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LIBROS & ARTES

Página 10

Yo soy un iconoclasta. Los

ídolos me revientan.

Me gustaría, mientras los demás

se prosternan,

poder romper a pedradas la cabe-

za de Dios. Para

mí nada hay respetable: ni la

religión, ni la patria,

ni la madre de uno. Si tengo

alguna consideración

por mí mismo es precisamente por

esto: porque soy

uno de los hombres que han sido

más insultados y

negados. El día en que yo sea un

hombre de respeto,

me destapo la cabeza de un

balazo”.

El libelo o panfleto ha te-

nido desde siempre una exis-

tencia azarosa en nuestra tra-

dición literaria y, por tanto, no

constituye una práctica dota-

da de continuidad histórica.

Del mismo modo, no es un

hábito de escritura que la crí-

tica se anime a incorporar al

canon literario conmucha fre-

cuencia y, salvo excepciones,

los panfletos escritos en el

Perú a lo largo de varias épo-

cas parecen eternamente con-

denados al rescate; esa es,

prácticamente, la única garan-

tía de circulación de los tex-

tos que conforman el reper-

torio de este género —o

subgénero—en el Perú. Por

ello, resulta más que saluda-

ble la aparición de

De muertos,

contusos y heridos

, una selección

de algunos de los furibundos

libelos que escribió el poeta

arequipeño Alberto Hidalgo

(1897-1967).

Es posible, siguiendo el

razonamiento de Álvaro

Sarco en el epílogo del libro,

rastrear el origen del libelo en

el Perú en el siglo XIX, que,

como se sabe, fue un siglo

marcado por la inestabilidad

política, el vaivén de un cau-

dillo a otro y la crisis, en toda

la extensión de la palabra,

como imagen dominante de

la realidad. Aunque muchos

de estos rasgos se han repeti-

do en el siglo siguiente, supo-

nemos que no fueron nunca

tan radicales y acendrados

como en el que lo precedió.

En los titubeos del Perú re-

publicano surge, entonces, el

libelo, pero fundamentalmen-

te como arma política, sien-

do uno de sus más connota-

dos representantes Manuel

González Prada.

Fue González Prada

quien mayor dignidad estéti-

ca dio al libelo en esos tiem-

pos y, vistos en conjunto, arro-

jan un resultado desolador:

una visión ácida y deses-

peranzada del país y, al com-

pás de sus críticos, la ausen-

cia de un programa. Esto no

quiere decir, de ningún modo,

que sus ataques fueran gra-

tuitos o carecieran de senti-

do, el problema que observa,

entre otros Mariátegui, es que

el esfuerzo crítico de

González Prada no cristalizó

un proyecto nacional.

El caso de Hidalgo no es

muy distinto al de González

Prada, pero tiene un sello

marcadamente personal. El

poeta no dirigió sus baterías

hacia los estamentos sociales,

sus ataques tenían nombre

propio. Convirtió a cada uno

de sus enemigos, que podían

contarse por docenas, en ob-

jeto de una prosa frontal y de

una visceralidad sin concesio-

nes. Pero

De muertos

,

heridos y

contusos

es también un libro que

revela la profunda mega-

lomanía de Hidalgo, a la par

que lo muestra como un es-

tratega del insulto. Nadie, o

casi nadie, escapa a su mira-

da implacable, a su lenguaje

cargado de metáforas, hipér-

boles e ironías que, a la ma-

nera de un latigazo, fustigaba

sin piedad a una serie de per-

sonajes, entre políticos y es-

critores.

A Hidalgo, por otro lado,

el escándalo no le asustaba,

más bien parecía excitarlo y

llenarlo de gozo. Sus visitas a

la célebre tertulia del Pombo,

en Madrid, donde solía re-

unirse lo más graneado de la

intelectualidad y la literatura

española –literatura que Hi-

dalgo por cierto odiaba con

todas las fuerzas de su cora-

zón–, son un buen ejemplo.

Tampoco parecía arredrarse

ante los grandes nombres y

queda constancia de ese arro-

jo en un famoso altercado

nada menos que con Jorge

Luis Borges.

Es interesante notar

cómo, al menos en la litera-

tura peruana, el libelo y otros

escritos de tono panfletario

han tenido lugar sobre todo

en el escenario de diversas

polémicas literarias, como

aquella protagonizada por

varios escritores e intelectua-

les a raíz de la aparición de

EL INSULTO

COMO ARTE

Alonso Rabí Do Carmo

Alberto Hidalgo

El caso de Hidalgo no es muy distinto al de González Prada,

pero tiene un sello marcadamente personal. El poeta no dirigió sus

baterías hacia los estamentos sociales, sus ataques tenían nombre propio.

Convirtió a cada uno de sus enemigos, que podían contarse por docenas,

en objeto de una prosa frontal y de una visceralidad sin concesiones.

Trilce

, el misterioso poemario

de César Vallejo –cuyos do-

cumentos recogió Jorge

Puccinelli en su edición de las

crónicas del poeta–, la discu-

sión entre César Moro y Vi-

cente Huidobro (recordemos

El obispo embotellado

), la esca-

ramuza entre José Miguel

Oviedo y Alejandro Ro-

mualdo –a la que después de

sumarían otros– al publicar

este

Edición extraordinaria

o el

polvo que más de una vez le-

vantaron los manifiestos y

proclamas de Hora Zero son

parte de este catálogo en el

que es posible encontrar más

de una infamia.

Hidalgo, ciertamente, se

aleja de este molde. Sus libe-

los no fueron de ocasión, ni

estuvieron necesariamente li-

gados a una coyuntura deter-

minada. El libelo, en Hidalgo,

forma parte de un proyecto

de escritura –casi una poéti-

ca, diríamos–, es un ejercicio

constante y programático que

acompañó prácticamente

toda su vida literaria. Una

cosa es, pues, intervenir en

una polémica; otra, muy dis-

tinta, alentarla sin descanso,

que es lo que corresponde

para situar mejor a Hidalgo.

Muchos críticos atribu-

yen este desborde y esta pa-

sión rebelde e iconoclasta de

Hidago en sus libelos a una

filiación de extrema vanguar-

dia. Mariátegui, quien quizá

hasta hoy haya sido el autor

del más certero retrato de

Hidalgo (ver

7 ensayos

), no

disiente de este criterio, pero

formula una interesante ob-

servación. Para él, el extremo

individualismo de Hidalgo no

puede leerse sino como un

gesto de la “última estación

romántica”, pues “el roman-

ticismo –entendido como

movimiento literario y artísti-

co, anexo a la revolución bur-

guesa– se resuelve, conceptual

y sentimentalmente, en indi-

vidualismo”.

La beligerancia de Hidal-

go, por cierto, no tiene paran-

gón en nuestra literatura. Si

su poesía –en más de un sen-

tido beligerante también– aún

reclama un estudio más dete-

nido y riguroso, lo mismo po-

dría decirse de sus libelos. Si

Breton decía que el acto

surrealista por excelencia con-

sistía en salir a la calle y pe-

garle un balazo al primer pa-

rroquiano que asomara, Hi-

dalgo incumplió la receta: se

libró del asesinato, pero escri-

bió con un revólver.