LIBROS & ARTES
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capaz de dialogar con los
perros, como un perro con
otros perros. Los lugareños
de Obrajillo me habían
dicho que a mediodía,
cuando el sol andino cal-
deaba las aguas, podía ba-
ñarme en el río, en las al-
bercas o piscinas naturales
que el Chillón conforma-
ba en los recodos de rocas.
Y allí iba a bañarme y na-
dar un poco acompañado
de Negro y el ejemplar de
Los zorros
, pero no leía los
trabajosos capítulos ficcio-
nales del libro, sino que
leía y, mejor aún, releía los
pasajes de los Diarios
que
más me habían conmovi-
do. Uno de esos días,
acompañado de Negro
subí al pueblo de San Mi-
guel. Después de nadar un
poco, había releído un
pasaje del Primer Diario
que a mí me conmovía
particularmente. Es un
pasaje (hermosísimo y de
una tristeza casi intolera-
ble) que mejor refleja la
lucha agónica de José Ma-
ría por vencer los llama-
dos de la muerte a través
de la escritura novelesca.
Seguido, repito, de Negro
yo iba como en busca de
los pasos perdidos del au-
tor que generosamente
había leído mis primeros
cuentos. Ansiaba descu-
brir en la vera del camino
esa flor de color amarillo
en forma de zapatito de
niño de pecho que crece
entre los muros de piedra
y es cortejada y asediada
por un moscón negro, el
huayronqo,
que hunde su
cuerpo y sus patas en el
abundante polvo amarillo
de la flor. Nos dice Argue-
das que a esta flor los lu-
gareños la llaman
ayaq sa-
patillan
, zapatito de muer-
to, y con su color amarillo
simboliza la muerte, el lla-
mado, los reclamos de la
muerte. En mi tierra tam-
bién las flores amarillas
simbolizan la muerte y yo
recuerdo que en mi prime-
ra infancia y en mi antiguo
barrio de gentes muy po-
bres, en los sepelios, junto
con otros niños de la cua-
dra, llevábamos ramos de
flores amarillas acompa-
ñando el féretro. Por fin,
entre las paredes de piedra
del cerro vi como una
eclosión de estos “zapati-
tos de muerto” y a varios
moscardones como blin-
dados de acero –el cuer-
po azuleaba de tan negro-
que se hundían en las co-
rolas de las flores para ba-
ñarse ávidamente de ese
polvo amarillo. ¿Qué ha
hecho, que situación ha-
bía determinado en la
mente y el corazón de Ar-
guedas evocar este duelo,
esta danza funeraria, entre
la flor amarilla y el
huay-
ronqo
? Al empezar esta se-
cuencia del Primer Diario,
José María dice que se
siente cercano a la muer-
te, justo cuando parecía
que el torrente de la vida
iba a rescatarlo y ganarlo.
En tono críptico, Argue-
das escribe: “Hice algo
contraindicado, contrain-
dicado por mí. Cada quien
toma veneno, a sabiendas,
de vez en cuando, y yo
siento los efectos en estos
instantes”. ¿Qué veneno
había ingerido José María?
¿Una relación sexual?
¿Una relación sexual pros-
tibularia? ¿O un acto mas-
turbatorio? Podemos ha-
cer muchas conjeturas,
pero lo cierto es que des-
pués de aquella ingesta ve-
nenosa el imperio de la
muerte de nuevo empezó
a reclamarlo. El polvo ce-
menterial de color amari-
llo ahora se ha instalado en
su cuerpo, en sus ojos, en
su mente. Le duele terri-
blemente la nuca, no pue-
de dormir, no puede con-
tinuar con el relato ficcio-
nal, y no le queda otra ta-
bla de salvación que el
Diario, que ahora le sirve
para polemizar con algu-
nos de los destacados na-
rradores latinoamericanos
del
boom
. Entre tanto ha-
bíamos llegado a San Mi-
guel, cuyas calles recorrió
Arguedas. Entré a la úni-
ca cantina del pueblo, que
estaba frente a un cuadri-
látero sembrado de molles
que era la plaza del pue-
blo. Entre los clientes ha-
bía un hombre todavía jo-
ven que tenía estudios
universitarios. Había leído
a Arguedas, había leído
Los zorros
cuando supo
que el escritor había ele-
gido su pueblo como lu-
gar para ahorcarse o pegar-
se un tiro. No me habló
propiamente del libro,
sino de las supuestas razo-
nes que lo llevaron al sui-
cidio, pero yo no arriesgué
ninguna hipótesis. Antes
de que empezara el atar-
decer, bajé de regreso a
Obrajillo acompañado de
Negro. Cuando avizora-
mos el pueblo le dije: “De
una cosa estoy seguro, vie-
jo. Que tú te habrías en-
tendido mejor con José
María que conmigo”.
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Uno de los temas de los
Diarios que me produjo
alguna desazón es aquel en
que Arguedas se refiere al
boom
y vierte opiniones
sobre algunos de sus repre-
sentantes, como Carpen-
tier, Lezama Lima, Julio
Cortázar o Carlos Fuentes.
Asumiendo el tono del
inferior, del subalterno, del
pariente pobre provincia-
no, llama a Carpentier
“don Alejo” o “don Julio”
a Cortázar. El tono, por
supuesto, pretende ser iró-
nico, humorístico o irre-
verente, pero para mí tie-
nen un cierto regusto feu-
dal, como del indio o el
pongo cuando se dirige,
sombrero en mano, a los
mistis wiracochas. Pero
quizá nos encontramos
ante actitudes tradiciona-
les de la cultura andina,
como se puede notar en el
Inca Garcilaso con sus pro-
tocolos de falsa modestia
o las maneras ceremonio-
sas que emplea para diri-
girse a personajes que per-
tenecen a estratos sociales
superiores. Con todo, las
secuencias que le dedica
al tema revelan el impac-
to que recibió José María
ante la irrupción de los
nuevos novelistas latinoa-
mericanos, algunos de los
cuales eran mayores o
menores que él. Todos es-
tos escritores no sólo ha-
bían revolucionado la es-
critura novelesca en len-
gua española sino que de-
fendían y propugnaban la
profesionalización del ofi-
cio de novelista. José Ma-
ría, sin ser consciente, era
todavía un romántico en
cuanto a la condición de
escritor, según la cual se
escribe exclusivamente
por una necesidad interior
de dar un testimonio ver-
dadero acerca de la situa-
ción social de los hombres
en el mundo. También es-
critores como Carpentier,
Cortázar u Onetti sentían
el mandato interior, pero
asimismo tenían en cuen-
ta las demandas exterio-
res, como las demandas
del mercado, por ejemplo,
sin que esto desvirtuara el
imperativo creador que
los abrasaba. La verdad es
que Arguedas nunca llegó
a aceptar ciertas premisas
de la modernidad litera-
ria. La propuesta que hizo
Borges por la década de
1930 (y que aceptaban
Carpentier, Lezama, Cor-
tázar, sin duda el mismo
Rulfo) de que la literatura
es artificio y en este senti-
do una mentira, a José
María le resultaba aberran-
te, profanadora como lo
manifestó en su polémica
con Sebastián Salazar Bon-
dy en el Primer Encuentro
de Narradores realizado en
Arequipa en 1965. Esta
nueva realidad literaria,
más las opiniones críticas
que dieron en un conver-
satorio reconocidos cien-
tíficos sociales sobre
Todas
las sangres,
debieron su-
mirlo más en el pozo de la
depresión en que se en-
contraba. Sintió, como lo
Máximo Damián, otro de sus grandes amigos músicos.