bote, pues, según recuer-
do, el nombre original de
la novela era
Harina mun-
do.
El Diario concluye
con las disposiciones que
dicta José María sobre su
propio funeral con músi-
ca y discursos. No se pue-
de descartar que haya ha-
bido un fondo de vani-
dad, por lo demás muy
humano por la conciencia
que tenía Arguedas del
valor de su propia obra,
pero lo sustancial es que
demanda unos funerales
con los rituales andinos,
que para él tienen una
noble significación. ¿Tea-
tro? Sí, pero un teatro
como lo fue en sus oríge-
“Las páginas más densas y sombrías
de
Los zorros
corresponden a la parte ficcional del libro.
A menudo tenía que releer varias veces los pasajes del relato cuyos
narradores, al parecer, son los zorros míticos que contemplan y
comentan el acontecer humano en una ciudad como Chimbote donde
todo está en ebullición transformadora. No solo esto, sino que uno
de los zorros, don Diego, se introduce como personaje de la ficción
para echar una mirada (una mirada mítica) a la fábrica donde se
procesan los centenares de toneladas de anchovetas
arrebatadas al mar y a los alcatraces”.