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LIBROS & ARTES

Página 2

ierta vez y a propósito

del cuentista Julio Ra-

món Ribeyro, n. 1929, el

poeta Wáshington Delgado,

n. 1927, puso en jaque la le-

gitimidad de la etiqueta ‘ge-

neración del 50’: “No se pu-

blicó ningún libro importan-

te, no apareció ninguna re-

vista independiente, no hubo

cambio político importante.

Esto del 50 es algo inexpli-

cable”. No fue el primero ni

el último a quien incomoda-

ba el marbete. El narrador

Eleodoro Vargas Vicuña, n.

1924, me decía: “No hay

generaciones, qué cosa. To-

dos estamos solos, nadie sal-

va a nadie. Lo que hay es

amigos, hermanos, eso sí”.

Y un

junior

de la familia, el

poeta Pablo Guevara, n.

1930, ha confesado alguna

vez: “Yo tengo un proble-

ma con esa generación. Per-

sonalmente no me conside-

ro parte de ella. Sin embar-

go soy el menor de ella y,

de algún modo, yo era

siempre el muñeco de palo

... los frecuentaba, los veía,

los oía discutir, pero yo no

participaba mayormente de

eso ...”.

A los ojos de alguien

como yo, que no escribió un

poema, un cuento, un ensa-

yo y a quien el azar benévo-

lo hizo espectador de privi-

legio, por venir de nombres

ya instalados en la galaxia li-

teraria del Perú del siglo XX

tales posturas, que no cabe

tildar de apostasía, son ma-

teria opinable. Otros escrú-

pulos están en juego. Reve-

lan, imagino, prudente cau-

tela y es usual toparse con

evasivas análogas en otras

latitudes. Por lo que se sabe,

a los convictos del noble ofi-

cio, narradores, periodistas,

poetas, dramaturgos, ensa-

yistas, no les conmueven

taxonomías de lujo ni les

embriaga ser una uva más del

racimo. Y, con toda razón,

no soportan verse, como en

un corsé rígido, encasillados

en una frase hecha.

¿QUÉ ES UNA

GENERACIÓN?

‘Generación del 50’ sue-

na a frase hecha, claro. Su

núcleo es un vocablo como-

dín, vago y carente de peso

específico, facilón y pegadi-

zo. Hablamos de ‘genera-

ción’ y aludimos al

Sturm und

Drang

de 1770 de Goethe,

Herder, Lessing, Klopstock

o a los compositores román-

ticos de 1830 Schumann,

Mendelssohn, Liszt, Chopin,

Brahms. A los escritores es-

pañoles ‘del 98’ Ganivet,

Unamuno, Machado, Jimé-

nez, Azorín, Baroja, Valle

Inclán o a los poetas ‘del 27’

Salinas, Alberti, Guillén,

Lorca, Aleixandre. A la ‘ge-

neración perdida’ o

roaring

20’ generation

de Stein,

Fitzgerald, Hemingway,

Putnam, Anderson, Pound,

Dos Passos o a la floración

artística dominicana de la ‘dé-

cada mágica’. Al clan hirsuto

de los

beatniks

protestones de

Kerouac, Ginsberg, Corso,

Borroughs o a la pléyade

académica sanmarquina ‘del

Centenario’ de Porras, Ba-

sadre, Sánchez, Luna

Cartland, Abastos, Leguía,

Vegas. Etcétera.

Desde su rincón sapien-

te, el

Diccionario

de la Acade-

mia nos brinda la acepción

esperada: “Conjunto de per-

sonas que por haber nacido

en fechas próximas y recibi-

do educación e influjos cul-

turales y sociales semejantes

se comportan de manera

afín o comparable en algu-

nos sentidos”. No viniera

mal si viniera sola. Pero la

acompaña otra definición

menos elitista y más volátil,

“Conjunto de todos los vi-

vientes coetáneos. La gene-

ración presente, la genera-

ción futura”, que aunque hue-

le a axioma de Perogrullo no

pasa, en un lexicón, de peca-

do venial. Por último, la voz,

con su ordinal preciso,

corretea con sana libertad lo

mismo en los oscuras selvas

de la genética y de la biolo-

gía que en los humildes pre-

dios de los artefactos elec-

trodomésticos, la informáti-

ca y el PC.

Sin embargo, ¡cuán facil

es advertir de inmediato –y

cuán difícil salvar– el foso

que distancia a dos genera-

ciones! Es algo que se apren-

de sin maestro, como la pro-

sa del señor Jourdan. Un día

en la casa-biblioteca de Raúl

Porras hablaba Mario Vargas

Llosa con ardor elocuente

del estilo de Borges,

non plus

ultra

de sus años juveniles.

Quiso reforzar el argumen-

to y, abriendo un volumen

que llevaba entre manos, leyó

sin más glosa que sus énfasis

de buen lector un par de

párrafos elegantes y airosos

del prosista argentino. Sin

parpadear se levantó Porras

de su sillón habitual, tomó

de algún anaquel un libro de

Ortega y, a su turno y sin más

comentario que su voz vi-

brante y cálida de lector mag-

nífico, leyó un pasaje rotun-

do, creo que del arte vena-

torio. Eran, qué duda cabe,

generaciones distintas.

Así, la paradoja, como

le ocurría a san Agustín

cuando ansiaba explicar la

noción de ‘tiempo’, es que

todo el mundo sabe qué

cosa es una generación, pero

nadie es capaz de definirla

–quizá porque no vale la

pena hacerlo.

GENERACIÓN E

HISTORIOGRAFÍA

La idea de generación

como herramienta de análi-

sis histórico es antigua. Sin

exhumar planteos arcaicos y

de niebla, como las 42 gene-

raciones de Abraham a Cris-

to (Mat. I: 17) o los “cien

años por cada tres genera-

ciones” de Heródoto (

Eu-

terpe

, CXLII) se la halla en

escorzo a fines del siglo

XVIII en Jean-Louis Giraud,

que secciona períodos de 15

años. En el XIX afinan la si-

lueta el positivista Auguste

Comte (1830-42) y, tras su

huella, John Stuart Mill

(1843). Leopold von Ranke

(1854) aborda el asunto en

modo cripto-místico y sitúa

a cada generación a igual dis-

tancia de Dios, en tanto que

Justin Dromel (1861) sugie-

re ciclos de 16 años. Más

profundo, explora el tema

Wilhelm Dilthey (1865) sin

fiarse mucho de cronologías

o plazos. El erudito Gustav

Rümelin (1875) apuesta por

los 35 años. Antoine Cournot

(1872), Giuseppe Ferrari

(1874) y Ottokar Lorenz

(1886) vuelven a la terna

generacional por centuria,

como si cansado de girar en

círculo retornase el uroboros

al viejo cálculo herodotiano.

Ya del siglo XX son los

trabajos de François Mentré

(1920), de Julius Petersen que

abre vías fecundas y Wilhelm

Pinder (1926), de Karl

Mannheim y EduardWechss-

ler (1928), de Emil Erma-

tinger (1930), de Engelbert

Drerup, Eugène Cavaignac y

José Ortega y Gasset (1933)

y de Yves Renouard (1952),

WÁSHINGTON

EN EL RECUERDO

Carlos Araníbar

C

La generación de los 50

Hace tiempo sé que Wáshington fue, es, un gran poeta.

Es decir, un mago que fabrica esas voces secretas y de extraño prestigio

que mudan la soledad y la melancolía en belleza y en fulgor, esos acordes

y trozos de música verbal que, chocando entre sí, desprenden

lascas que estallan en chispas de bondad y arrobo

capaces de derrotar al tiempo.

Sentados de izquierda a derecha: Oswaldo Reynoso, Víctor Ponce, Carmen Pimentel, Antonio Peña Cabrera,

Carlos Araníbal, José Portocarrero. Parados: Alfredo Castellanos, Oscar Franco, Aníbal Quijano, Wáshington

Delgado, Raúl Peña Cabrera, Felipe Rivas Mendo, Willy Pinto, Manuel Velásquez y Víctor Li Carrillo.