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LIBROS & ARTES

Página 20

mo cuando el dictador se

autoelige “legalmente”. Ha-

bía dos maneras de oponer-

se: la primera, con gente que

reaccionó con las armas y sa-

lió a las calles, incluso a de-

jarse matar, a sacrificarse; y

la segunda, en la que pensa-

mos, fue la reacción a través

del arte, de forjarse en la ca-

beza una nueva forma de

vivir, una nueva sociedad.

Si usted habla centralmente de la

“generación del 50”, ya no cabe

citar entonces a una supuesta “ge-

neración del 45”. ¿Qué razones

considera para ello?

Yo he estudiado bastan-

te, y no acepto esa denomi-

nación. No hay una “genera-

ción del ’45”. ¿Por qué ten-

dría que haberla? En 1944 hay

una especie de nacimiento de

poetas, pero solamente de

poetas, hasta el año ’48…

Eielson, Sologuren…

Sí, y también Sebastián

Salazar Bondy, Blanca Varela,

y no nos olvidemos de Mario

Florián y Gustavo Valcárcel.

Son seis, excelentes. Y justa-

mente Gustavo consiguió su

consagración en los Juegos

Florales de 1947, donde

ambos ganamos los pre-

mios: él en poesía y yo en

narrativa. Ese es el grupo que

surge más o menos en 1944,

y es la gran hornada poética.

Después viene la hornada

narrativa, que aparece alrede-

dor de los años 1946 a 1950.

Por ello, para usar un térmi-

no pedagógico, se reúne a

todos bajo un nombre sim-

bólico, que es el encuentro

del grupo poético con el na-

rrativo: 1950. Ahora, en efec-

to, otros como Marco Mar-

tos consideran a un grupo del

‘45, pero no saben cuándo

termina. En cambio, este

proceso sí nos da un térmi-

no, ya sea por el número de

publicaciones, títulos exactos

y épocas; todo ello nos re-

vela una especie de ascenso

de la producción conjunta,

que va del ‘50 al ‘55, y luego

de un descenso de la misma,

hacia finales de la década y

comienzos de los años se-

senta. Esa producción con-

junta es, pues, una de las ca-

racterísticas fundamentales

de toda generación.

¿Qué obras significativas de la

generación considera en su recien-

te investigación?

En la época de ascenso

o esplendor, de 1953 a 1955,

aparecen muchos libros, la

mayoría de cuentos:

Nahuín

(1953) de Eleodoro Vargas

Vicuña;

La batalla

(1954),

Los

Ingar

y

El Cristo Villenas

(1955) de Zavaleta;

La eva-

sión

(1954) de Manuel Mejía

Valera;

Montoneras

(1954) de

Francisco Vegas Seminario;

Lima, hora cero

(1954) y

Kikuyo

(1955) de Enrique

Congrains;

El hombrecillo oscu-

ro y otros cuentos

(1954) de

Porfirio Meneses;

Los

gallinazos sin plumas

(1955) de

Julio Ramón Ribeyro;

Teolo-

gía del sol

(1955) de Felipe

Buendía, y

Naúfragos y sobre-

vivientes

(1955) de Sebastián

Salazar Bondy. Antes de

1961, publicaron también li-

bros, además de los mencio-

nados, José Bonilla Amado,

Sara María Larrabure. Al-

fonso La Tor re. Carlos

Thorne, Rubén Sueldo

Guevara y Luis Felipe Angell

(Sofocleto), quien fue pre-

mio Mejía Baca. En 1961

entraron en la última fila las

obras que cierran el ciclo:

Los

inocentes

de Oswaldo Rey-

noso,

El avaro

de Luis

Loayza,

La gesta del caudillo

de

Vegas Seminario, y

Vestido de

luto

de Zavaleta. Ese es el año

terminal. ¿Cuánto dura todo

eso? Entre 15 a 16 años. Por

último, otro elemento fue-

ron las revistas en las que

participamos

también

generacionalmente, como

Centauro

(1950-51) y

Letras

Peruanas

(1951-64). Como se

observa, la inmensa mayo-

ría de títulos precede al pri-

mer libro de cuentos de

Mario Vargas Llosa, publi-

cado en 1959.

Había una producción considera-

ble...

Allí lo ve, año tras año,

lo cual justifica que se llame

generación.

LEALTADES Y

CONFRONTACIONES

¿En ninguna década anterior ha-

bía pasado esto?

Nunca, en ninguna. Es-

tudie usted la época de

Valdelomar, incluso la revis-

ta

Colónida

, los años ‘30. No

hubo esa fertilidad del ’50.

Ahora, quiero decir una cosa:

Vargas Llosa fue testigo de

todo ese proceso. Su primer

cuento fue en 1956 y su pri-

mer libro de cuentos, como

dije, en 1959. Mi posición es

que él fue absolutamente tes-

tigo de todo lo que publica-

mos nosotros, por lo menos

desde el año ‘53 (antes no

creo porque estaba en el co-

legio militar) hasta 1961. Fue

testigo directo. Y cómo re-

accionó: con dos pequeños

artículos, uno dedicado al

cuento ribeyriano “Los galli-

nazos sin plumas”, y otro a

la novela de Congrains,

No

una, sino muchas muertes

.

Pero creo que en los últimos años

Vargas Llosa se ha reencontrado

con la generación de 1950.

Nunca lo dijo. Vino a mi

casa un día de 1955 y me

hizo un reportaje. Él tenía

una columna en

El Comercio

,

llamada “Narradores Perua-

nos”. A mí es a quien más

elogió, fue extraordinario. Y

después en

El pez en el agua

(1993) dice que yo soy el

propugnador de Faulkner, y

que era el más activo de to-

dos y que traducía a Joyce.

Pero no se acuerda de esa

reunión que sostuvimos y

donde hablamos bastante de

Joyce y Faulkner, cosas que

luego le sirvieron mucho.

Tendríamos que ver también los

diversos gustos literarios de cada

miembro. ¿Qué ha observado en

este tema?

Esa es otra cosa. Prime-

ro es el grupo, después las

tendencias. No diré que en

mi grupo hubo influencia de

uno sobre otro. Pero había

algo que era absolutamente

innegable: la interacción de

nuestros libros en los demás.

Confieso que pensaba así: si

mi amigo ya había publica-

do, aquello era un nuevo

motivo para que yo también

publicara. Estaba en Estados

Unidos, y volví al Perú a co-

mienzos de 1954. Vargas

Vicuña fue el primero que

vino a saludarme con su li-

brito

Nahuín

(1953). Eso fue

para mí como una clarinada

de alerta. Me contó detalles,

y eso me animó porque te-

nía listo mi libro

La batalla

.

El problema era que no ha-

bía cómo publicarlo. Hablé

con Jorge Puccinelli, a quien

conocí en 1951, y me dijo

que lo hacía de todas mane-

ras con el sello de Letras Pe-

ruanas, como ya lo había

hecho con un poemario de

Alberto Escobar. A los dos

meses salió el libro con co-

lofón de Escobar. Otro caso

notable es el de Ribeyro,

quien en el prólogo de

Los

gallinazos sin plumas

escribe

que ha decidido entrar en la

aventura editorial, junto con

sus compañeros que le han

dado el ejemplo, y me cita a

mí y también a Vargas Vicu-

EL PERÚ A FUEGO CRUZADO

Cecilia Podestá

as fotografías del «Chino» Domínguez ofrecen una historia compleja

al ojo del otro, que termina siendo tomado también por los mismos

personajes a los que observa. Estos son capaces de mirar desde el papel,

decir, gritar o contar una historia patética y miserable con la boca y las

manos quietas, con los ojos desbordados u ocultos. Ellos nos dirán tam-

bién quién los observó y los llevó al ojo eterno: un coleccionista de esquele-

tos, de escenarios de distintos tiempos en el que el Perú afronta procesos

sociopolíticos en los que la historia se va formando entre revelados. Pre-

fiere las miradas perdidas, porque son capaces de decir algo más; lugares

en los que puede hallar cristos de cantina, fervorosos hombres que mar-

chan entre las calles como dentro de un templo, mendigos que lo han per-

dido todo en cada esquina, hombres y mujeres de cartón cuya silueta sigue

iluminando su paso, triste o prodigioso.

El «Chino» Domínguez nos ofrece cincuenta años de revelado, parte de su

propia vida, parte de sus jirones entre picarones, tamales y chifas al paso,

parte de su propia admiración y dolor al transitar por avenidas muertas en

las que aún se puede hallar una razón para seguir fotografiándolo todo. Es

esta ciudad, una Lima violenta pero coqueta, que reconoce como suya, y

sobre la que reclama el derecho de hacer un discurso social. La Plaza Ma-

yor, la Plaza Francia, la Plaza San Martín son ensayos de un Perú que se

atrasa y prosigue en la lucha, siendo esto parte de su propia fuerza. Por ellas

deambulan personajes que podrían confundirse con siluetas irresueltas, to-

das partes de una misma imagen: el peruano que se reconoce como alguien

de un lugar al que no pertenece y al que ha adecuado su vida, sus costum-

bres, su hambre y su miseria. El «Chino» Domínguez se burla de las señoras

hipócritas y prefiere los hábitos morados, los zapatos viejos y el olor a

zahumerio, que casi puede sentirse entre las manos, al tocar delicadamente a

una de estas señoras detrás de su cristo y con el detente de a sol en el pecho.

Prefiere la mirada del muerto envuelto en ceremonia entre periódicos y

denuncia su desgracia. Recorre con el lente pueblos olvidados, hombres

que han perdido su nombre y cielos descendidos sobre las veredas de la

avenida Abancay. Dispara con violencia y recoge en blanco y negro los

cuerpos sometidos a su cámara. El «Chino» Domínguez ha sabido mos-

trarnos un Perú a fuego cruzado y a través de sus ojos.

L