LIBROS & ARTES
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Yo soy un iconoclasta. Los
ídolos me revientan.
Me gustaría, mientras los demás
se prosternan,
poder romper a pedradas la cabe-
za de Dios. Para
mí nada hay respetable: ni la
religión, ni la patria,
ni la madre de uno. Si tengo
alguna consideración
por mí mismo es precisamente por
esto: porque soy
uno de los hombres que han sido
más insultados y
negados. El día en que yo sea un
hombre de respeto,
me destapo la cabeza de un
balazo”.
El libelo o panfleto ha te-
nido desde siempre una exis-
tencia azarosa en nuestra tra-
dición literaria y, por tanto, no
constituye una práctica dota-
da de continuidad histórica.
Del mismo modo, no es un
hábito de escritura que la crí-
tica se anime a incorporar al
canon literario conmucha fre-
cuencia y, salvo excepciones,
los panfletos escritos en el
Perú a lo largo de varias épo-
cas parecen eternamente con-
denados al rescate; esa es,
prácticamente, la única garan-
tía de circulación de los tex-
tos que conforman el reper-
torio de este género —o
subgénero—en el Perú. Por
ello, resulta más que saluda-
ble la aparición de
De muertos,
contusos y heridos
, una selección
de algunos de los furibundos
libelos que escribió el poeta
arequipeño Alberto Hidalgo
(1897-1967).
Es posible, siguiendo el
razonamiento de Álvaro
Sarco en el epílogo del libro,
rastrear el origen del libelo en
el Perú en el siglo XIX, que,
como se sabe, fue un siglo
marcado por la inestabilidad
política, el vaivén de un cau-
dillo a otro y la crisis, en toda
la extensión de la palabra,
como imagen dominante de
la realidad. Aunque muchos
de estos rasgos se han repeti-
do en el siglo siguiente, supo-
nemos que no fueron nunca
tan radicales y acendrados
como en el que lo precedió.
En los titubeos del Perú re-
publicano surge, entonces, el
libelo, pero fundamentalmen-
te como arma política, sien-
do uno de sus más connota-
dos representantes Manuel
González Prada.
Fue González Prada
quien mayor dignidad estéti-
ca dio al libelo en esos tiem-
pos y, vistos en conjunto, arro-
jan un resultado desolador:
una visión ácida y deses-
peranzada del país y, al com-
pás de sus críticos, la ausen-
cia de un programa. Esto no
quiere decir, de ningún modo,
que sus ataques fueran gra-
tuitos o carecieran de senti-
do, el problema que observa,
entre otros Mariátegui, es que
el esfuerzo crítico de
González Prada no cristalizó
un proyecto nacional.
El caso de Hidalgo no es
muy distinto al de González
Prada, pero tiene un sello
marcadamente personal. El
poeta no dirigió sus baterías
hacia los estamentos sociales,
sus ataques tenían nombre
propio. Convirtió a cada uno
de sus enemigos, que podían
contarse por docenas, en ob-
jeto de una prosa frontal y de
una visceralidad sin concesio-
nes. Pero
De muertos
,
heridos y
contusos
es también un libro que
revela la profunda mega-
lomanía de Hidalgo, a la par
que lo muestra como un es-
tratega del insulto. Nadie, o
casi nadie, escapa a su mira-
da implacable, a su lenguaje
cargado de metáforas, hipér-
boles e ironías que, a la ma-
nera de un latigazo, fustigaba
sin piedad a una serie de per-
sonajes, entre políticos y es-
critores.
A Hidalgo, por otro lado,
el escándalo no le asustaba,
más bien parecía excitarlo y
llenarlo de gozo. Sus visitas a
la célebre tertulia del Pombo,
en Madrid, donde solía re-
unirse lo más graneado de la
intelectualidad y la literatura
española –literatura que Hi-
dalgo por cierto odiaba con
todas las fuerzas de su cora-
zón–, son un buen ejemplo.
Tampoco parecía arredrarse
ante los grandes nombres y
queda constancia de ese arro-
jo en un famoso altercado
nada menos que con Jorge
Luis Borges.
Es interesante notar
cómo, al menos en la litera-
tura peruana, el libelo y otros
escritos de tono panfletario
han tenido lugar sobre todo
en el escenario de diversas
polémicas literarias, como
aquella protagonizada por
varios escritores e intelectua-
les a raíz de la aparición de
EL INSULTO
COMO ARTE
Alonso Rabí Do Carmo
Alberto Hidalgo
El caso de Hidalgo no es muy distinto al de González Prada,
pero tiene un sello marcadamente personal. El poeta no dirigió sus
baterías hacia los estamentos sociales, sus ataques tenían nombre propio.
Convirtió a cada uno de sus enemigos, que podían contarse por docenas,
en objeto de una prosa frontal y de una visceralidad sin concesiones.
“
Trilce
, el misterioso poemario
de César Vallejo –cuyos do-
cumentos recogió Jorge
Puccinelli en su edición de las
crónicas del poeta–, la discu-
sión entre César Moro y Vi-
cente Huidobro (recordemos
El obispo embotellado
), la esca-
ramuza entre José Miguel
Oviedo y Alejandro Ro-
mualdo –a la que después de
sumarían otros– al publicar
este
Edición extraordinaria
o el
polvo que más de una vez le-
vantaron los manifiestos y
proclamas de Hora Zero son
parte de este catálogo en el
que es posible encontrar más
de una infamia.
Hidalgo, ciertamente, se
aleja de este molde. Sus libe-
los no fueron de ocasión, ni
estuvieron necesariamente li-
gados a una coyuntura deter-
minada. El libelo, en Hidalgo,
forma parte de un proyecto
de escritura –casi una poéti-
ca, diríamos–, es un ejercicio
constante y programático que
acompañó prácticamente
toda su vida literaria. Una
cosa es, pues, intervenir en
una polémica; otra, muy dis-
tinta, alentarla sin descanso,
que es lo que corresponde
para situar mejor a Hidalgo.
Muchos críticos atribu-
yen este desborde y esta pa-
sión rebelde e iconoclasta de
Hidago en sus libelos a una
filiación de extrema vanguar-
dia. Mariátegui, quien quizá
hasta hoy haya sido el autor
del más certero retrato de
Hidalgo (ver
7 ensayos
), no
disiente de este criterio, pero
formula una interesante ob-
servación. Para él, el extremo
individualismo de Hidalgo no
puede leerse sino como un
gesto de la “última estación
romántica”, pues “el roman-
ticismo –entendido como
movimiento literario y artísti-
co, anexo a la revolución bur-
guesa– se resuelve, conceptual
y sentimentalmente, en indi-
vidualismo”.
La beligerancia de Hidal-
go, por cierto, no tiene paran-
gón en nuestra literatura. Si
su poesía –en más de un sen-
tido beligerante también– aún
reclama un estudio más dete-
nido y riguroso, lo mismo po-
dría decirse de sus libelos. Si
Breton decía que el acto
surrealista por excelencia con-
sistía en salir a la calle y pe-
garle un balazo al primer pa-
rroquiano que asomara, Hi-
dalgo incumplió la receta: se
libró del asesinato, pero escri-
bió con un revólver.