LIBROS & ARTES
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n sensato monarca de-
cidió reunir a los sa-
bios de su reino para solici-
tarles que compilaran toda la
sabiduría de su tiempo. Lue-
go de muchos años de ar-
duos trabajos los sabios vol-
vieron a presentarse ante su
rey con diez voluminosos li-
bros conteniendo el material
solicitado. El gobernante
leyó con atención cada tomo
y luego de haberlo medita-
do volvió a reunir a los sa-
bios para pedirles, esta vez,
que descartasen lo que no
fuera esencial y redujeran a
un solo libro lo más trascen-
dente de la sabiduría huma-
na. La tarea fue cumplida y
un año más tarde los sabios
volvieron a presentarse con
el valioso fruto de su traba-
jo. El rey se tomó su tiempo
saboreando con deleite las
enseñanzas contenidas en la
obra y, en una nueva reunión
con los sabios, les solicitó,
para asombro de estos, que
ese mismo día, en esa mis-
ma reunión, redujeran a una
sola palabra los móviles que
llevan al hombre a actuar.
¿Cuál es, preguntó el preocu-
pado monarca, la palabra
que nombra aquella acción
que prima en los hombres
sobre cualquier otra, el mó-
vil que desplaza a los otros?
La respuesta no se hizo es-
perar. El más viejo de los
sabios la pronunció lenta-
mente y todos asintieron
con sus cabezas expresan-
do total conformidad:
“Esa palabra que Su Alte-
za quiere saber es: SOBRE-
VIVIR”.
Esta vieja historia es due-
ña de una verdad mucho
más vieja que ella: todos los
seres vivos procuran prolon-
garse en el tiempo y en con-
secuencia de ello actúan.
“Eres el enemigo de ti mis-
mo si no matas al enemigo
que tienes por delante”, di-
cen realistamente los árabes.
Y esas palabras, por duras
que suenen, se acomodan
perfectamente a los móviles
que determinan nuestras ac-
ciones. Las nuestras, seres
humanos dotados de una
relativa razón, y la de todas
las especies vivas, incluidas las
formas vegetales más primi-
tivas.
La voluntad de prolon-
garse en el tiempo, además,
no sólo es individual, tam-
bién es colectiva. Las hormi-
gas ofrecen su vida constru-
yendo puentes con sus cuer-
pos para que sus congéneres
pasen sobre ellos y puedan
conservar la suya. Gestos de
esta índole abundan en la na-
turaleza. Tan sensata es que
la agresión intraespecie, es
decir la agresión entre los
miembros de una misma es-
pecie, disminuye en relación
directa con la capacidad
destructiva de dicha especie.
A mayor capacidad des-
tructiva menor voluntad de
agredirse por parte de sus
miembros. En otras pala-
bras, los lobos son menos
agresivos con los lobos que
las palomas con las palomas.
Esta arquitectura diseñada
para proteger y prolongar la
vida está, sin duda, marcada
a fuego en el ADN de to-
dos los seres vivos y deter-
mina, sin que lo sepamos, ni
lo sospechemos, muchas de
nuestras conductas.
Por ello resulta curioso
que esta autoproclamada
criatura central del universo
que es el ser humano actúe,
en muchísimas oportunida-
des, a contramano de este
instinto básico y esencial que
es la lucha por la superviven-
cia.
Este hecho se manifiesta
a nivel colectivo cuando no-
sotros, hombres y mujeres
de este planeta, agredimos a
la naturaleza con la errónea
certeza de que dichas agre-
siones no causaran daños
permanentes. Y estamos
equivocados. Muy equivoca-
dos. Y caemos fácilmente en
la equivocación porque du-
rante mucho tiempo esa pre-
misa fue cierta. Eran tiem-
pos en que nuestro consumo
de los recursos naturales y
nuestra capacidad de explo-
tación de los mismos eran in-
feriores a la posibilidad de
regenerarse de la naturaleza.
En ese tiempo la naturaleza,
casi maternalmente, podía
componer nuestros desagui-
sados. Hoy, con el aumento
de la población (ya hemos
pasado los seis mil millones),
la obsesión por el crecimien-
to económico (sin pensar en
sus consecuencias) y el afán
de lucro (que pareciera ser la
filosofía de base de nuestro
tiempo), estamos depredan-
do más allá, mucho más allá,
de las posibilidades que tie-
ne la naturaleza para recom-
poner su equilibrio. Por ló-
gica desgracia la consecuen-
cia de nuestros actos no pue-
de ser percibida sino con el
paso del tiempo y ello nos
impide tomar conciencia so-
bre el daño irreparable que
estamos provocando. En las
décadas de los sesenta y se-
tenta asistí, como observa-
dor, a numerosos colo-
quios convocados por la
UNESCO sobre el futuro
de la humanidad. En aque-
llos tiempos, aparentemente
remotos, se hablaba con cla-
ridad de la situación de des-
equilibrio medioambiental
que estamos viviendo en el
presente. Todos aquellos
científicos eran calificados de
“alarmistas”, “poco objeti-
vos”, “apresurados” y toda
otra suerte de epítetos
carentes de sentido. Ocurría,
como ocurre ahora, que esas
alarmas provocaban inquie-
tud entre los bienpensantes
y preocupación por sus ne-
gocios entre los irresponsa-
bles que anteponían, como
siempre ha sido, sus intere-
ses particulares por sobre los
intereses del conjunto. La di-
ferencia era que en esta oca-
sión no se trataba de una dis-
cusión política entre clases
sociales, sino que el conjun-
to éramos todos y todos, in-
cluidos los irresponsables,
pagarían y pagarán por esta
afrenta al medio ambiente.
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Hoy la diferencia es aún
mucho más dramática pues
esos daños de los que se ha-
blaba cuarenta años atrás ya
son perceptibles. No sólo
perceptibles: son también
mensurables y ponderables.
Lo que no parecen ser, des-
graciadamente, es evitables.
Sólo una acción dramática,
producto de una decisión
política imposible de tomar
en los tiempos que corren,
podría detener el reloj de la
futura destrucción. Los
acuerdos de Kyoto, destina-
dos a evitar el calentamiento
terrestre, han sido ignorados
por el mayor productor de
gases tóxicos del planeta:
Estados Unidos. La razón
simple y llana: firmar esos
acuerdos aumentaría los cos-
tos de la producción y las
empresas se volverían menos
DOLIDA CRÓNICA
DE UN ECOCIDIO
ANUNCIADO
La última oportunidad
Es preferible un planeta menos sofisticado a que no haya ningún planeta.
Guillermo Giacosa
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