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LIBROS & ARTES

Página 25

te, porque le parecía absur-

do que en los años treinta

alguien pudiera escribir o se-

guir escribiendo con temas

y estilos que fueron potables

a principios del siglo. No ata-

caba a nadie por envidia; es-

taba seguro de ser superior

y distinto, de moverse en

otro plano.

Evocándolo, puedo

imaginar su risa frente al pa-

sajero truco del

boom

, frente

a los que siguen pagando,

con esfuerzo visible, el viaje

inútil y grosero hacia un todo

que siempre termina en nada.

Arlt, que sólo era genial cuan-

do contaba de personas, si-

tuaciones y de la conciencia

del paraíso inalcanzable.

Un recuerdo que viene al

caso, para confundir o acla-

rar. Alguna vez nos dijo y lo

publicó: “Cuando aparece

por la redacción (del diario

en que trabajaba) un tipo con

su manuscrito o me piden

que lea un libro de un des-

conocido que tiene talento,

nunca procedo como mis

colegas. Estos se asustan y le

ponen mil trabas –muy cor-

teses, muy respetuosos y bien

educados– al recién venido.

Yo uso otro procedimiento.

Yo me dedico a conseguirle

al nuevo genio toda clase de

facilidades para que publi-

que. Nunca falla: un año o

dos y el tipo no tiene ya más

nada que decir. Enmudece y

regresa a las cosas que fue-

ron su vida antes de la aven-

tura literaria.”

Cuento dos “aguafuer-

tesarltianas”:

1) Una mañana sus com-

pañeros de trabajo lo encon-

tramos en la redacción (era

otro diario,

Crítica

, donde

Arlt estaba encargado de la

sección “Policiales”) con los

pies sin zapatos sobre la

mesa, llorando, los calcetines

rotos. Tenía enfrente una

vaso con una rosa mustia. A

las preguntas, a las angustias,

contestó: “¿Pero no ven la

flor? ¿No se dan cuenta que

se está muriendo?”

Otra mañana estaba cal-

zado pero semimuerto, el

mechón de pelo en la cara,

negándose a conversar. Aca-

baba de ver el cuerpo de una

muchacha, sirvienta, que se

había tirado a la calle desde

un quinto o séptimo piso.

Fue mudo y grosero duran-

te varios días. Después escri-

bió su primera y mejor obra

de teatro,

Trescientos millones

o

cifra parecida, basado en la

supuesta historia de la mu-

chacha muerta.

2) En aquel tiempo,

como ahora, yo vivía apar-

tado de esa consecuente mas-

turbación que se llama vida

literaria. Escribía y escribo y

lo demás no importa. Una

noche, por casualidad pura,

me mezclé con Arlt y otros

conocidos en un cafetín. El

monstruo, antónimo de sa-

grado, recuerdo, no tomaba

alcohol.

Tarde, cuatro o cinco de

nosotros aceptamos tomar

un taxi para ir a comer. En-

tre nosotros iba un escritor,

también dramaturgo, al que

conviene bautizar Pérez En-

cina. En el viaje se habló, cla-

ro, de literatura. Arlt miraba

en silencio las luces de la ca-

lle. Cerca de nuestro destino

–una calle torcida, un bode-

gón que se fingía italiano–

Pérez Encina dijo:

–Cuando estrené

La casa

vendida

Entonces Arlt resucitó de

la sombra y empezó a reír y

siguió riendo hasta que el taxi

se detuvo y alguno pagó el

viaje. Continuaba riendo

apoyado en la pared del bo-

degón y, sospecho, todos

pensamos que le había llega-

do un muy previsible ataque

de locura. Por fin se acabó

la risa y dijo calmoso y serio:

–A vos, Pérez Encina,

nadie te da patente de inteli-

gencia. Pero sos el premio

Nobel de la memoria. ¡Sos

la única persona en el mun-

do que se acuerda de

La casa

vendida!

La numerosa tribu de

los maniqueos puede elegir

entre las dos anécdotas. Yo

creo en la sinceridad de una

y otra y no doy opinión so-

bre la persona Roberto Arlt.

Que, por otra parte, me in-

teresa menos que sus libros.

A esta altura pienso que

hay recuerdos bastantes y es,

sería, necesario hablar del li-

bro. Pero siempre he creído,

además, que los lectores, lo

único que importa de ver-

dad –y esto es demostrable–

no son niños necesitados de

que los ayuden a atravesar las

IMAGEN (AL FLASH) DEL CHINO DOMÍNGUEZ

Arturo Corcuera

o se le escapa nada. Todo lo registra. Atisba como por una

rendija el ojo biónico del Chino Domínguez. Desorbitado ojo

de la Luna que lo ausculta todo. Ojo de Luna llena (de imágenes)

que pareciera a primera vista en cuarto menguante.

El súbito episodio veloz, un gesto repentino, la fugacidad diaria

de la vida quedan de improviso inmóviles por arte de magia de su

Nikon, artefacto que Domínguez ha humanizado y le obedece con

alta fidelidad y va con él a todas partes como una compañera im-

prescindible. «Todo lo que huye permanece y dura», dice don Fran-

cisco de Quevedo. Y como Domínguez lo sabe, donde pone el ojo

pone el flash.

Sus fotos nos retornan el tiempo y los rostros perdidos, en algu-

nos casos a propósito olvidados. Una fotografía suya nos recuerda a

veces que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Y si no miremos y

admiremos la figura crepuscular del general Odría («el general de la

alegría»), asomando rengo, como si tuviera el testículo herniado en

pleno otoño del patriarca. O solacémonos con la divertida imagen

del arquitecto Belaúnde alzado en vilo por una matrona robusta que

se esfuerza por devolverlo a las nubes (Vallejo hablaba de las «fa-

mosas caídas de arquitecto»), nubenauta que vivió (y vive) en el

mejor de los mundos.

La faz multiplicada de la humanísima huelga de hambre, la fero-

cidad policial, las batallas populares de cada día, la sonrisa y la tris-

teza en los ojos de la niñez desvalida, el hombre anónimo de este

Perú mendigo, en la intemperie, arrojado a la vía pública, desaloja-

do a empellones (a culatazos) de su pobre banco de oro (banco de

lloro). Nada de la calle a Domínguez le es ajeno, con sus activos y

sus pasivos. Él anda siempre metido hasta el tuétano en el meollo

de la noticia, disparando el flash sin pestañear, quemándose las pes-

tañas en el corazón del incendio. Nadie sabe por dónde apareció ni

como se introdujo, pero lo cierto es que ahí está el Chino comprán-

dose el pleito, haciendo historia con su inseparable cámara, tierna y

ágil y acusadora-cámara-lente-de-lince.

N

tinieblas para esquivar las zan-

jas o llegar al baño. Ellos, los

lectores, son siempre los que

dicen la última, definitiva

palabra después de la

verborragia crítica que se

adhiere a las primeras edicio-

nes.

Esto no es un ensayo crí-

tico –sería incapaz de hacer-

lo seriamente–, sino una sim-

ple semblanza, muy breve en

realidad si la comparo con

lo que recuerdo ahora mis-

mo, esta noche de mayo en

un lugar que ustedes no co-

nocen y se llama Montevi-

deo. Una semblanza de un

tipo llamado Roberto Arlt,

destinado a escribir.

Y el destino, supongo,

sabe lo que hace. Porque el

pobre hombre se defendió

inventando medias irrompi-

bles, rosas eternas, motores

de superexplosión, gases

para concluir con una ciu-

dad.

Pero fracasó siempre y

tal vez de ahí irrumpieran en

este libro metáforas indus-

triales, químicas, geométricas.

Me consta que tuvo fe y que

trabajó en sus fantasías con

seriedad y métodos germa-

nos.

Pero había nacido para

escribir sus desdichas infan-

tiles, adolescentes, adultas. Lo

hizo con rabia y con genio,

cosas que le sobraban.

Todo Buenos Aires, por

lo menos, leyó este libro. Los

intelectuales interrumpieron

los dry martinis para enco-

ger los hombros y rezongar

piadosamente que Arlt no

sabía escribir. No sabía, es

cierto, y desdeñaba el idio-

ma de los mandarines; pero

si dominaba la lengua y los

problemas de millones de

argentinos, incapaces de co-

mentarlo en artículos litera-

rios, capaces de compren-

derlo y sentirlo como ami-

go que acude –hosco, silen-

cioso o cínico– en la hora de

la angustia.

Arlt nació y soportó la

infancia en ese límite filo que

los estadígrafos de todos los

gobiernos de este mundo lla-

ma misería-pobreza; sopor-

tó a un padre de sangre aria

pura que le decía, a cada tra-

vesura; mañana a las seis te

voy a dar una paliza. Arlt tra-

tó de contarnos, y tal vez