LIBROS & ARTES
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ticia
de Cayatte,
Milagro en
Milán
de de Sicca,
Rashomon
y
Los siete samurai
de
Kurosawa,
La strada
de
Fellini,
Pasaron las grullas
de
Kalatosov,
La dolce vita
de
Fellini,
Les amants
de Malle,
Orfeo negro
de Camus,
Al Este
del paraíso
de Kazan,
Los 400
golpes
de Truffaut,
Hiroshima
de Resnais.
Se hacía chirigota de la
más reciente majadería del
odriismo. O de cualquier tru-
culenta maniobra del Con-
greso pradista. Se hablaba de
una exposición en el Museo
de Arte Italiano o la colec-
ción itinerante de pintura
mexicana, con originales de
Rivera, Orozco, Siqueiros,
Tamayo. Se discutía sobre
quién sí y quien no en el equi-
po nacional de fútbol, en vís-
peras de un
match
importan-
te. Se aplaudía el cuento o el
ensayo recogido en el suple-
mento dominical de
El Co-
mercio
, algo así como el ‘tram-
polín para la fama’, en que
hacían pìninos Antonio
Maurial, Vargas Vicuña, Ma-
cera, Zavaleta, Pérez Luna.
Se analizaba la última noticia
sobre Vietnam, Argelia o
China y se aventuraba pro-
nósticos que rara vez se cum-
plían. Se informaba del
próximo concierto en el
Campo de Marte o en el tea-
troMunicipal, en años en que
visitaron el país Badura-
Skoda, Brendel, Stravinsky,
Arrau, Solomon, Kleiber,
Rubinstein, Elman, Szigeti o
las marionetas de Salzburgo.
Iban y venían –a veces, sólo
iban– libros en préstamo
cruzado y se festejaba con
calor, como si fuese una ha-
zaña colectiva del clan, el pe-
queño volumen primerizo de
cuentos o poemas, fresco
aún de tinta, de alguno de los
habitúes (y aún conservo 3
ó 4 ejemplares de
Formas de
la ausencia
, de Wáshington, de
los que nos repartíamos para
ayudar a su venta). Y
Palermo
devino albergue de un cená-
culo variopinto y cambian-
te, que sesionaba noche a
noche sin agenda, sin orden
del día, sin cortapisa ni ve-
tos.
Me contó el pintor Ri-
cardo Grau que, al pregun-
tarle a Raúl Porras por qué
su secretario y ayudante en
la cátedra nunca iba a su ter-
tulia miraflorina de la
Pizzeria
,
el maestro le dijo: “No,
Araníbar tiene su
Palermo
”. Sí.
Pero
Palermo
nunca conoció
cabeza. Fue tan mío como
de decenas de miembros de
la generación de los cincuen-
ta, de amigos entrañables que
respeto y no olvido. Todos
éramos caballeros de mesa
redonda en un perpetuo
congreso de libertad de pa-
labra, sin
chairman,
sin
quórum establecido, sin
balotas negras ni reglamen-
to interno. Y, como el utópi-
co grupo del
Babel
de Miguel
Gutiérrez, nos ubiera pare-
cido una broma tonta el ima-
ginar, si quiera, que necesi-
tábamos un jefe.
En el núcleo, si cabe tal
cosa, un puñado de fieles que
iba cambiando en los años:
Wáshington, Quijano, Vargas
Vicuña, Reynoso, Bravo,
Velázquez, Franco, Ponce,
Portocarrero. Y, en el contor-
no, un
cluster
aún más amor-
fo y movedizo, que se reno-
vaba sin pausa. Hubo resi-
dentes y estantes, transeúntes
y turistas. En club así
libérrimo la afiliación era
como de primer contacto.
Solía llegar cualquier día
algun artista de provincia que,
a su paso por Lima, se acer-
caba al grupo y se confun-
día con él sin más trámite.
Hubo palermitas de todo
cuño: el despistado de un par
de noches, el curioso de
ocho o diez días, el asiduo
de unos pocos meses, el
adicto de unos cuantos años.
Alguien, tal vez, evocará
la frase malévola: No están
todos los que son ni son to-
dos los que están. Pero
Palermo
nunca fue emblema
de generación alguna ni pre-
tendió ser su resumen, por-
que a una generación no la
encierran, así no más, en las
cuatro paredes de un café.
No fueron palermitas –y sí
grandes amigos– escritores
de primera línea como
Bendezú, Blanca Varela,
Rose, Belli, Salazar, So-
loguren ...
Palermo
fue, más
bien, un lugar de encuentro
como en familia, donde a
veces coincidir y discrepar
parecían sinónimos, protei-
co y domesticado rincón
donde un bizarro grupo de
amigos se reunía por el libre
y estimulante placer de la re-
unión misma. Si alguien se
hubiese preguntado por la
razón última de estos lances
de fantasía en borbotones,
como ese inquisitivo Bergeret
del
Crainqueville
, se hubiese
cegado el manantial. Así
Palermo
, como por simple
evolución, llegó a ser una
casa de jabonero en la que,
calculo, en algún momento
cayeron o resbalaron ocho o
nueve de cada diez autores
de la generación literaria de
los 50.
IMÁGENES, IMÁGE-
NES
Decía Silvina Ocampo
que el joven debe acumular
recuerdos para la vejez. El
consejo es sabio y superfluo
(
“Años de juventud que uno re-
cuerda /cuando ya se acabó la ju-
ventud”
, dice
Artidoro
). La
memoria graba mejor las
gentes que las cronologías y
cuando se agolpan en tumul-
to visiones de ayer es, como
diría Onetti, porque ya no
tiene importancia ordenarlas
por fechas. ¡Qué calei-
doscopio éste del
Palermo
que
evoco a medio siglo de las
cosas!
Oigo a Oswaldo Jimeno
disertar con gula verbal y
devoción sobre Lloyd
Wright, Niemeyer, Gaudí.
Veo a Esperanza Ruiz, cuyo
talento no cabe ocultar. A
Alfredo Ponce, con bajo el
brazo el último libro de psi-
cología llegado a las librerías
de Ojeda o Mejía Baca. A
Antonio Peña, devoto de
Bach y ya enrumbado en sus
lecturas de filosofía medie-
val. César Castro nos habla
de los matemáticos de
Bourbaki y en su destartala-
do carrito improvisamos
excursiones nocturnas con,
entre otros, Federico
Kauffmann, vuelto de Esta-
dos Unidos y graduado en
arqueología
cum laude
.
Humberto Ghersi, el primer
doctor en etnología en el
Perú. Sarina Helfgott, floral,
sensitiva y frágil. Tulio
Carrasco observa todo, cor-
tés y flemático. El temible
Perucho Buckingham, del
perfil a lo Barrymore y,
como siempre, sediento
como un lord inglés. Raúl
Galdo, suave en las formas,
socarrón y cáustico en todo
lo demás. Nícida Coronado,
hecha alborozo y música.
Pablo Macera, que estrena a
cada paso lecturas e ironías
lapidarias y frases coruscan-
tes. Perico Ortiz, plácido
como un remanso envidia-
ble. Hugo Bravo, lector vo-
raz, erudito en cine, protes-
tón y de vena jocunda.
Evalina Galloso, del suave
rostro y la cabellera bottice-
llesca. Aníbal Quijano, el más
versado en marxismo y otras
cosas, discute sobre Goethe,
nos cuenta de sus hallazgos
en los papeles del Archivo de
Hacienda sobre la esclavitud
negra en el siglo XVI o nos
lee poemas de Mirko Lauer,
un su alumnito precoz del
colegio
Franco-peruano
.
Un día, cuando en una
mesa próxima toman un
café Raúl Porras y el
antropólogo argentino
Márquez Miranda, que aca-
ba de dictar una conferencia
en la Casona, entra Vargas
Vicuña con su estentóreo
grito de batalla ¡Viva la vida,
c ...! Demetrio Quiroz
Malca, algo achispado, con
sus inverosímiles mostachos
“El café
Palermo
, institución bohemia, ha tenido tres etapas
estelares en su historia: la primera que comienza en 1945, la segunda
a partir de 1952 y la tercera que se inicia en 1963. Estas tres promociones de
intelectuales están unidas por la amistad, por sus ideas de justicia y libertad
social, por poseer, todos, un auténtico espíritu creador y por expresar
–siempre– su entrañable amor al Perú”.
Wáshington Delgado, 1975.