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Página 12

LIBROS & ARTES

dijo en alguna parte, que

ya estaba demás en el

mundo. Y allí, en estos

pasajes angustiantes, pe-

nosos, de los Diarios, ve-

mos en su desnudez el dra-

ma creativo de Arguedas.

No solo es la enfermedad

que lo aqueja desde la in-

fancia, sino que ahora han

surgido nuevos escritores

que cuestionan los princi-

pios que lo habían guiado

en su creación. Y aunque

le disgusten ciertas posi-

ciones teóricas de algunos

de sus representantes –co-

mo Cortázar y Fuentes–,

sabe que son escritores de

mucho talento y genio,

como lo dice al referirse a

Guimaraes Rosa, Rulfo,

Onetti y García Márquez,

y que están señalando los

rumbos que deben seguir

los nuevos escritores lati-

noamericanos. Segura-

mente como muchos otros

lectores, conjeturé que,

entonces, José María Ar-

guedas pensó en escribir

un libro audaz, irrepetible

e inimitable frente al cual

palidecerían los libros más

vanguardistas del enojoso

boom

de la novela latinoa-

mericana.

8

Las páginas más densas

y sombrías de

Los zorros

corresponden a la parte

ficcional del libro. A me-

nudo tenía que releer va-

rias veces los pasajes del

relato cuyos narradores, al

parecer, son los zorros mí-

ticos que contemplan y

comentan el acontecer

humano en una ciudad

como Chimbote donde

todo está en ebullición

transformadora. No solo

esto, sino que uno de los

zorros, don Diego, se in-

troduce como personaje

de la ficción para echar

una mirada (una mirada

mítica) a la fábrica donde

se procesan los centenares

de toneladas de anchove-

tas arrebatadas al mar y a

los alcatraces. En conjun-

to, y empezando por el len-

guaje, estas páginas son las

más oscuras y tristes de la

literatura peruana y tal vez

latinoamericana. Argue-

das no le da tregua al lec-

tor, como en los Diarios

donde los pasajes más tris-

tes y dramáticos se ven ilu-

minados por evocaciones

líricas, como las bellas pá-

ginas que José María le

dedica a un viejo pino que

crece en el patio de un

solar arequipeño. En el re-

lato los personajes se van

definiendo por sí mismos

a través del lenguaje. Se-

gún se ha sabido, Argue-

das, con grabadora en

mano, entrevistó a una

serie de personajes, todos

de estratos populares, en

especial procedentes de los

Andes, que buscaban ca-

bida en ese mundo que

está surgiendo en un puer-

to de la costa peruana en-

tre el hedor de la harina

de pescado. Desde un cri-

terio exclusivamente esté-

tico se puede criticar este

lenguaje que adquiere una

violencia verbal que has-

ta entonces no se había

visto en la narrativa perua-

na. Es difícil seguir el dia-

lecto de estos personajes

que agreden el español

(un español ladino sólo

comparable al que usa

Guamán Poma) en sus ni-

veles fonéticos y morfosin-

tácticos. ¿Debió Arguedas

buscar un equivalente lin-

güístico, como por lo de-

más lo hace en su narrati-

va anterior con un espa-

ñol andinizado por las es-

tructuras sintácticas del

quechua? No, porque de

acuerdo a su concepción

de la creación novelística

esta debe revelar la ver-

dad de la experiencia hu-

mana. De modo que deci-

de mostrar el lenguaje en

toda su crudeza, tal como

se estaba gestando, mien-

tras migrantes andinos tra-

tan de incorporarse a la

nueva realidad, es decir, a

los dominios del zorro de

abajo.

9

Entre tanto yo avanza-

ba con mi propia locura.

Había logrado escribir dos

capítulos (“El agravio” y

“Solo en el Palacio”) que

eran decisivos para la es-

tructura total de mi nove-

la. Numerosas historias

todavía me quedaban por

escribir, pero ahora había

logrado establecer mi car-

ta de navegación, de

modo que todas ellas ten-

drían ya un derrotero se-

guro. En su viejo Taunus

Vilma me visitaba cada

diez o quince días. Había-

mos hecho un pacto para

no tocar temas que tuvie-

ran que ver con sus tareas

subversivas. Sólo hablá-

bamos de cuestiones prác-

ticas, como la defensa le-

gal de Carlos Eduardo. Por

mi propia experiencia, sa-

bía que la visita semanal

que ella hacía a El Fron-

tón significaba una lucha

tremenda con las autorida-

des, que trataban de im-

pedir la salida del Callao

de la lancha que traslada-

ba a los familiares al pe-

nal. Así que hablábamos

de la marcha de

La violen-

cia del tiempo

y cuando,

acompañados de Negro,

íbamos a bañarnos al río

ella llevaba consigo las

páginas recién escritas y

yo, con el corazón alboro-

tado, esperaba sus opinio-

nes, porque todo escritor

desea que las cosas que

está escribiendo gusten a

la mujer amada. Después,

mientras paseábamos por

las calles de Canta u Obra-

jillo abordábamos el tema

de Arguedas. Yo le había

contado muchas veces a

Vilma, de manera reitera-

da, acerca de mi relación

con José María. Cuánto,

por ejemplo, se había ale-

grado cuando le dije que

había renunciado a mi tra-

bajo para hacer un viaje de

varios meses por todo el

centro y sur de los Andes.

Y se alegró aun más cuan-

do le dije que a mi retor-

no de este viaje (cuya

meta era alcanzar La Con-

vención, donde se hallaba

escondido Hugo Blanco)

me establecería como pro-

fesor de secundaria en una

comunidad del valle del

Mantaro. Pero había un

pasaje de mi relación con

Arguedas que yo le había

contado a Vilma en forma

tangencial, como de paso.

Pocos meses después que

él asumió la dirección de

la Casa de la Cultura (de-

cisión a la que yo, a una

pregunta suya, me había

manifestado en desacuer-

do porque ya entonces

pensaba que el escritor

debe mantenerse a la dis-

tancia de todo poder)

hubo unas movilizaciones

de campesinos en el Cus-

co en las que murieron al-

gunos indígenas. Con res-

peto y ternura, pero lleno

de vehemencia juvenil, lo

llamé a José María a su

domicilio y le dije –en un

evidente abuso de con-

fianza– que él, como de-

fensor de los indios, debía

renunciar a su cargo de

director en protesta por la

matanza. Le conté a Vil-

ma en forma minuciosa

este incidente, a conse-

cuencias del cual se enfria-

ron mis relaciones con él.

¿Con qué derecho yo me

atreví a cuestionar su con-

ducta? Vilma trató de re-

confortarme. Sí, había al-

gunos atenuantes para mi

conducta, le dije, pero que

ahora que había leído los

Diarios comprendía que

en esos años del incidente

no había tenido la lucidez

y la generosidad para dar-

me cuenta que entonces

José María mantenía una

lucha permanente para

vencer la muerte.

10

La víspera de mi regre-

so a Lima, por la noche,

como siempre, releí “¿Úl-

timo Diario?”. Qué triste-

za, combinada con sensa-

ciones de culpa, sentí

cuando leí su aceptación

de la derrota frente a los

poderes de la muerte. Los

sentimientos de culpa que

me invadieron se debían a

que había tenido una jor-

nada feliz de trabajo que

culminó con la conclusión

del tercero de los tres lar-

gos capítulos de mi nove-

la que me había impuesto

escribir en mi temporada en

Canta-Obrajillo. “¿Cuán-

tos

Hervores

han quedado

enterrados?”, dice José

María, y enseguida nos

hace una suerte de resu-

men de lo que iba a ser la

parte ficcional del libro.

Cuántos destinos truncos,

como el suicidio de la

prostituta Orfa, que se

arroja al mar desde la cum-

bre de El dorado, o el ase-

sinato, por degollación,

del gringo Maxwel a ma-

nos del sombrío personaje

el Mudo, o la muerte del

caficho Tinoco engullido

por las arenas del méda-

no Cruz de Hueso, o la

otra muerte, la de don

Esteban de la Cruz, con el

sermón funerario del loco

Moncada, que sería acom-

pañado por la danza de

los zorros míticos… En la

mente y la imaginación

de Arguedas bullía una

novela poderosa que aca-

so culminaría con una

gran huelga que paraliza-

ría el hormigueante, el

tortuoso puerto de Chim-

bote, pues, según recuer-

do, el nombre original de

la novela era

Harina mun-

do.

El Diario concluye

con las disposiciones que

dicta José María sobre su

propio funeral con músi-

ca y discursos. No se pue-

de descartar que haya ha-

bido un fondo de vani-

dad, por lo demás muy

humano por la conciencia

que tenía Arguedas del

valor de su propia obra,

pero lo sustancial es que

demanda unos funerales

con los rituales andinos,

que para él tienen una

noble significación. ¿Tea-

tro? Sí, pero un teatro

como lo fue en sus oríge-

“Las páginas más densas y sombrías

de

Los zorros

corresponden a la parte ficcional del libro.

A menudo tenía que releer varias veces los pasajes del relato cuyos

narradores, al parecer, son los zorros míticos que contemplan y

comentan el acontecer humano en una ciudad como Chimbote donde

todo está en ebullición transformadora. No solo esto, sino que uno

de los zorros, don Diego, se introduce como personaje de la ficción

para echar una mirada (una mirada mítica) a la fábrica donde se

procesan los centenares de toneladas de anchovetas

arrebatadas al mar y a los alcatraces”.