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LIBROS & ARTES

Página 12

tal de la Católica, en que

por primera vez participa-

ron poetas de San Marcos

o ligados a la izquierda –en-

tre los que estaba el inol-

vidable Juan Gonzalo

Rose–, para mi sorpresa y

molestia salió a leer ese

mismo muchacho cuya

exaltación y entusiasmo

me desagradaban tanto.

Por fortuna los poemas de

Sologuren, Belli y Juan

Gonzalo habían reman-

sado mi espíritu y me hi-

cieron lo suficientemente

tolerante como para no

abandonar el recinto. En-

tonces Javier Heraud, un

muchacho distinto al que

yo había visto a lo largo

de los meses, leyó con voz

cálida y sobria los purísi-

mos versos de su poema

El

río

. Yo no era ajeno al po-

der de la poesía (¿cómo

serlo después de leer a

Vallejo, Eguren o a Eiel-

son?), pero ahora los ver-

sos de Heraud me revela-

ron a un poeta de espíritu

solar, cuyo poder me ayu-

dó a liberarme paso a

paso, con sus avances y

retrocesos, de los más

irracionales prejuicios que

aquejan a los habitantes

de nuestra patria. Un año

después (o algo más) me

enteré de su viaje a Cuba.

Y como dije estaba en

Muquiyauyo cuando supe

de la bárbara cacería de

que fue víctima en las

aguas lustrales del río Ma-

dre de Dios.

En esa primera lectura

de

La condición humana

no

presté atención a sus as-

pectos formales, sino que

me arrebató su contenido,

con las acciones épico trá-

gicas de sus personajes en

el marco de una situación

revolucionaria. Si bien mis

lecturas del marxismo

eran precarias y bastante

distraídas, no había sido

ajeno a los problemas so-

ciales y políticos del Perú

y el mundo. Como parte

de la masa participé en al-

gunas de las marchas estu-

diantiles, sobre todo en

apoyo a Cuba. Recuerdo

que una noche me sumé a

las fuerzas que el FER de

San Marcos organizó en la

Casona para defender los

resultados de una cierta

elección del Centro Fede-

rado de Derecho en que

había triunfado la lista de

izquierda y, según prácti-

ca de esos años, se temía

el asalto de la bufalería

aprista para arrebatar y

destruir las ánforas. Tam-

bién recuerdo que estable-

cí relaciones con círculos

de alumnos simpatizantes

de la juventud comunista,

pero la relación no pros-

peró porque me espanta-

ron sus ideas sobre arte y

literatura y su oculto des-

precio por los intelectua-

les y artistas. Con todo, la

atmósfera que se vivía en

el patio de Derecho y en

los pasillos de la recién in-

augurada ciudad universi-

taria llena de discusiones

y mítines, más la lectura

de autores como Vallejo,

Alegría y Arguedas, me

incitaron a emprender un

viaje de más de seis meses

por los andes del centro y

el sur. Como creo ya

haberlo dicho en otro tex-

to, necesitaba mirar de

cerca las huelgas y toma

de locales que libraban los

mineros contra la Cerro

de Pasco Corporation en

La Oroya, Cerro de Pasco

y Cobriza, deseaba cono-

cer el mundo de las comu-

nidades indígenas descri-

tas en las novelas y relatos

de Arguedas, pero sobre

todo quería llegar al valle

de La Convención donde

en algún sitio se hallaba

escondido Hugo Blanco,

mientras las organizacio-

nes campesinas, tras haber

hecho huir a los gamo-

nales de la región, prose-

guían sus luchas por una

reforma agraria basada en

el principio de “la tierra

para quien la trabaja”. Y

una feliz consecuencia de

aquel viaje fue precisa-

mente que me viniera a

trabajar en el flamante

colegio comunal de Mu-

quiyauyo.

En todo esto pensaba,

pero bajo una nueva luz,

luego que concluí la lec-

tura de la gran novela de

Malraux. Por supuesto, yo

había procurado integrar-

me a la vida comunitaria,

había hecho buenos ami-

gos e incluso me había

convertido en miembro

del cuartel 2 y como tal

participaba en las faenas

comunales. Sin embargo,

la parte esencial de mi es-

píritu vagaba por otros lu-

gares y por eso me puse a

escribir mi novela, que era

una manera de retornar a

Piura y a los años de mi

exaltada adolescencia. Yo

había leído a Sartre y

Camus, pero no era nece-

sario conocer la filosofía

existencialista para sentir

que el mundo apestaba y

que ningún goce podía

abolir el aburrimiento de

la vida. Y si otros habían

viajado a Cuba, mi largo

viaje por la sierra y mi per-

manencia en este pueblo

andino era parte de una

búsqueda cuyo sentido no

alcanzaba a comprender. Y

de pronto, esta novela me

señalaba un camino. Chen

y Kyo también han senti-

do la absurdidad y el asco

de la existencia, pero a

diferencia de los persona-

jes de Sartre y de Camus

(o como Garin y Perken,

de las novelas anteriores

de Malraux), encuentran

el sentido y plenitud de la

existencia en la acción re-

volucionaria. Esperé unos

días para superar mi esta-

do de ánimo. Pero cuan-

do intenté retomar mi no-

vela me fue imposible

concentrarme. Era necesa-

rio escribir otro tipo de fic-

ciones. De modo que so-

metí a cuarentena mi

novelita algo disoluta y

como dije escrita en ple-

na irresponsabilidad. No

sabía que esta cuarentena

se iba a prolongar por cin-

co años.

II

Mi segunda lectura de

La condición humana

coin-

cidió con un acercamien-

to serio al marxismo, un

acercamiento que, en par-

te, se debía a mi lectura de

esta misma novela. Hasta

entonces, fuera del

Mani-

fiesto comunista

, mi bagaje

“marxista” se reducía a

unos pocos libros de lo

que podríamos llamar

“marxismo académico o

universitario” y que había

revisado con tanta pereza,

mientras que de Mariá-

tegui sólo había leído con

deleite y mucho provecho

sus ensayos sobre el arte y

la literatura de las tres pri-