LIBROS & ARTES
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tal de la Católica, en que
por primera vez participa-
ron poetas de San Marcos
o ligados a la izquierda –en-
tre los que estaba el inol-
vidable Juan Gonzalo
Rose–, para mi sorpresa y
molestia salió a leer ese
mismo muchacho cuya
exaltación y entusiasmo
me desagradaban tanto.
Por fortuna los poemas de
Sologuren, Belli y Juan
Gonzalo habían reman-
sado mi espíritu y me hi-
cieron lo suficientemente
tolerante como para no
abandonar el recinto. En-
tonces Javier Heraud, un
muchacho distinto al que
yo había visto a lo largo
de los meses, leyó con voz
cálida y sobria los purísi-
mos versos de su poema
El
río
. Yo no era ajeno al po-
der de la poesía (¿cómo
serlo después de leer a
Vallejo, Eguren o a Eiel-
son?), pero ahora los ver-
sos de Heraud me revela-
ron a un poeta de espíritu
solar, cuyo poder me ayu-
dó a liberarme paso a
paso, con sus avances y
retrocesos, de los más
irracionales prejuicios que
aquejan a los habitantes
de nuestra patria. Un año
después (o algo más) me
enteré de su viaje a Cuba.
Y como dije estaba en
Muquiyauyo cuando supe
de la bárbara cacería de
que fue víctima en las
aguas lustrales del río Ma-
dre de Dios.
En esa primera lectura
de
La condición humana
no
presté atención a sus as-
pectos formales, sino que
me arrebató su contenido,
con las acciones épico trá-
gicas de sus personajes en
el marco de una situación
revolucionaria. Si bien mis
lecturas del marxismo
eran precarias y bastante
distraídas, no había sido
ajeno a los problemas so-
ciales y políticos del Perú
y el mundo. Como parte
de la masa participé en al-
gunas de las marchas estu-
diantiles, sobre todo en
apoyo a Cuba. Recuerdo
que una noche me sumé a
las fuerzas que el FER de
San Marcos organizó en la
Casona para defender los
resultados de una cierta
elección del Centro Fede-
rado de Derecho en que
había triunfado la lista de
izquierda y, según prácti-
ca de esos años, se temía
el asalto de la bufalería
aprista para arrebatar y
destruir las ánforas. Tam-
bién recuerdo que estable-
cí relaciones con círculos
de alumnos simpatizantes
de la juventud comunista,
pero la relación no pros-
peró porque me espanta-
ron sus ideas sobre arte y
literatura y su oculto des-
precio por los intelectua-
les y artistas. Con todo, la
atmósfera que se vivía en
el patio de Derecho y en
los pasillos de la recién in-
augurada ciudad universi-
taria llena de discusiones
y mítines, más la lectura
de autores como Vallejo,
Alegría y Arguedas, me
incitaron a emprender un
viaje de más de seis meses
por los andes del centro y
el sur. Como creo ya
haberlo dicho en otro tex-
to, necesitaba mirar de
cerca las huelgas y toma
de locales que libraban los
mineros contra la Cerro
de Pasco Corporation en
La Oroya, Cerro de Pasco
y Cobriza, deseaba cono-
cer el mundo de las comu-
nidades indígenas descri-
tas en las novelas y relatos
de Arguedas, pero sobre
todo quería llegar al valle
de La Convención donde
en algún sitio se hallaba
escondido Hugo Blanco,
mientras las organizacio-
nes campesinas, tras haber
hecho huir a los gamo-
nales de la región, prose-
guían sus luchas por una
reforma agraria basada en
el principio de “la tierra
para quien la trabaja”. Y
una feliz consecuencia de
aquel viaje fue precisa-
mente que me viniera a
trabajar en el flamante
colegio comunal de Mu-
quiyauyo.
En todo esto pensaba,
pero bajo una nueva luz,
luego que concluí la lec-
tura de la gran novela de
Malraux. Por supuesto, yo
había procurado integrar-
me a la vida comunitaria,
había hecho buenos ami-
gos e incluso me había
convertido en miembro
del cuartel 2 y como tal
participaba en las faenas
comunales. Sin embargo,
la parte esencial de mi es-
píritu vagaba por otros lu-
gares y por eso me puse a
escribir mi novela, que era
una manera de retornar a
Piura y a los años de mi
exaltada adolescencia. Yo
había leído a Sartre y
Camus, pero no era nece-
sario conocer la filosofía
existencialista para sentir
que el mundo apestaba y
que ningún goce podía
abolir el aburrimiento de
la vida. Y si otros habían
viajado a Cuba, mi largo
viaje por la sierra y mi per-
manencia en este pueblo
andino era parte de una
búsqueda cuyo sentido no
alcanzaba a comprender. Y
de pronto, esta novela me
señalaba un camino. Chen
y Kyo también han senti-
do la absurdidad y el asco
de la existencia, pero a
diferencia de los persona-
jes de Sartre y de Camus
(o como Garin y Perken,
de las novelas anteriores
de Malraux), encuentran
el sentido y plenitud de la
existencia en la acción re-
volucionaria. Esperé unos
días para superar mi esta-
do de ánimo. Pero cuan-
do intenté retomar mi no-
vela me fue imposible
concentrarme. Era necesa-
rio escribir otro tipo de fic-
ciones. De modo que so-
metí a cuarentena mi
novelita algo disoluta y
como dije escrita en ple-
na irresponsabilidad. No
sabía que esta cuarentena
se iba a prolongar por cin-
co años.
II
Mi segunda lectura de
La condición humana
coin-
cidió con un acercamien-
to serio al marxismo, un
acercamiento que, en par-
te, se debía a mi lectura de
esta misma novela. Hasta
entonces, fuera del
Mani-
fiesto comunista
, mi bagaje
“marxista” se reducía a
unos pocos libros de lo
que podríamos llamar
“marxismo académico o
universitario” y que había
revisado con tanta pereza,
mientras que de Mariá-
tegui sólo había leído con
deleite y mucho provecho
sus ensayos sobre el arte y
la literatura de las tres pri-