LIBROS & ARTES
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nte una pregunta so-
bre mis autores prefe-
ridos, tomé la palabra y, de-
safiando la timidez, que me
impedía mantener la sintaxis
una frase entera, emprendí el
elogio de la prosa desvaída
de un poetastro que dirigía
la página literaria de un dia-
rio porteño. Quizás para re-
novar el aire, Borges amplió
la pregunta:
–De acuerdo –concedió–
pero fuera de Fulano ¿a quién
admira, en este siglo o en
cualquier otro?
–A Gabriel Miró, a Azorín,
a James Joyce –contesté.
¿Qué hacer con una res-
puesta así? Por mi parte no
era capaz de explicar qué me
agradaba en los amplios fres-
cos bíblicos y aun eclesiásti-
cos de Miró, en los cuadritos
aldeanos de Azorín ni en la
gárrula cascada de Joyce,
apenas entendida, de la que
se levantaba, como irisado
vapor, todo el prestigio de
lo hermético, de lo extraño
y de lo moderno. Borges dijo
algo en el sentido de que sólo
en escritores entregados al
encanto de la palabra en-
cuentran los jóvenes literatu-
ra en cantidad suficiente.
Después, hablando de la ad-
miración por Joyce, agregó:
–Claro. Es una intención, una
acto de fe, una promesa. La
promesa de que les gustará
–se refería a los jóvenes–
cuando lo lean.
De aquella época me
queda un vago recuerdo de
caminatas entre casitas de
barrios de Buenos Aires o
entre quintas de Adrogué y
de interminables, exaltadas
conversaciones sobre libros
y argumentos de libros. Sé
que una tarde, en los alrede-
dores de la Recoleta, le refe-
rí la idea del “Perjurio de la
nieve”, cuento que escribí
muchos años después, y que
otra tarde llegamos a una
vasta casa de la calle Austria,
donde conocí a Manuel
Peyrou y reverentemente oí-
mos en un disco del fonó-
grafo la
Mauvaise Priére
, can-
tada por Damia.
En 1935 o 36 fuimos a
pasar una semana en una es-
tancia en Pardo, con el pro-
pósito de escribir en colabo-
ración un folleto comercial,
aparentemente científico, so-
bre los méritos de un alimen-
to más o menos búlgaro.
Hacia frío, la casa estaba en
ruinas, no salíamos del come-
dor, en cuya chimenea crepi-
taban ramas de eucaliptos.
Aquel folleto significó
para mí un valioso aprendi-
zaje, después de su redacción
yo era otro escritor, más ex-
perimentado y avezado.
Toda colaboración con
Borges equivale a años de
trabajo.
Intentamos también un
soneto enumerativo, en cu-
yos tercetos no recuerdo
cómo justificamos el verso:
Los molinos, los ángeles, las
eles.
Y proyectamos un cuen-
to policial –las ideas eran de
Borges– que trataba de un
doctor Praetorius, un alemán
vasto y suave, director de un
colegio, donde por medios
hedónicos (juegos obligato-
rios, música a toda hora),
torturaba y mataba a niños.
Este argumento, nunca escri-
to, es el punto de partida de
toda la obra de Bustos
Domecq y Suárez Lynch.
Entre tantas conversa-
ciones olvidadas, recuerdo
una de esa remota semana en
el campo. Yo estaba seguro
de que para la creación artís-
tica y literaria era indispensa-
ble la libertad total, la liber-
tad
idiota
, que reclamaba uno
de mis autores, y andaba
como arrebatado por un
manifiesto, leído no sé dón-
de, que únicamente consistía
en la repetición de dos pala-
bras:
Lo
nuevo
; de modo que
me puse a ponderar la con-
tribución, a las artes y a las
letras, del sueño, de la irre-
flexión, de la locura. Me es-
peraba una sorpresa. Borges
abogaba por el arte delibe-
rado, tomaba partido con
Horacio y con los profeso-
res contra mis héroes, los
deslumbrantes poetas y pin-
tores de vanguardia. Vivimos
ensimismados, poco o nada
sabemos de nuestro prójimo
y en definitiva nos parece-
mos a ese librero, amigo de
Borges, que de treinta años
a esta parte puntualmente le
ofrece toda nueva biografía
de principitos de la casa real
inglesa o el tratado más
complejo sobre la pesca de
la trucha. En aquella discu-
sión Borges me dejó la últi-
ma palabra y yo atribuía la
circunstancia al valor de mis
razones, pero al día siguien-
te, a lo mejor esa noche, me
mudé de bando y empecé a
descubrir que muchos auto-
res eranmenos admirables en
sus obras que en las páginas
de críticos y de cronistas, y
me esforcé por inventar y
componer juiciosamente mis
relatos.
Por dispares que fuéra-
mos como escritores, la amis-
tad cabía, porque teníamos
una compartida pasión por
los libros. Tardes y noches
hemos conversado de
Johnson, de De Quincey, de
Stevenson, de literatura fan-
tástica, de argumentos
policiales, de
L´Illusion
comique
, de teorías literarias,
de las
contrerimes
de Toulet, de
problemas de traducción, de
Cervantes, de Lugones, de
Góngora y de Quevedo, del
soneto, del verso libre, de li-
teratura china, de Macedonio
Fernández, de Dunne, del
tiempo, de la relatividad, del
idealismo, de la
Fantasía me-
tafísica
de Schopenhauer, del
neocriol de Xul Solar, de la
LIBROS Y
AMISTAD
Adolfo Bioy Casares
A
Creo que mi amistad con Borges procede de una primera
conversación, ocurrida en 1931 o 32, en el trayecto entre San Isidro
y Buenos Aires. Borges era entonces uno de nuestros jóvenes escritores
de mayor renombre y yo un muchacho con un libro publicado en
secreto y otro con seudónimo.