LIBROS & ARTES
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no
, donde estudiamos en gra-
dos distintos, como conocí
a Paco Carrillo, de un aula
superior. Compartimos pro-
fesores: el director escocés
Neil Mc Kay, Estuardo
Núñez, Raúl Porras, Eloy
Vega, Walter Peñaloza. Algu-
nas veces en los minutos del
recreo Wáshington y un par
de compañeritos, como él tí-
midos y como él pregunto-
nes, se acercaban al grupo de
los mayores, Pedro Álvarez
del Villar, Luis Felipe Angell,
Carlos Odiaga, Jorge Ráez,
que solíamos burlarnos de
nosotros mismos en ovillejos
o letrillas satíricas y cuartetas
de escansión horrenda –
pero nunca hubo rival para
el decimista Angell, el futuro
‘Sofocleto’. O pontificá-
bamos impunes sobre
Manrique, Chocano, Lope,
Vallejo, Palma, Campoamor,
Pardo y Aliaga, Tirso, Juan
de Arona. Y sobre literatura
tout court
. Yo era de la
house
Douglas, creo que Wáshing-
ton de la casa rival Mc
Gregor. Y juntos, bajo la se-
ñera tutoría de Peñaloza,
master
de la casa Douglas,
escogíamos libros para re-
novar la biblioteca del cole-
gio, revisando catálogos des-
lumbrantes de las editoras
argentinas Sopena, Tor,
Lozada.
Cuando asumí la direc-
ción de
Leader
, la revista es-
colar, busqué colaboraciones
aquí y allá. Conseguí una jo-
cosa crónica de viaje de Pe-
dro Álvarez, futuro director
de revistas limeñas, periodis-
ta notable y jefe de redac-
ción de
El Nacional
de Méxi-
co. Recuerdo así mismo un
cuento afrancesado de
Hernán González Fermini,
de tema bélico. Y una
Carta
abierta
, de Altón Tulma.
Tal el anagrama que
echaron a vuelo dos alum-
nitos. Unieron la sílaba inicial
del nombre de uno de ellos
y la última del nombre del
otro: Alberto Cuadros,
WáshingtonDelgado. Menos
eufónico, ‘Tulma’ era un feo
híbrido de sus autores pre-
dilectos: Abelardo Gamarra
“el Tunante” y el tradicionista
Ricardo Palma. Se exaltaba
la ‘vena satírica’ y la ‘gracia
jocunda’ de ambos escrito-
res, paladines del ‘criollismo’
y de la obra de crítica social
y se aludía con desdén al
poeta romántico Luis Ben-
jamín Cisneros y a las “fra-
ses rimbombantes” de José
Santos Chocano. Yo concluí
mi secundaria en ese tiempo.
Pero sé que en el siguiente
número de
Leader
un tal
Dalver lanzó una
Respuesta a
la Carta abierta
, un tanto agre-
siva y que, a su turno, moti-
vó una réplica de Altón
Tulma,
Razones de una sinra-
zón
, más apasionada que jus-
ta, que insistía en lo dicho y
descalificaba de plano a
Chocano y el modernismo
entero, “extraño movimien-
to literario que en América
no tiene ninguna raigambre
social”. Etc.
UNA ANTIGUA NOS-
TALGIA
Creo que fue Azorín
quien habló de “la nostalgia
de la otra orilla”. Se me ocu-
rre pensar que quiza el tími-
do adolescente, ya con a
cuestas una íntima ternura
que nunca perdió, sensitivo
y aún no refugiado en sí mis-
mo, ansiaba una literatura de
placer y de júbilo, hecha de
euforia y certidumbre. Si así
fue, se entiende que la festi-
va jovialidad e ironía
palminas y las tiradas
costumbristas del Tunante en
son de crítica social, burlona
y ágil, le cautivaran como
cautiva siempre lo que más
se anhela. Como decir, en
charada: ya leí cosas tristes,
ahora quiero a Rabelais. “On
n’aime que ce qu’on ne
posède pas”, dice Proust.
(
“Tal vez Artidoro comen-
zó el poema /en los años de infan-
cia ... cuando la injusticia /entró
en su casa y nadie /pudo
desterrarla, ni el domingo /ni los
días de fiesta”
).
Tal vez las cosas fueron
de otro modo. No lo sé. Ni
importa mucho adivinar lo
que el tiempo se lleva.
(
“Al final el invierno /llega
pausadamente para cubrirlo todo
/con desamor y olvido”
)
Pero hace tiempo sé que
Wáshington fue, es, un gran
poeta. Es decir, un mago que
fabrica esas voces secretas y
de extraño prestigio que
mudan la soledad y la me-
lancolía en belleza y en ful-
gor, esos acordes y trozos de
música verbal que, chocan-
do entre sí, desprenden lascas
que estallan en chispas de
bondad y arrobo capaces de
derrotar al tiempo. Tal vez,
como creía Baudelaire, el ge-
nio poético es el esfuerzo
por recuperar la infancia. Y
su milagro inaudito es
trasfigurarla, como en un
sueño, en el reino intemporal
en que no caducan el verso
ni su música (
“Pasa el tiempo,
también la vida pasa, /las pala-
bras persisten ...”
). Como en su
taciturna
Elegía
a Pedro Sali-
nas, burilada en ausencia y
penumbra, le decimos a
Wáshington:
“Ya nadie te des-
poja /de la pura palabra en que
vivías”
.
Hace muchos años, ha-
blando de la vejez me dijo
Racso: “Lo triste es que uno
se va quedando solo”. Yo lo
veía siempre jovial, optimis-
ta, rodeado del afecto de sus
familiares. No lo entendí.
Ahora sé que todos mori-
mos a plazos, que al irse un
ser querido nos despoja de
todo lo que un tiempo com-
partimos, que cada amigo
que se marcha se lleva, estru-
jándolo, un trozo de nuestra
propia vida. Sé que al final
lo que hicimos o dejamos de
hacer, lo que hablamos y lo
que callamos, ha de yacer
“bajo
una tierra leve, la tierra del olvi-
do”
. Pero a veces pienso que
no habrá fin final mientras
haya alguien que, hojeando un
poemario, repita y haga suya
una línea de verso. Una sola,
siquiera. Por la palabra vive el
hombre, por la palabra ven-
ce al tiempo.
(
“Mientras la historia huma-
na pasa /yo escribo estas pala-
bras ... /yo combato a la muerte,
día a día”
)
Y, escéptico sin remedio
como soy, en tales momen-
tos casi imagino que en al-
gún rincón soñado que no
colinda con el espacio, más
allá de
las penas y las furias
,
quizá al borde del tiempo,
hay un pugnaz
Palermo
aco-
gedor y tibio que espera a los
viejos habitúes. Me figuro
que van llegando las sombras
ausentes, el hermano Edgar-
do, el hermano Raúl, Pepe,
Fernando, Juan Gonzalo, Ju-
lio Ramón, Manuel, Víctor,
Pedro, Eleodoro ... Y que
uno de ellos, el hermano
Wáshington, como nunca in-
grávido, como siempre co-
razón de cristal, retoma el hilo
mágico e inútil de la quebra-
da tertulia, nos mira dulce-
mente y, calmo y sencillo,
rompe el silencio y a media
voz musita: “Como decía-
mos ayer ...”
e nos ha muerto
Wáshington Delga-
do, gran maestro y poeta
mayor. Si parece menti-
ra. Hasta hace una sema-
na, nada más, yo lo veía
por las calles del barrio en
Miraflores. Ágil, señorial,
pintiparado. Qué bien se
le ve al gordo (que, dicho
sea de paso, ya de gordo
no tenía nada). Qué bien
que se le ve. Un derrame
masivo cerebral, un ac-
cidente del que nadie
está libre, terminó con su
vida al borde de cumplir
75. Un dolor de cabeza
y entró en coma. Llan-
to y dolor de los sobre-
vivientes.
Lo conocí en 1960.
Yo acababa de ingresar a
Letras de la Católica y
Wáshington era mi pro-
fesor. Aunque pronto, el
joven profesor dejó la
posta al brillante maestro
y al amigo. Y empecé a
frecuentarlo en ese depar-
tamento de la avenida
Iquitos. Con el tiempo y
las aguas, ya en su casa de
José Leal, nuestra amistad
se hizo más compacta y
su sabiduría, única y ge-
nerosa, se convirtió en el
pan de cada día. Era vir-
tuoso pero nada solem-
ne, era un gordo sibarita
y socarrón. Nadie como
él gozaba con los libros.
Y ninguno como él, des-
pertó mi entusiasmo por
la buena lectura. La lite-
ratura, al fin y al cabo, era
un refocilarse placentero
y no una acartonada eru-
dición.
A veces, los jóvenes
poetas me preguntan (y se
preguntan) si es que vale
la pena lo que están escri-
biendo. No sé qué con-
testar. Un balbuceo tor-
pe y unas vagas recomen-
daciones son, a menudo,
mis maltrechas respuestas.
Qué diferencia con el poe-
ta Wáshington Delgado,
maestro de maestros.
Todavía me recuerdo
muchachón, como si fue-
ra ayer, entusiasmado con
las charlas nocturnales en
su casa o en algún cafetín
de mediodía. Ningún
tema, por cierto, le era aje-
no. Amén del trato con
libros y escritores, las ter-
tulias versaban sobre cine
o fútbol o política o, al-
gunas veces, sin ser una
excepción, sobre el lomo
saltado o la gallina con
ajonjolí. Era un hombre
muy bondadoso. Cosa
que me animaba, en cier-
tas ocasiones, a solicitar-
le una opinión sobre mis
versos. Entonces, sin ha-
cerse de rogar, leía y releía
los poemas imberbes. Y
luego, sugería o celebra-
ba. Siempre de buen ta-
lante, talante contagioso
como su fe en ese anima-
lito que, a veces, llamamos
poesía y su indomable ale-
gría de vivir.
RÉQUIEM POR UN POETA
Antonio Cisneros
S