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LIBROS & ARTES

Página 24

Hay que publicarla. Mañana

vamos a ver a Arlt.

Entonces supe que

Kostia era viejo amigo de

Arlt; que había crecido con

él en Flores, un barrio bo-

naerense, que probablemente

haya participado en las aven-

turas primeras de

El juguete

rabioso

.

¿Pero quién y cómo era

Arlt? Lo imaginé como un

compadrito porteño, defini-

ción que no puede ser tra-

ducida, que llevaría horas

para ser explicada y tal vez

sin acierto posible.

Por ahora, en la víspera

de una entrevista que me pa-

recía inverosímil, supe que

Kostia, por lo menos, cono-

cía a muchos protagonistas

de

Los siete locos

y

Los lan-

zallamas

. Claro que Erdosain

continuaba invisible, impal-

pable, porque era el fantas-

ma hecho personaje del mis-

mo Arlt.

Siempre en la víspera, in-

tentaba sondear mi futuro

inmediato.

–Pero lo que yo escribo

no tiene nada que ver con lo

que hace Arlt. ¿Y si no le

gusta? ¿Con qué derecho vas

a imponerle que lea el libro?

–Claro que no tiene nada

que ver –sonreía Kostia con

dulzura–, Arlt es un gran no-

velista. Pero odia lo que po-

demos llamar literatura en-

tre comillas. Y tu librito, por

lo menos, está limpio de eso.

No te preocupes –vasos de

vino y la solapa aceptando

paciente su misión de ceni-

cero–; lo más probable es

que te mande a la mierda.

La entrevista en

El Mun-

do

resultó tan inolvidable

como desconcertante. Arlt

tenía el privilegio, tan raro en

una redacción, de ocupar una

oficina sin compartirla con

nadie. Por lo menos en aquel

momento, las cuatro de la

tarde. Saludó a Kostia:

–Qué hacés, malandra.

Y después de las presen-

taciones Kostia se dedicó a

divertirse en silencio y apar-

te. El original de la novela

quedó encima del escritorio.

Roberto Arlt se adhirió a la

quietud de su amigo, apenas

movió la cabeza para dese-

char mi paquete de cigarri-

llos. Tendría entonces unos

treinta y cinco años de edad,

una cabeza bien hecha, páli-

da y saludable, un mechón

de pelo negro duro sobre la

frente, una expresión desa-

fiante que no era deliberada,

que le había sido impuesta

por la infancia, y que ya nun-

ca lo abandonaría.

Me estuvo mirando,

quieto, hasta colocarme en

alguno de sus caprichosos

casilleros personales. Com-

prendí que resultaría inútil,

molesto, posiblemente ofen-

sivo hablar de admiradores

y respetos a un hombre

como aquél, un hombre im-

predecible que “siempre es-

taría en otra cosa”.

Por fin dijo:

–Assí que usted esscribió

una novela y Kostia dice que

está bien y yo tengo que con-

seguirle un imprentero.

(En aquel tiempo Bue-

nos Aires no tenía, práctica-

mente, editoriales. Por des-

gracia. Hoy tiene demasia-

das, también por desgracia).

Arlt abrió el manuscrito

con pereza y leyó fragmen-

tos de páginas, salteando cin-

co, salteando diez. De esta

manera la lectura fue muy

rápida. Yo pensaba: demo-

ré casi un año en escribirla.

Sólo sentía asombro, la sen-

sación absurda de que la es-

cena hubiera sido planeada.

Finalmente Arlt dejó el

manuscrito y se volvió al

amigo que fumaba indolen-

te sentado lejos y a su izquier-

da, casi ajeno.

–Dessime vos, Kostia –

preguntó–, ¿yo publiqué una

novela este año?

–Ninguna. Anunciaste

pero no pasó nada.

–Es por las “Aguafuer-

tes”, que me tienen loco. To-

dos los días se me aparece

alguno con un tema que me

jura que es genial. Y todos

son amigos del diario y nin-

guno sabe que los temas de

las “Aguafuertes” me andan

buscando por la calle, o la

pensión o donde menos se

imaginan. Entonces, si estás

seguro que no publiqué nin-

gún libro este año, lo que

acabo de leer es la mejor

novela que se escribió en

Buenos Aires este año. Tene-

mos que publicarla.

La amnesia fue fingida

tan groseramente que mi

única preocupación era des-

aparecer.

–Te avisé –dijo Kostia.

–Sos como yo, no te

equivocás nunca con los li-

bros. Por eso no te muestro

los originales, porque no

quiero andar dudando.

Suspiró, puso la mano

abierta encima del manuscri-

to y se acordó de mí.

–Claro, usted piensa que

lo estoy cachando y tiene

ganas de putearme. Pero no

es así. Vea: cuando me alcan-

za el dinero para comprar

libros, me voy a cualquier li-

brería de la calle Corrientes.

Y no necesito hacer más que

esto, hojear, para estar segu-

ro de sí una novela es buena

o no. La suya es buena y aho-

ra vamos a tomar algo para

festejar y divertirnos hablan-

do de los colegas.

Arlt entró al café

Rivadavia y Río de Janeiro,

haciendo cruz con el edifi-

cio de

El Mundo

. Era un hom-

bre alto y por aquellos días

jugaba a la gimnasia y la sa-

lud.

Acaso fuera aquél el mis-

mo cafetín donde la mujer

de Erdosain espiara el perfil

inmóvil y melancólico de su

marido, a través de los vi-

drios mugrientos, hundido

en el humo del tabaco y la

máquina del café.

Hablamos de muchas

cosas y, aquella tarde, habla-

ba él. Desfilaron casi todos

los escritores argentinos con-

temporáneos y Arlt los cita-

ba con precisión y carcaja-

das que resonaban extrañas

en aquel café de barrio, en

aquella hora apacible de la

tarde.

–Pero mirá, un tipo que

es capaz de escribir en serio

una frase como ésta: Y ve-

nían la frase y la risa. Pero las

burlas de Arlt no tenían rela-

ción con las previsibles y ri-

tuales de las peñas o capillas

literarias. Se reía francamen-

Doris Gibson.

“Había nacido para escribir sus desdichas infantiles,

adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le

sobraban. Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales inte-

rrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que

Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los

mandarines; pero si dominaba la lengua y los problemas de millones

de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos

literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo.”