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LIBROS & ARTES

Página 26

pudo hacerlo en su primera

novela, los insomnios en que

miraba la negrura de una pe-

queña ventana, viendo el anun-

cio de la mañana implacable.

Supe que leyó Dosto-

yevski en miserables edicio-

nes argentinas de su época.

Humillados y ofendidos

, sin duda

alguna. Después descubrió

Rocambole y creyó. Era,

literariamente, un asombro-

so semianalfabeto. Nunca

plagió a nadie; robó sin dar-

se cuenta.

Sin embargo, yo persis-

to, era un genio. Y, antes del

final, una observación; por

si todavía quedan lombro-

sianos es justo decir que los

huesos frontales del genio

muestran una protuberancia

en el entrecejo. En Roberto

Arlt el rasgo era muy nota-

ble, yo no lo tengo.

Y ahora, por desgracia,

reaparece la palabra “des-

concertante”. Pero, ya que

está expuesta, vamos a mi-

rarla de cerca. Como viejos

admiradores de Arlt, como

antiguos charlatanes y

discutidores, hemos com-

probado que las objeciones

de los más cultos sobre la

obra de Roberto Arlt son

difíciles de rebatir. Ni siquie-

ra el afán de ganar una polé-

mica durante algunos minu-

tos me permitió nunca decir

que no a los numerosos car-

gos que tuve que escuchar y

que, sin embargo, curiosa-

mente, nadie se atreve a pu-

blicar. Vamos a elegir los más

contundentes, los más defi-

nitivos en apariencia.

1) Roberto Arlt tradujo

a Dostoyevski al lunfardo. La

novela que integran

Los siete

locos

y

Los lanzallamas

nació de

Los demonios

. No sólo el tema,

sino también situaciones y

personajes. María Timofo-

yevna Lebiádkikna, “la coja”,

es fácil de reconocer; se lla-

ma aquí Hipólita: Stavoguin

es reconstruido con el Astró-

logo; y otros; el diablo, pun-

tualmente se le aparece tan-

tas veces a Erdosain como a

Iván Karamázov.

2) La obra de Arlt pue-

de ser un ejemplo de caren-

cia de autocrítica. De sus

nueve cuentos recogidos en

libro, este lector envidia dos:

Las fieras

,

Ester Primavera

y

desprecia el resto.

Tribuna norte, las barras bravas.

“Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno

fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los

errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene

razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente a

La

agonía del rufián melancólico

, a

El humillado

o a

Haffner cae

. No nos dirá

nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación de un

pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla

posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.”

3) Su estilo es con fre-

cuencia enemigo personal de

la gramática.

4) Las “Aguafuertes

porteñas” son, en su mayo-

ría, perfectamente desdeña-

bles.

Las objeciones siguen

pero estas son las principa-

les y bastan.

Los anteriores cuatro ar-

gumentos del abogado del

diablo son, repetimos, irre-

batibles. Seguimos profunda,

definitivamente convencidos

de que si algún habitante de

estas humildes playas logró

acercarse a la genialidad lite-

raria, llevaba por nombre el

de Roberto Arlt. No hemos

podido nunca demostrarlo.

Nos ha sido imposible abrir

un libro suyo y dar a leer el

capítulo o la página o la fra-

se capaces de convencer al

contradictor. Desarmados,

hemos preferido creer que

la suerte nos había provisto,

por lo menos, de la facultad

de la intuición literaria. Y este

don no puede ser transmiti-

do.

Hablo de arte y de un

gran, extraño artista. En este

terreno, poco pueden mo-

verse los gramáticos, los

estetas, los profesores. O,

mejor dicho, pueden mover-

se mucho pero no avanzar.

El tema de Arlt era el del

hombre desesperado, del

hombre que sabe –o inven-

ta– que sólo una delgada o

invencible pared nos está se-

parando a todos de la felici-

dad indudable, que com-

prende que “es inútil que

progrese la ciencia sí conti-

nuamos manteniendo duro

y agrio el corazón como era

el de los seres humanos hace

mil años”.

Hablo de un escritor que

comprendió como nadie la

ciudad en que le tocó nacer.

Más profundamente, quizá,

que los que escribieron mú-

sica y letra de tangos inmor-

tales. Hablo de un novelista

que será mucho mayor de

aquí que pasen los años –a

esta carta se puede apostar–

y que, incomprensiblemente,

es casi desconocido en el

mundo.

Dedicado a catequizar,

distribuí libros de Roberto

Arlt. Alguno fue devuelto

después de haber señalado

con lápiz, sin distracciones,

todos los errores ortográfi-

cos, todos los torbellinos de

la sintaxis. Quien cumplió la

tarea tiene razón. Pero siem-

pre hay compensaciones; no

nos escribirá nunca nada

equivalente a

La agonía del

rufián melancólico

, a

El humilla-

do

o a

Haffner cae

.

No nos dirá nunca, de

manera torpe, genial y con-

vincente, que nacer significa

la aceptación de un pacto

monstruoso y que, sin em-

bargo, estar vivo es la única

verdadera maravilla posible.

Y tampoco nos dirá que,

absurdamente, más vale per-

sistir.

Y, en otro plano del

arltismo: ¿quién nos va a re-

producir la mejilla pensativa,

el perfil desgraciado y cínico

de Roberto Arlt en el sucio

boliche bonaerense de Río

de Janeiro y Rivadavia, cuan-

do se llamaba Erdosain?