LIBROS & ARTES
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Hay que publicarla. Mañana
vamos a ver a Arlt.
Entonces supe que
Kostia era viejo amigo de
Arlt; que había crecido con
él en Flores, un barrio bo-
naerense, que probablemente
haya participado en las aven-
turas primeras de
El juguete
rabioso
.
¿Pero quién y cómo era
Arlt? Lo imaginé como un
compadrito porteño, defini-
ción que no puede ser tra-
ducida, que llevaría horas
para ser explicada y tal vez
sin acierto posible.
Por ahora, en la víspera
de una entrevista que me pa-
recía inverosímil, supe que
Kostia, por lo menos, cono-
cía a muchos protagonistas
de
Los siete locos
y
Los lan-
zallamas
. Claro que Erdosain
continuaba invisible, impal-
pable, porque era el fantas-
ma hecho personaje del mis-
mo Arlt.
Siempre en la víspera, in-
tentaba sondear mi futuro
inmediato.
–Pero lo que yo escribo
no tiene nada que ver con lo
que hace Arlt. ¿Y si no le
gusta? ¿Con qué derecho vas
a imponerle que lea el libro?
–Claro que no tiene nada
que ver –sonreía Kostia con
dulzura–, Arlt es un gran no-
velista. Pero odia lo que po-
demos llamar literatura en-
tre comillas. Y tu librito, por
lo menos, está limpio de eso.
No te preocupes –vasos de
vino y la solapa aceptando
paciente su misión de ceni-
cero–; lo más probable es
que te mande a la mierda.
La entrevista en
El Mun-
do
resultó tan inolvidable
como desconcertante. Arlt
tenía el privilegio, tan raro en
una redacción, de ocupar una
oficina sin compartirla con
nadie. Por lo menos en aquel
momento, las cuatro de la
tarde. Saludó a Kostia:
–Qué hacés, malandra.
Y después de las presen-
taciones Kostia se dedicó a
divertirse en silencio y apar-
te. El original de la novela
quedó encima del escritorio.
Roberto Arlt se adhirió a la
quietud de su amigo, apenas
movió la cabeza para dese-
char mi paquete de cigarri-
llos. Tendría entonces unos
treinta y cinco años de edad,
una cabeza bien hecha, páli-
da y saludable, un mechón
de pelo negro duro sobre la
frente, una expresión desa-
fiante que no era deliberada,
que le había sido impuesta
por la infancia, y que ya nun-
ca lo abandonaría.
Me estuvo mirando,
quieto, hasta colocarme en
alguno de sus caprichosos
casilleros personales. Com-
prendí que resultaría inútil,
molesto, posiblemente ofen-
sivo hablar de admiradores
y respetos a un hombre
como aquél, un hombre im-
predecible que “siempre es-
taría en otra cosa”.
Por fin dijo:
–Assí que usted esscribió
una novela y Kostia dice que
está bien y yo tengo que con-
seguirle un imprentero.
(En aquel tiempo Bue-
nos Aires no tenía, práctica-
mente, editoriales. Por des-
gracia. Hoy tiene demasia-
das, también por desgracia).
Arlt abrió el manuscrito
con pereza y leyó fragmen-
tos de páginas, salteando cin-
co, salteando diez. De esta
manera la lectura fue muy
rápida. Yo pensaba: demo-
ré casi un año en escribirla.
Sólo sentía asombro, la sen-
sación absurda de que la es-
cena hubiera sido planeada.
Finalmente Arlt dejó el
manuscrito y se volvió al
amigo que fumaba indolen-
te sentado lejos y a su izquier-
da, casi ajeno.
–Dessime vos, Kostia –
preguntó–, ¿yo publiqué una
novela este año?
–Ninguna. Anunciaste
pero no pasó nada.
–Es por las “Aguafuer-
tes”, que me tienen loco. To-
dos los días se me aparece
alguno con un tema que me
jura que es genial. Y todos
son amigos del diario y nin-
guno sabe que los temas de
las “Aguafuertes” me andan
buscando por la calle, o la
pensión o donde menos se
imaginan. Entonces, si estás
seguro que no publiqué nin-
gún libro este año, lo que
acabo de leer es la mejor
novela que se escribió en
Buenos Aires este año. Tene-
mos que publicarla.
La amnesia fue fingida
tan groseramente que mi
única preocupación era des-
aparecer.
–Te avisé –dijo Kostia.
–Sos como yo, no te
equivocás nunca con los li-
bros. Por eso no te muestro
los originales, porque no
quiero andar dudando.
Suspiró, puso la mano
abierta encima del manuscri-
to y se acordó de mí.
–Claro, usted piensa que
lo estoy cachando y tiene
ganas de putearme. Pero no
es así. Vea: cuando me alcan-
za el dinero para comprar
libros, me voy a cualquier li-
brería de la calle Corrientes.
Y no necesito hacer más que
esto, hojear, para estar segu-
ro de sí una novela es buena
o no. La suya es buena y aho-
ra vamos a tomar algo para
festejar y divertirnos hablan-
do de los colegas.
Arlt entró al café
Rivadavia y Río de Janeiro,
haciendo cruz con el edifi-
cio de
El Mundo
. Era un hom-
bre alto y por aquellos días
jugaba a la gimnasia y la sa-
lud.
Acaso fuera aquél el mis-
mo cafetín donde la mujer
de Erdosain espiara el perfil
inmóvil y melancólico de su
marido, a través de los vi-
drios mugrientos, hundido
en el humo del tabaco y la
máquina del café.
Hablamos de muchas
cosas y, aquella tarde, habla-
ba él. Desfilaron casi todos
los escritores argentinos con-
temporáneos y Arlt los cita-
ba con precisión y carcaja-
das que resonaban extrañas
en aquel café de barrio, en
aquella hora apacible de la
tarde.
–Pero mirá, un tipo que
es capaz de escribir en serio
una frase como ésta: Y ve-
nían la frase y la risa. Pero las
burlas de Arlt no tenían rela-
ción con las previsibles y ri-
tuales de las peñas o capillas
literarias. Se reía francamen-
Doris Gibson.
“Había nacido para escribir sus desdichas infantiles,
adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le
sobraban. Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales inte-
rrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que
Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los
mandarines; pero si dominaba la lengua y los problemas de millones
de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos
literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo.”