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LIBROS & ARTES

Página 7

ticia

de Cayatte,

Milagro en

Milán

de de Sicca,

Rashomon

y

Los siete samurai

de

Kurosawa,

La strada

de

Fellini,

Pasaron las grullas

de

Kalatosov,

La dolce vita

de

Fellini,

Les amants

de Malle,

Orfeo negro

de Camus,

Al Este

del paraíso

de Kazan,

Los 400

golpes

de Truffaut,

Hiroshima

de Resnais.

Se hacía chirigota de la

más reciente majadería del

odriismo. O de cualquier tru-

culenta maniobra del Con-

greso pradista. Se hablaba de

una exposición en el Museo

de Arte Italiano o la colec-

ción itinerante de pintura

mexicana, con originales de

Rivera, Orozco, Siqueiros,

Tamayo. Se discutía sobre

quién sí y quien no en el equi-

po nacional de fútbol, en vís-

peras de un

match

importan-

te. Se aplaudía el cuento o el

ensayo recogido en el suple-

mento dominical de

El Co-

mercio

, algo así como el ‘tram-

polín para la fama’, en que

hacían pìninos Antonio

Maurial, Vargas Vicuña, Ma-

cera, Zavaleta, Pérez Luna.

Se analizaba la última noticia

sobre Vietnam, Argelia o

China y se aventuraba pro-

nósticos que rara vez se cum-

plían. Se informaba del

próximo concierto en el

Campo de Marte o en el tea-

troMunicipal, en años en que

visitaron el país Badura-

Skoda, Brendel, Stravinsky,

Arrau, Solomon, Kleiber,

Rubinstein, Elman, Szigeti o

las marionetas de Salzburgo.

Iban y venían –a veces, sólo

iban– libros en préstamo

cruzado y se festejaba con

calor, como si fuese una ha-

zaña colectiva del clan, el pe-

queño volumen primerizo de

cuentos o poemas, fresco

aún de tinta, de alguno de los

habitúes (y aún conservo 3

ó 4 ejemplares de

Formas de

la ausencia

, de Wáshington, de

los que nos repartíamos para

ayudar a su venta). Y

Palermo

devino albergue de un cená-

culo variopinto y cambian-

te, que sesionaba noche a

noche sin agenda, sin orden

del día, sin cortapisa ni ve-

tos.

Me contó el pintor Ri-

cardo Grau que, al pregun-

tarle a Raúl Porras por qué

su secretario y ayudante en

la cátedra nunca iba a su ter-

tulia miraflorina de la

Pizzeria

,

el maestro le dijo: “No,

Araníbar tiene su

Palermo

”. Sí.

Pero

Palermo

nunca conoció

cabeza. Fue tan mío como

de decenas de miembros de

la generación de los cincuen-

ta, de amigos entrañables que

respeto y no olvido. Todos

éramos caballeros de mesa

redonda en un perpetuo

congreso de libertad de pa-

labra, sin

chairman,

sin

quórum establecido, sin

balotas negras ni reglamen-

to interno. Y, como el utópi-

co grupo del

Babel

de Miguel

Gutiérrez, nos ubiera pare-

cido una broma tonta el ima-

ginar, si quiera, que necesi-

tábamos un jefe.

En el núcleo, si cabe tal

cosa, un puñado de fieles que

iba cambiando en los años:

Wáshington, Quijano, Vargas

Vicuña, Reynoso, Bravo,

Velázquez, Franco, Ponce,

Portocarrero. Y, en el contor-

no, un

cluster

aún más amor-

fo y movedizo, que se reno-

vaba sin pausa. Hubo resi-

dentes y estantes, transeúntes

y turistas. En club así

libérrimo la afiliación era

como de primer contacto.

Solía llegar cualquier día

algun artista de provincia que,

a su paso por Lima, se acer-

caba al grupo y se confun-

día con él sin más trámite.

Hubo palermitas de todo

cuño: el despistado de un par

de noches, el curioso de

ocho o diez días, el asiduo

de unos pocos meses, el

adicto de unos cuantos años.

Alguien, tal vez, evocará

la frase malévola: No están

todos los que son ni son to-

dos los que están. Pero

Palermo

nunca fue emblema

de generación alguna ni pre-

tendió ser su resumen, por-

que a una generación no la

encierran, así no más, en las

cuatro paredes de un café.

No fueron palermitas –y sí

grandes amigos– escritores

de primera línea como

Bendezú, Blanca Varela,

Rose, Belli, Salazar, So-

loguren ...

Palermo

fue, más

bien, un lugar de encuentro

como en familia, donde a

veces coincidir y discrepar

parecían sinónimos, protei-

co y domesticado rincón

donde un bizarro grupo de

amigos se reunía por el libre

y estimulante placer de la re-

unión misma. Si alguien se

hubiese preguntado por la

razón última de estos lances

de fantasía en borbotones,

como ese inquisitivo Bergeret

del

Crainqueville

, se hubiese

cegado el manantial. Así

Palermo

, como por simple

evolución, llegó a ser una

casa de jabonero en la que,

calculo, en algún momento

cayeron o resbalaron ocho o

nueve de cada diez autores

de la generación literaria de

los 50.

IMÁGENES, IMÁGE-

NES

Decía Silvina Ocampo

que el joven debe acumular

recuerdos para la vejez. El

consejo es sabio y superfluo

(

“Años de juventud que uno re-

cuerda /cuando ya se acabó la ju-

ventud”

, dice

Artidoro

). La

memoria graba mejor las

gentes que las cronologías y

cuando se agolpan en tumul-

to visiones de ayer es, como

diría Onetti, porque ya no

tiene importancia ordenarlas

por fechas. ¡Qué calei-

doscopio éste del

Palermo

que

evoco a medio siglo de las

cosas!

Oigo a Oswaldo Jimeno

disertar con gula verbal y

devoción sobre Lloyd

Wright, Niemeyer, Gaudí.

Veo a Esperanza Ruiz, cuyo

talento no cabe ocultar. A

Alfredo Ponce, con bajo el

brazo el último libro de psi-

cología llegado a las librerías

de Ojeda o Mejía Baca. A

Antonio Peña, devoto de

Bach y ya enrumbado en sus

lecturas de filosofía medie-

val. César Castro nos habla

de los matemáticos de

Bourbaki y en su destartala-

do carrito improvisamos

excursiones nocturnas con,

entre otros, Federico

Kauffmann, vuelto de Esta-

dos Unidos y graduado en

arqueología

cum laude

.

Humberto Ghersi, el primer

doctor en etnología en el

Perú. Sarina Helfgott, floral,

sensitiva y frágil. Tulio

Carrasco observa todo, cor-

tés y flemático. El temible

Perucho Buckingham, del

perfil a lo Barrymore y,

como siempre, sediento

como un lord inglés. Raúl

Galdo, suave en las formas,

socarrón y cáustico en todo

lo demás. Nícida Coronado,

hecha alborozo y música.

Pablo Macera, que estrena a

cada paso lecturas e ironías

lapidarias y frases coruscan-

tes. Perico Ortiz, plácido

como un remanso envidia-

ble. Hugo Bravo, lector vo-

raz, erudito en cine, protes-

tón y de vena jocunda.

Evalina Galloso, del suave

rostro y la cabellera bottice-

llesca. Aníbal Quijano, el más

versado en marxismo y otras

cosas, discute sobre Goethe,

nos cuenta de sus hallazgos

en los papeles del Archivo de

Hacienda sobre la esclavitud

negra en el siglo XVI o nos

lee poemas de Mirko Lauer,

un su alumnito precoz del

colegio

Franco-peruano

.

Un día, cuando en una

mesa próxima toman un

café Raúl Porras y el

antropólogo argentino

Márquez Miranda, que aca-

ba de dictar una conferencia

en la Casona, entra Vargas

Vicuña con su estentóreo

grito de batalla ¡Viva la vida,

c ...! Demetrio Quiroz

Malca, algo achispado, con

sus inverosímiles mostachos

“El café

Palermo

, institución bohemia, ha tenido tres etapas

estelares en su historia: la primera que comienza en 1945, la segunda

a partir de 1952 y la tercera que se inicia en 1963. Estas tres promociones de

intelectuales están unidas por la amistad, por sus ideas de justicia y libertad

social, por poseer, todos, un auténtico espíritu creador y por expresar

–siempre– su entrañable amor al Perú”.

Wáshington Delgado, 1975.