LIBROS & ARTES
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cada una de estas oca-
siones le deparan al
lector el privilegio de po-
der estar rodeado de libros
y más libros, pero con la
particularidad de que di-
fieren de esas bibliotecas
que florecen a lo largo de
los años en nuestras casas,
y que rebosan de volúme-
nes antiguos y modernos,
así como de materias mu-
chas veces solo predilec-
tas de sus poseedores. Evi-
dentemente, he aquí en
cambio obras impresas en
fechas muy recientes, que
abarcan una gran diversi-
dad de asuntos, y que de
suyo cumplen el más no-
ble de los designios, como
es el transformar el mun-
do mediante el bienaven-
turado acto de la lectura.
Toda feria de libro re-
sulta una propicia piedra
de toque que nos estimu-
la a escudriñar, como
siempre con pasmo, la tra-
yectoria de aquello que
alberga en sus entrañas
como es la quintaesencia
del saber humano, y por
cierto también la de nues-
tros amores, quimeras,
alegrías y angustias. En
suma, la incesante ciencia
de todos y el insondable
reino interior de uno, que
se yerguen codo a codo
en las blancas páginas, es-
tas que sin duda descien-
den de unos seres inmóvi-
les, mudos y enhiestos,
como son los árboles, esos
habitantes de los parques
vecinos o de los bosques
remotos.
Y de improviso en una
torre de marfil –la que vi-
lipendian los escritores
vanguardistas– aparece la
figura de un humanoide,
extraño entre los extraños,
en cuya cabeza y dorso
están embutidos unos li-
bros, como si fueran su
carne y osamenta. Pero,
claro está, basta de fanta-
sías, y enseguida digamos
únicamente la pura ver-
dad: he aquí la reproduc-
ción de una pintura de
Arcimboldo, manierista
milanés, quien en el siglo
XVI desató el oprimido
seso representando el ros-
tro de sus congéneres con
los más diversos vegetales,
o con plateados peces o
suntuosas aves. Sin embar-
go, en el caso tal, eligió no
más un rimero de libros,
porque homenajeaba al
bibliotecario, apenas naci-
do por esas fechas.
Sin más ni más, enmen-
démosle la plana a Arcim-
boldo, y en vez del biblio-
tecario, pensemos que por
ejemplo sea un bibliófilo,
sí, en efecto, un antiguo
amigo limeño, que ha pa-
sado la vida primero en
bibliotecas públicas de los
cuatro puntos cardinales y,
por último, metido en su
biblioteca casera. Cuando
joven renegaba del lugar
donde había nacido, y hoy
en cambio está orgulloso,
hasta ser un bibliófilo
chauvinista. Porque nos
dice que en Lima el ita-
liano Antonio Ricardo es-
tableció en el ya citado si-
glo XVI la primera im-
prenta de América del
Sur, y que en el parnaso
peruano apareció un cu-
riosísimo libro denomina-
do
5 metros de poemas
, de
Carlos Oquendo de Amat,
fechado en 1927, que es
como un dije bibliográfi-
co, y que se despliega ho-
rizontalmente hasta una
longitud de 5 metros, por
lo cual el lector se con-
vierte en un boquiabierto
contemplador de cada pá-
gina y del volumen gene-
ral.
Pues bien, en días pre-
vios a un viaje a Venezue-
la, estuve con nuestro bi-
bliófilo, quien al enterar-
se de ello me manifestó
que había conocido al poe-
ta Juan Sánchez Peláez en
la gélida ciudad norteame-
ricana de Iowa, donde se
hizo su amigo y entusiasta
lector, añadiendo que en
su estilo poético hay una
soterrada atmósfera surre-
alizante, y que esta es una
de las tantas razones por
las que él lo admira. No
hace mucho visité su bi-
blioteca, y justo frente a la
sección francesa hay un
estante conteniendo una
muy nutrida colección his-
panoamericana, y allí so-
bresalen dos libros de
Sánchez Peláez, en reali-
dad un par de florilegios
suyos publicados en épo-
cas distintas, donde palpi-
tan unas dedicatorias afec-
tuosas.
Muchos de los biblió-
filos terrenales acostum-
bran a remontarse men-
talmente varias centurias
de la imparable historia.
Porque quieren saber de
dónde vienen las niñas de
sus ojos –es decir, los li-
bros–, quieren saber por
qué están acá, y sobre
todo cuál será el destino
del libro en el futuro. Bien
vale la pena emularlos, y
vayamos entonces en vo-
landas por los aires del
tiempo, desde luego ha-
cia atrás, hasta el siglo XV,
a la alemana ciudad de
Maguncia, y allí acercar-
nos a Gutemberg, y solo
atisbar su incunable prefe-
rido. Y de paso enterarnos
de la pronta expansión
del libro, y pensar por pri-
mera vez cómo el copista
se convierte en impresor,
el manuscrito en volumen,
y, en fin, el momento en
que surgen los capítulos y
los párrafos en beneficio
de una mayor legibilidad.
Pero ¿qué ocurre en el
rotundo presente? He
aquí el libro en manos de
nuestra grey, en el centro
del planeta, aunque en
honor de la verdad le ha
surgido un poderoso com-
petidor: frente a él está la
computadora; frente al bi-
bliófilo, el cibernauta; y
frente a cada rectangular
folio, el espacio del in-
ternet infinito. Además,
hay sentimientos encon-
trados, tremendamente
dispares como el día y la
noche. Por un lado, el gre-
mio de los jóvenes poetas,
tan jubilosos porque sus
versos circulan de modo
ilimitado, vivitos y colean-
do, a través de espacios
realmente siderales, dejan-
do atrás los consabidos
tirajes de 500 ejemplares
en los que antes agoniza-
ba la poesía; y, por otro,
LOS LIBROS, NIÑAS
DE LOS OJOS
Carlos Germán Belli
Hoy día, en el umbral de un siglo y un milenio,
justamente nuevos, nuestro querido y antiguo libro sigue por
fortuna vivo, en sus trece, incluso con una visible salud de hierro,
según lo prueban los sucesivos eventos que suele suscitar puntualmente en
el curso de las últimas décadas, hasta convertir a las respectivas
sedes en capitales emblemáticas de la cultura.
la natural inquietud de los
devotos del libro, que se
aferran a él con uñas y
dientes, porque para ellos
nunca será lo mismo leer
en una computadora que
en unas cálidas y livianas
páginas.
Por cierto, en las con-
troversias hay que dirimir.
Reconocemos las bonda-
des de la Cibernética, por
añadidura desde sus albo-
res ya algo lejanos, y en-
tre tantísimos beneficios
que ha traído por cierto
hay uno a favor del arrin-
conado género literario
para que vuelva a difun-
dirse, según ocurría en el
pasado. Pero el libro de
suyo despierta una devo-
ción tal porque, hoy en
día, sigue siendo el mejor
medio para devorar allí la
palabra poética, con la
mayor de las gulas, pala-
deando su forma y engu-
llendo su contenido. Sin
duda, en esos descendien-
tes de los árboles, como en
efecto son las inmaculadas
páginas, se lee mejor, has-
ta con suma placidez. Por
ello hay bibliófilos que se
transfiguran en biblióma-
nos, que suelen coleccio-
nar libros como los orfe-
bres las pepitas de oro, y
que consideran sus edicio-
nes raras como unos talis-
manes bienhechores, y
que le vuelven las espal-
das al Hada Cibernética,
y saben que, si bien algu-
na vez no lleguen a desen-
trañar la obra admirada
que poseen, la pueden ab-
sorber entonces con la vis-
ta, el olfato y el tacto.
Además, el sensitivo bi-
bliómano anida en su
mente la feliz idea de que
sus volúmenes predilectos
distan de ser cosas inertes,
porque poseen la facultad
de cambiar la vida del
hombre. Pero nuestro bi-
bliómano es igualmente
muy imaginativo al pensar
que el libro también po-
dría transformar a aquel
enigmático animalillo, si
este tuviera el don huma-
no de leer y la fortuna de
formar una biblioteca en
su propio pesebre.
Y