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LIBROS & ARTES

Página 8

a lo Pancho Villa, gesticula en

el aire como husmeando el

rastro de “la palabra senci-

lla” que le obsede. Muy tar-

de, con su desteñido folder

en las manos y su bamboleo

de oso agreste, llega Víctor

Humareda (‘Aquiles Troyan’

es su nombre de pluma en

las caricaturas al carbón que

hace en horas y rincones

sombríos), a quien embelesa

el juego de acertijos de Bar

Kokba y con quien hacemos

largas caminatas al filo de la

medianoche, primero hasta

el Rímac, donde vive

Velázquez y luego hasta el

asfixiante cuchitril donde

bajo un camastro guarda

enrrollados y a medio hacer

sus óleos, en un hotelucho

gris de La Victoria. Y cierta

noche Pablo Guevara nos

deslumbra para siempre al

leernos

Mi padre. Un zapatero

,

ese bellísimo poema que

alínea, sin desmedro, con el

Acuérdate de mí

de Salaverry,

con

El hermano ausente

de

Valdelomar o con

La cena

miserable

de Vallejo ...

(

“Los recuerdos se posan en

la mesa”. “Además, son tan frá-

giles las memorias humanas ...”

)

En cualquier momento

alguien obtenía un

Premio na-

cional de fomento de la cultura

(¡qué fácil para esos escrito-

res de los 50 ganar premios

nacionales!), que cobraba tar-

de, mal y nunca. O viajaba al

extranjero con una exigua

beca del

Instituto de cultura his-

pánica

o con otra, esa sí su-

culenta, la

Javier Prado

del

Banco Popular. Y, tras algu-

nos años en Europa, a su

regreso visitaba al grupo.

Como Escobar, Guevara,

Raúl Peña, Echeandía, Víctor

Li o Wáshington. Y era tan

sencillo el rencuentro, como

si en la clepsidra mágica de

los palermitas unos pocos

años durasen apenas lo que

duran unos pocos días en el

calendario profano.

EN CASA DE

WÁSHINGTON

Casi al final de la década

de los 50, luego de 3 ó 4 años

de ausencia volvió Wáshing-

ton de Europa. Algunos

amigos, con mayor frecuen-

cia Vargas Vicuña, Bravo,

Guevara, Quijano, solíamos

visitarlo en su casa de la ave-

nida Iquitos, en La Victoria.

Vivía con su madre, protec-

tora y solícita, algo absorben-

te quizá, que había poblado

su acogedora salita con una

vistosa colección de adornos

y miniaturas de formas y

colores fascinantes. Eran de

verse las menudas figulinas y

las fantasías de madera y por-

celana: reyecitos de cuento,

bolas de cristal irisadas,

Caperucitas y Rapunzeles di-

minutas, animalillos de cerá-

mica, suerte de cálido

bric-à-

brac

que uno no se cansaba

de mirar. Atenta y generosa,

nos invitaba un café humean-

te o un chocolate casero y

panecillos y se alejaba, pru-

dente, dejándonos platicar a

discreción.

Para cada uno de los

amigos trajo Wáshington al-

gún

souvenir

, que nos entre-

gaba con sencillez y bro-

meando. Me obsequió un

par de corbatas españolas y

al dármelas hablaba de cual-

quier otra cosa. Y una deli-

cada

matreshka

rusa, una de

esas coloridas muñecas de

olorosa madera de abedul

que encierran en su interior

otras iguales, cada una de

menor tamaño, como en el

juego de cajuelas chinas –aún

la conservo, la estoy miran-

do ahora.

Creo que ya habíamos

aprendido a hablar algo me-

nos de lo que no sabíamos.

Con todo, aún seguíamos

cruzando lecturas como

mandarines, jugando al aje-

drez como rusos, fumando

como turcos, ideando

calembours

como franceses o

inventando torpes concur-

sos de ingenio como jubila-

dos. Washington, que fue

profesor de lengua en 1953

en

La Cantuta

de Chosica,

enseñaba en la Escuela de

Bibliotecarios y en el Insti-

tuto Nacional de Teatro.

Aún no se había incorpora-

do a la docencia sanmar-

quina, que poco después lo

ganó para siempre. Pero ya

lo iba rodeando un aura de

maestro cordial y lucía una

extraña madurez

sui generis

,

una bondad y una calma se-

guridad interior que en él

parecían, más que el sedi-

mento de los años, un ras-

go ingénito y casi una voca-

ción.

Era el tiempo de los poe-

mas de

Canción española

y

Para

vivir mañana

y más de una vez

nos anticipaba algunas mues-

tras. O, con su gracejo pecu-

liar y cortando las frases con

una risita breve y explosiva,

nos contaba de sus andares

europeos, de la legendaria

pereza española o de su

furtiva escapada a los países

de la Europa oriental en

tiempos en que el ‘mundo

libre’ execraba el viaje a Ru-

sia. Era notable su capacidad

de condensar sus juicios y

juzgar las cosas con profun-

didad y mesura, con un tono

involuntario de mentor, sen-

cillo y ajeno a toda solemni-

dad. Corrían las horas y a

menudo nos íbamos a un

café cercano para prolongar

un poco la charla, como si

no quisiéramos abdicar de la

costumbre palermita de

trucidarlo todo con palabras.

Y en su momento debi-

do, no antes ni después, lle-

gó la diáspora.

Every man his

burden

. Matrimonio, tesis,

docencia, incremento de car-

ga laboral, hijos, viaje, can-

sancio, cada uno a lo suyo.

Aunque parecía desgranarse

el

cluster

, nunca faltó en la

peña palermita un reempla-

zo idóneo por cada deser-

tor. Hugo Bravo, Manuel

Velázquez, que sacaba a pul-

so la pequeña revista

Destino

(1963), pudieran contarnos la

historia de esa última etapa.

Y lo podrían hacer, también,

los muchos escritores de las

promociones de relevo –Mi-

guel Gutiérrez, por ejemplo–

que se acercaban ávidos a

Palermo

y a su filial en el

Versalles

para recoger de

manos de los mayores, en

especial deWáshington, la tea

que no se extingue, para ha-

cerla brillar con los mismos

destellos y fulgores de luz

con que lo hicieran años atrás

los de la guardia vieja.

(

“¿Para qué decir más?”

Artidoro

)

WÁSHINGTON EN EL

COLEGIO

Desde 1948 trabajé unos

años en el Museo de Pueblo

Libre, el de Julio Tello. De

vez en cuando aparecía por

ahí Wáshington. Nos convi-

dábamos un café y una buti-

farra en la bodeguita

Queirolo

,

regentada por Natalio

Simonini, un italiano algo

subido de peso y cantarín

que metía baza para hablar,

a propósito de cualquier

tema, de sus gloriosos Verdi

y Caruso.

En realidad, Wáshington

iba a visitar a su padre, con-

servador del Museo de His-

toria, contiguo al arqueoló-

gico. Juan José Delgado,

museólogo desde los años

30, era hombre informado,

inteligente y algo severo, más

bien de poco hablar y de

menos reir. Apreciaba mu-

cho al hijo, pero ya eran vi-

das independientes (

“... comen-

zó el poema /en sus años de in-

fancia, a escondidas /de un padre

adusto y una madre /vencida ...”

).

Así, pues,Wáshington se acer-

caba a verme como al paso,

por la mera cercanía. Y, qui-

zá, porque me sintiera casi

como un amigo de colegio.

Digo

casi

, porque nunca

fuimos condiscípulos. Nos

conocimos en el

Anglo Perua-

“Sé que al final lo que hicimos o dejamos de hacer, lo que hablamos

y lo que callamos, ha de yacer

bajo una tierra leve, la tierra del

olvido

. Pero a veces pienso que no habrá fin final mientras haya alguien

que, hojeando un poemario, repita y haga suya una línea de verso.

Una sola, siquiera. Por la palabra vive el hombre, por la

palabra vence al tiempo.”

Wáshington Delgado, 1993.

ArchivoHermanSchuarz