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mo, debe ser, sin embargo,
relativizado.
La denuncia de los me-
dios no proviene, en la ma-
yoría de los casos, de un
compromiso firme con la
verdad, sino de la expectati-
va de un alto rating que sig-
nifica, desde luego, una ma-
yor utilidad. Es así que mu-
chos propietarios de medios
de comunicación y muchos
periodistas, de haber sido
defensores del fujimorismo,
se han convertido ahora en
portavoces de la moralidad
pública. Lo serio del caso es,
desde luego, que en este cam-
bio de posiciones no media
una explicación pública, un
arrepentimiento razonado,
un pedido de disculpas.
Nada garantiza, entonces,
que si ocultar la verdad se
vuelve otra vez más rentable,
porque hay un gobierno dis-
puesto a comprar la compli-
cidad de los medios, esta
abdicación a la verdad no
vuelva a repetirse. De otro
lado, cabe también sospechar
sobre las motivaciones de
muchos de los periodistas. El
goce exaltado con que se
denuncia la corrupción es
una gratificación narcisista
tan poderosa que hace pen-
sar que antes de estar inte-
resados en la verdad mu-
chos periodistas lo están en
su propio protagonismo
personal.
La avidez del público
por consumir las denuncias
de corrupción debe ser igual-
mente sometida a un análi-
sis. Muchas veces el “deseo
de escándalo” es lo que pri-
ma. No importando tanto el
contenido de la denuncia. A
esta situación se le podría lla-
mar la “magalyzación de la
política”. Es decir, el predo-
minio del sensacionalismo
sobre la veracidad. En este
caso, el escándalo no impli-
ca tanto una indignación
moral que impulse a reparar
la situación, sino una secreta
complacencia con que las
cosas estén tan mal. Lo de-
cisivo no es, entonces, una
solidaridad con los afectados
y el orden moral, sino el de-
seo de corroborar que “to-
dos estamos en el fango”.
Prueba contundente de este
hecho es el bajo rating que
alcanzaron las audiencias or-
ganizadas por la CVR, don-
de se presentaban los testi-
monios de los afectados por
la violencia. A la mayoría del
público simplemente no le
interesó enterarse de una si-
tuación donde eran necesa-
rias la solidaridad y la indig-
nación reparativa. En cam-
bio, conocer las intimidades
de las figuras públicas, espe-
cialmente sus miserias, resul-
ta muy atractivo.
De todo lo anterior se
colige que la centralidad del
papel de los medios en la
lucha contra la corrupción
tiene pies de barro. No par-
te de principios sólidos, ni
llega tampoco a un públi-
co presto a comprometer-
se en la lucha. Por el con-
trario, muchísimas personas
hacen suyo el adagio de que
“está bien que robe, pero
que haga”. La exigencia de
moralidad es, pues, muy re-
lativa. Existe una “licencia
social” para robar. En la
medida en que sea visible
una eficiencia, a la gente no
le interesa demasiado saber
la licitud de los procedi-
mientos empleados para
alcanzarla. En cualquier for-
ma, sin embargo, las caute-
las citadas no pueden ha-
cernos desconocer la cen-
tra-lidad de los medios de
comunicación y la impor-
tancia de su impulso para
hacer transparente la ges-
tión pública. Un gobierno
democrático no podría
traspasar un umbral de co-
rrupción so pena de verse
aislado y revocado de su
mandato. En la actualidad,
la corrupción generalizada
implica el silenciamiento
autoritario o mafioso de los
medios de comunicación.
IV
¿De una sociedad de
cómplices a una sociedad de
ciudadanos? Una sociedad
de cómplices tolera la
trangresión. Todos tenemos
rabo de paja, todos mora-
mos en el fango. Nadie pue-
de tirar la primera piedra. La
transgresión que hoy discul-
po en el otro es la misma que
mañana yo mismo puedo
cometer. Mi disponibilidad a
evadir la ley me compromete
a no exigir moralidad a los
otros. Todos somos solida-
rios en la culpa. Estamos
enfeudados a la admiración
que nos despierta el vivo, el
“que la sabe hacer”. Una ad-
miración secreta, un deseo de
estar en su lugar, nos hace
sentir que seríamos inconse-
cuentes e hipócritas si juzga-
mos y descalificamos al
trangresor. ¿Por qué habría
de condenar en el otro lo
que yo mismo haría si estu-
viera en su lugar?
La fantasía de la compli-
cidad resta peso a la autori-
dad y la ley. Una sociedad
marcada por esta ficción es
una sociedad acechada por
el caos. No hay control so-
cial que prevenga el abuso.
En una sociedad así el po-
der desnudo se impone y el
exceso de goce de algunos
lo pagan los abusados que
no se quejan pues, en el fon-
do, envidian a los abusadores
y hasta luchan por estar en
su lugar. Pero, vista más de
cerca, esta imagen de una
“sociedad de cómplices” es
ante todo una fantasía ideo-
lógica llamada a legitimar el
provecho de los más vivos
o inmorales. En efecto, mu-
chos más son los que sufren,
predominantemente, el abu-
so en relación a aquellos que,
predominantemente, ejercen
el abuso. El trabajador ex-
cluido, subpagado y con un
empleo precario, podrá pe-
gar a sus hijos y a su esposa,
pero a escala social es más
un abusado que un abusa-
dor. Ello por no hablar de
la niña del mundo campesi-
no que es como quien dice
la última rueda del coche, el
eslabón final de la cadena.
Entonces la idea de que to-
dos estamos en falta
invisibiliza no solo la des-
igualdad de las trasgresiones
sino también los eslabones
finales; digamos la “cholita
del cholo”. No es lo mismo
robar 10 millones de dóla-
res que dejarse coimear con
20 soles. No obstante el
aceptar el llamado a ejercer
el abuso en nuestro modes-
to nivel nos desmoviliza. La
fascinación por el sinver-
güenza nos resta la cohesión
e integridad necesarias para
la denuncia. Nos fragmenta,
lanzándonos a una pasividad
resignada.
La “sociedad de cóm-
plices” es una fantasía ideo-
lógica pues una sociedad así
no podría existir ya que que
la inexistencia de ley llevaría
a una guerra de todos con-
tra todos. Los asesinatos,
abusos y venganzas no ten-
drían freno. Sería el regreso
a la (mítica) barbarie. De he-
cho sólo hay transgresión
donde hay ley. Demás está
“La denuncia de los medios no proviene, en la mayoría
de los casos, de un compromiso firme con la verdad, sino de la expec-
tativa de un alto rating que significa, desde luego, una mayor
utilidad. Es así que muchos propietarios de medios de comunicación
y muchos periodistas, de haber sido defensores del fujimorismo, se
han convertido ahora en portavoces de la moralidad pública.”