LIBROS & ARTES
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a lo Pancho Villa, gesticula en
el aire como husmeando el
rastro de “la palabra senci-
lla” que le obsede. Muy tar-
de, con su desteñido folder
en las manos y su bamboleo
de oso agreste, llega Víctor
Humareda (‘Aquiles Troyan’
es su nombre de pluma en
las caricaturas al carbón que
hace en horas y rincones
sombríos), a quien embelesa
el juego de acertijos de Bar
Kokba y con quien hacemos
largas caminatas al filo de la
medianoche, primero hasta
el Rímac, donde vive
Velázquez y luego hasta el
asfixiante cuchitril donde
bajo un camastro guarda
enrrollados y a medio hacer
sus óleos, en un hotelucho
gris de La Victoria. Y cierta
noche Pablo Guevara nos
deslumbra para siempre al
leernos
Mi padre. Un zapatero
,
ese bellísimo poema que
alínea, sin desmedro, con el
Acuérdate de mí
de Salaverry,
con
El hermano ausente
de
Valdelomar o con
La cena
miserable
de Vallejo ...
(
“Los recuerdos se posan en
la mesa”. “Además, son tan frá-
giles las memorias humanas ...”
)
En cualquier momento
alguien obtenía un
Premio na-
cional de fomento de la cultura
(¡qué fácil para esos escrito-
res de los 50 ganar premios
nacionales!), que cobraba tar-
de, mal y nunca. O viajaba al
extranjero con una exigua
beca del
Instituto de cultura his-
pánica
o con otra, esa sí su-
culenta, la
Javier Prado
del
Banco Popular. Y, tras algu-
nos años en Europa, a su
regreso visitaba al grupo.
Como Escobar, Guevara,
Raúl Peña, Echeandía, Víctor
Li o Wáshington. Y era tan
sencillo el rencuentro, como
si en la clepsidra mágica de
los palermitas unos pocos
años durasen apenas lo que
duran unos pocos días en el
calendario profano.
EN CASA DE
WÁSHINGTON
Casi al final de la década
de los 50, luego de 3 ó 4 años
de ausencia volvió Wáshing-
ton de Europa. Algunos
amigos, con mayor frecuen-
cia Vargas Vicuña, Bravo,
Guevara, Quijano, solíamos
visitarlo en su casa de la ave-
nida Iquitos, en La Victoria.
Vivía con su madre, protec-
tora y solícita, algo absorben-
te quizá, que había poblado
su acogedora salita con una
vistosa colección de adornos
y miniaturas de formas y
colores fascinantes. Eran de
verse las menudas figulinas y
las fantasías de madera y por-
celana: reyecitos de cuento,
bolas de cristal irisadas,
Caperucitas y Rapunzeles di-
minutas, animalillos de cerá-
mica, suerte de cálido
bric-à-
brac
que uno no se cansaba
de mirar. Atenta y generosa,
nos invitaba un café humean-
te o un chocolate casero y
panecillos y se alejaba, pru-
dente, dejándonos platicar a
discreción.
Para cada uno de los
amigos trajo Wáshington al-
gún
souvenir
, que nos entre-
gaba con sencillez y bro-
meando. Me obsequió un
par de corbatas españolas y
al dármelas hablaba de cual-
quier otra cosa. Y una deli-
cada
matreshka
rusa, una de
esas coloridas muñecas de
olorosa madera de abedul
que encierran en su interior
otras iguales, cada una de
menor tamaño, como en el
juego de cajuelas chinas –aún
la conservo, la estoy miran-
do ahora.
Creo que ya habíamos
aprendido a hablar algo me-
nos de lo que no sabíamos.
Con todo, aún seguíamos
cruzando lecturas como
mandarines, jugando al aje-
drez como rusos, fumando
como turcos, ideando
calembours
como franceses o
inventando torpes concur-
sos de ingenio como jubila-
dos. Washington, que fue
profesor de lengua en 1953
en
La Cantuta
de Chosica,
enseñaba en la Escuela de
Bibliotecarios y en el Insti-
tuto Nacional de Teatro.
Aún no se había incorpora-
do a la docencia sanmar-
quina, que poco después lo
ganó para siempre. Pero ya
lo iba rodeando un aura de
maestro cordial y lucía una
extraña madurez
sui generis
,
una bondad y una calma se-
guridad interior que en él
parecían, más que el sedi-
mento de los años, un ras-
go ingénito y casi una voca-
ción.
Era el tiempo de los poe-
mas de
Canción española
y
Para
vivir mañana
y más de una vez
nos anticipaba algunas mues-
tras. O, con su gracejo pecu-
liar y cortando las frases con
una risita breve y explosiva,
nos contaba de sus andares
europeos, de la legendaria
pereza española o de su
furtiva escapada a los países
de la Europa oriental en
tiempos en que el ‘mundo
libre’ execraba el viaje a Ru-
sia. Era notable su capacidad
de condensar sus juicios y
juzgar las cosas con profun-
didad y mesura, con un tono
involuntario de mentor, sen-
cillo y ajeno a toda solemni-
dad. Corrían las horas y a
menudo nos íbamos a un
café cercano para prolongar
un poco la charla, como si
no quisiéramos abdicar de la
costumbre palermita de
trucidarlo todo con palabras.
Y en su momento debi-
do, no antes ni después, lle-
gó la diáspora.
Every man his
burden
. Matrimonio, tesis,
docencia, incremento de car-
ga laboral, hijos, viaje, can-
sancio, cada uno a lo suyo.
Aunque parecía desgranarse
el
cluster
, nunca faltó en la
peña palermita un reempla-
zo idóneo por cada deser-
tor. Hugo Bravo, Manuel
Velázquez, que sacaba a pul-
so la pequeña revista
Destino
(1963), pudieran contarnos la
historia de esa última etapa.
Y lo podrían hacer, también,
los muchos escritores de las
promociones de relevo –Mi-
guel Gutiérrez, por ejemplo–
que se acercaban ávidos a
Palermo
y a su filial en el
Versalles
para recoger de
manos de los mayores, en
especial deWáshington, la tea
que no se extingue, para ha-
cerla brillar con los mismos
destellos y fulgores de luz
con que lo hicieran años atrás
los de la guardia vieja.
(
“¿Para qué decir más?”
Artidoro
)
WÁSHINGTON EN EL
COLEGIO
Desde 1948 trabajé unos
años en el Museo de Pueblo
Libre, el de Julio Tello. De
vez en cuando aparecía por
ahí Wáshington. Nos convi-
dábamos un café y una buti-
farra en la bodeguita
Queirolo
,
regentada por Natalio
Simonini, un italiano algo
subido de peso y cantarín
que metía baza para hablar,
a propósito de cualquier
tema, de sus gloriosos Verdi
y Caruso.
En realidad, Wáshington
iba a visitar a su padre, con-
servador del Museo de His-
toria, contiguo al arqueoló-
gico. Juan José Delgado,
museólogo desde los años
30, era hombre informado,
inteligente y algo severo, más
bien de poco hablar y de
menos reir. Apreciaba mu-
cho al hijo, pero ya eran vi-
das independientes (
“... comen-
zó el poema /en sus años de in-
fancia, a escondidas /de un padre
adusto y una madre /vencida ...”
).
Así, pues,Wáshington se acer-
caba a verme como al paso,
por la mera cercanía. Y, qui-
zá, porque me sintiera casi
como un amigo de colegio.
Digo
casi
, porque nunca
fuimos condiscípulos. Nos
conocimos en el
Anglo Perua-
“Sé que al final lo que hicimos o dejamos de hacer, lo que hablamos
y lo que callamos, ha de yacer
bajo una tierra leve, la tierra del
olvido
. Pero a veces pienso que no habrá fin final mientras haya alguien
que, hojeando un poemario, repita y haga suya una línea de verso.
Una sola, siquiera. Por la palabra vive el hombre, por la
palabra vence al tiempo.”
Wáshington Delgado, 1993.
ArchivoHermanSchuarz