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LIBROS & ARTES

Página 9

no

, donde estudiamos en gra-

dos distintos, como conocí

a Paco Carrillo, de un aula

superior. Compartimos pro-

fesores: el director escocés

Neil Mc Kay, Estuardo

Núñez, Raúl Porras, Eloy

Vega, Walter Peñaloza. Algu-

nas veces en los minutos del

recreo Wáshington y un par

de compañeritos, como él tí-

midos y como él pregunto-

nes, se acercaban al grupo de

los mayores, Pedro Álvarez

del Villar, Luis Felipe Angell,

Carlos Odiaga, Jorge Ráez,

que solíamos burlarnos de

nosotros mismos en ovillejos

o letrillas satíricas y cuartetas

de escansión horrenda –

pero nunca hubo rival para

el decimista Angell, el futuro

‘Sofocleto’. O pontificá-

bamos impunes sobre

Manrique, Chocano, Lope,

Vallejo, Palma, Campoamor,

Pardo y Aliaga, Tirso, Juan

de Arona. Y sobre literatura

tout court

. Yo era de la

house

Douglas, creo que Wáshing-

ton de la casa rival Mc

Gregor. Y juntos, bajo la se-

ñera tutoría de Peñaloza,

master

de la casa Douglas,

escogíamos libros para re-

novar la biblioteca del cole-

gio, revisando catálogos des-

lumbrantes de las editoras

argentinas Sopena, Tor,

Lozada.

Cuando asumí la direc-

ción de

Leader

, la revista es-

colar, busqué colaboraciones

aquí y allá. Conseguí una jo-

cosa crónica de viaje de Pe-

dro Álvarez, futuro director

de revistas limeñas, periodis-

ta notable y jefe de redac-

ción de

El Nacional

de Méxi-

co. Recuerdo así mismo un

cuento afrancesado de

Hernán González Fermini,

de tema bélico. Y una

Carta

abierta

, de Altón Tulma.

Tal el anagrama que

echaron a vuelo dos alum-

nitos. Unieron la sílaba inicial

del nombre de uno de ellos

y la última del nombre del

otro: Alberto Cuadros,

WáshingtonDelgado. Menos

eufónico, ‘Tulma’ era un feo

híbrido de sus autores pre-

dilectos: Abelardo Gamarra

“el Tunante” y el tradicionista

Ricardo Palma. Se exaltaba

la ‘vena satírica’ y la ‘gracia

jocunda’ de ambos escrito-

res, paladines del ‘criollismo’

y de la obra de crítica social

y se aludía con desdén al

poeta romántico Luis Ben-

jamín Cisneros y a las “fra-

ses rimbombantes” de José

Santos Chocano. Yo concluí

mi secundaria en ese tiempo.

Pero sé que en el siguiente

número de

Leader

un tal

Dalver lanzó una

Respuesta a

la Carta abierta

, un tanto agre-

siva y que, a su turno, moti-

vó una réplica de Altón

Tulma,

Razones de una sinra-

zón

, más apasionada que jus-

ta, que insistía en lo dicho y

descalificaba de plano a

Chocano y el modernismo

entero, “extraño movimien-

to literario que en América

no tiene ninguna raigambre

social”. Etc.

UNA ANTIGUA NOS-

TALGIA

Creo que fue Azorín

quien habló de “la nostalgia

de la otra orilla”. Se me ocu-

rre pensar que quiza el tími-

do adolescente, ya con a

cuestas una íntima ternura

que nunca perdió, sensitivo

y aún no refugiado en sí mis-

mo, ansiaba una literatura de

placer y de júbilo, hecha de

euforia y certidumbre. Si así

fue, se entiende que la festi-

va jovialidad e ironía

palminas y las tiradas

costumbristas del Tunante en

son de crítica social, burlona

y ágil, le cautivaran como

cautiva siempre lo que más

se anhela. Como decir, en

charada: ya leí cosas tristes,

ahora quiero a Rabelais. “On

n’aime que ce qu’on ne

posède pas”, dice Proust.

(

“Tal vez Artidoro comen-

zó el poema /en los años de infan-

cia ... cuando la injusticia /entró

en su casa y nadie /pudo

desterrarla, ni el domingo /ni los

días de fiesta”

).

Tal vez las cosas fueron

de otro modo. No lo sé. Ni

importa mucho adivinar lo

que el tiempo se lleva.

(

“Al final el invierno /llega

pausadamente para cubrirlo todo

/con desamor y olvido”

)

Pero hace tiempo sé que

Wáshington fue, es, un gran

poeta. Es decir, un mago que

fabrica esas voces secretas y

de extraño prestigio que

mudan la soledad y la me-

lancolía en belleza y en ful-

gor, esos acordes y trozos de

música verbal que, chocan-

do entre sí, desprenden lascas

que estallan en chispas de

bondad y arrobo capaces de

derrotar al tiempo. Tal vez,

como creía Baudelaire, el ge-

nio poético es el esfuerzo

por recuperar la infancia. Y

su milagro inaudito es

trasfigurarla, como en un

sueño, en el reino intemporal

en que no caducan el verso

ni su música (

“Pasa el tiempo,

también la vida pasa, /las pala-

bras persisten ...”

). Como en su

taciturna

Elegía

a Pedro Sali-

nas, burilada en ausencia y

penumbra, le decimos a

Wáshington:

“Ya nadie te des-

poja /de la pura palabra en que

vivías”

.

Hace muchos años, ha-

blando de la vejez me dijo

Racso: “Lo triste es que uno

se va quedando solo”. Yo lo

veía siempre jovial, optimis-

ta, rodeado del afecto de sus

familiares. No lo entendí.

Ahora sé que todos mori-

mos a plazos, que al irse un

ser querido nos despoja de

todo lo que un tiempo com-

partimos, que cada amigo

que se marcha se lleva, estru-

jándolo, un trozo de nuestra

propia vida. Sé que al final

lo que hicimos o dejamos de

hacer, lo que hablamos y lo

que callamos, ha de yacer

“bajo

una tierra leve, la tierra del olvi-

do”

. Pero a veces pienso que

no habrá fin final mientras

haya alguien que, hojeando un

poemario, repita y haga suya

una línea de verso. Una sola,

siquiera. Por la palabra vive el

hombre, por la palabra ven-

ce al tiempo.

(

“Mientras la historia huma-

na pasa /yo escribo estas pala-

bras ... /yo combato a la muerte,

día a día”

)

Y, escéptico sin remedio

como soy, en tales momen-

tos casi imagino que en al-

gún rincón soñado que no

colinda con el espacio, más

allá de

las penas y las furias

,

quizá al borde del tiempo,

hay un pugnaz

Palermo

aco-

gedor y tibio que espera a los

viejos habitúes. Me figuro

que van llegando las sombras

ausentes, el hermano Edgar-

do, el hermano Raúl, Pepe,

Fernando, Juan Gonzalo, Ju-

lio Ramón, Manuel, Víctor,

Pedro, Eleodoro ... Y que

uno de ellos, el hermano

Wáshington, como nunca in-

grávido, como siempre co-

razón de cristal, retoma el hilo

mágico e inútil de la quebra-

da tertulia, nos mira dulce-

mente y, calmo y sencillo,

rompe el silencio y a media

voz musita: “Como decía-

mos ayer ...”

e nos ha muerto

Wáshington Delga-

do, gran maestro y poeta

mayor. Si parece menti-

ra. Hasta hace una sema-

na, nada más, yo lo veía

por las calles del barrio en

Miraflores. Ágil, señorial,

pintiparado. Qué bien se

le ve al gordo (que, dicho

sea de paso, ya de gordo

no tenía nada). Qué bien

que se le ve. Un derrame

masivo cerebral, un ac-

cidente del que nadie

está libre, terminó con su

vida al borde de cumplir

75. Un dolor de cabeza

y entró en coma. Llan-

to y dolor de los sobre-

vivientes.

Lo conocí en 1960.

Yo acababa de ingresar a

Letras de la Católica y

Wáshington era mi pro-

fesor. Aunque pronto, el

joven profesor dejó la

posta al brillante maestro

y al amigo. Y empecé a

frecuentarlo en ese depar-

tamento de la avenida

Iquitos. Con el tiempo y

las aguas, ya en su casa de

José Leal, nuestra amistad

se hizo más compacta y

su sabiduría, única y ge-

nerosa, se convirtió en el

pan de cada día. Era vir-

tuoso pero nada solem-

ne, era un gordo sibarita

y socarrón. Nadie como

él gozaba con los libros.

Y ninguno como él, des-

pertó mi entusiasmo por

la buena lectura. La lite-

ratura, al fin y al cabo, era

un refocilarse placentero

y no una acartonada eru-

dición.

A veces, los jóvenes

poetas me preguntan (y se

preguntan) si es que vale

la pena lo que están escri-

biendo. No sé qué con-

testar. Un balbuceo tor-

pe y unas vagas recomen-

daciones son, a menudo,

mis maltrechas respuestas.

Qué diferencia con el poe-

ta Wáshington Delgado,

maestro de maestros.

Todavía me recuerdo

muchachón, como si fue-

ra ayer, entusiasmado con

las charlas nocturnales en

su casa o en algún cafetín

de mediodía. Ningún

tema, por cierto, le era aje-

no. Amén del trato con

libros y escritores, las ter-

tulias versaban sobre cine

o fútbol o política o, al-

gunas veces, sin ser una

excepción, sobre el lomo

saltado o la gallina con

ajonjolí. Era un hombre

muy bondadoso. Cosa

que me animaba, en cier-

tas ocasiones, a solicitar-

le una opinión sobre mis

versos. Entonces, sin ha-

cerse de rogar, leía y releía

los poemas imberbes. Y

luego, sugería o celebra-

ba. Siempre de buen ta-

lante, talante contagioso

como su fe en ese anima-

lito que, a veces, llamamos

poesía y su indomable ale-

gría de vivir.

RÉQUIEM POR UN POETA

Antonio Cisneros

S