LIBROS & ARTES
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mino para la poesía,
Wáshington Delgado mos-
traba que las opciones eran
diversas, como por ejemplo
la de Francisco Bendezú,
quien a pesar de considerar-
se a sí mismo un comunista
radical, casi un estalinista, es-
cribía exquisita poesía amo-
rosa. De modo que en esos
años en que proliferaban los
comisarios políticos, fieros y
obtusos (para quienes, por
ejemplo, no se debería leer a
Kafka por ser “decadente”
o a Faulkner por ser repre-
sentante del “imperialismo
yanqui”), el autor de
Para vi-
vir mañana
(1958) diariamen-
te libraba pacíficas batallas
por la tolerancia y en defen-
sa de la creación hablando,
sin sentimiento de culpa y
desde el lado del placer, de
poesía, novela, teatro y cine,
en cuyas realizaciones desta-
caba los valores formales,
humanos y sociales.
Como dije al empezar
esta evocación, reparé en
Wáshington al culminar la
década del 50, tal vez el 59.
Del mismo modo que Raúl
Porras Barrenechea, cuyas
últimas lecciones tuve opor-
tunidad de escuchar en la
Católica, Wáshington gusta-
ba de las tertulias con los es-
tudiantes después del dicta-
do de clase. Pero sus estilos
eran diferentes. También las
edades y la generación a la
que pertenecían. Porras, una
de las figuras emblemáticas
de la brillante generación del
Centenario, era por esa épo-
ca considerado el Maestro
por antonomasia, digamos el
Maestro esencial y uno de los
mayores exponentes de la
cultura peruana. De pensa-
miento liberal y democráti-
co, Raúl Porras tenía un por-
te señorial y no era inmune
al espíritu de casta y a los es-
plendores de las genealogías.
Debido a su recargada agen-
da (por entonces era presi-
dente del senado), no tenía
horario fijo de clases, de
modo que si cualquier ma-
ñana anunciaba su llegada al
local de pre-letras, las clases
se suspendían para que to-
dos los alumnos pudiesen
escuchar al Maestro, que lle-
gaba en un elegante cadillac
negro oficial conducido por
un chofer. Sus clases eran
conferencias magistrales so-
bre una materia tan árida
como la historia de los lími-
tes del Perú pero que dicta-
das por él resultaban abso-
lutamente memorables. Ter-
minada la clase, que duraba
entre tres y cuatro horas,
Raúl Porras proseguía su
magisterio en el patio don-
de lo rodeaban conglome-
rados de alumnos de ojos y
oídos ávidos y ansiosos. Re-
cuerdo que los estudiantes
arrebatados por el discurso
del Maestro, cuyo maravillo-
so español cargado de mali-
cia y humor tanto deslum-
bró a José María Arguedas,
estaban dispuestos a poco
menos que alistarse en el ejér-
cito para reconquistar los te-
rritorios perdidos por el
Perú en sus guerras y trata-
dos con todos los países li-
mítrofes.
UN AUTÉNTICO
MAESTRO
Wáshington Delgado era
también un gran profesor,
pero sus mejores clases las
dictaba fuera de las aulas o
en la intimidad de su domi-
cilio. Hombre sereno y jovial
y de muy amplio y diverso
saber, ya a los treinta años (o
probablemente antes) había
alcanzado esa increíble ma-
durez que mantuvo inal-
terada a lo largo de los años.
Aunque sin duda era un au-
téntico maestro, para la gen-
te de mi generación fue más
bien una suerte de hermano
mayor, sabio y generoso,
que apenas se le escuchaba y
conocía despertaba afecto y
simpatía humana. Yo no ha-
blé con él sino dos o tres
años después, pero cuánto lo
escuché oculto en el anoni-
mato. Lo rodeaban princi-
palmente poetas o futuros
poetas, entre los cuales des-
tacaba la figura de un joven-
cito que luego, al escucharlo
leer el poema “El río”, supe
que se llamaba Javier Heraud.
Con su aspecto inconfundi-
ble y sin el menor atisbo de
pedantería profesoral, Wás-
hington cautivaba a sus juve-
niles oyentes, hablándoles
con fruición y lucidez de cine
–digamos de Bergman o
Fellini–, de Faulkner y la no-
vela norteamericana, de
Cernuda y otros poetas de
la generación del 27 de Es-
paña, del teatro de Bertolt
Brecht, de Sartre como na-
rrador, de
Los ríos profundos,
de los cuentos de Ribeyro,
Vargas Vicuña o Congrains,
de la poesía última perua-
na… Era el puro reino de la
literatura y el arte. Pero algo
subversivas debieron consi-
derar las autoridades de la
Universidad Católica –por
entonces mayormente con-
servadora y confesional, con
enclaves reaccionarios– a las
clases y tertulias de
Wáshington porque no le
renovaron el contrato para
el siguiente año académico
de 1960, una de las diversas
medidas que las autoridades
de Riva Agüero tomaron
frente a los vientos renova-
dores que soplaban por las
aulas y pasillos de la univer-
sidad impulsados por jóve-
nes profesores y alumnos de
pensamiento democrático y
libre (por ejemplo, preten-
dían establecer puentes entre
el cristianismo y el marxis-
mo) y que culminaría (pero
ya antes, el 59, Fernando
Lecaros había sido echado
de la universidad por pro-
mover la Reforma Univer-
sitaria en su calidad de Presi-
dente del Centro Federado
de Letras) con la expulsión
masiva de 18 estudiantes por
firmar en congresos estu-
diantiles o culturales comu-
nicados de apoyo y solidari-
dad con Cuba.
UN RECITAL MEMO-
RABLE
Pero aquellos eran tiem-
po felices y los problemas y
contradicciones que surgían
eran ocasión para la fiesta de
la poesía. Al saberse de la
represalia adoptada contra
Wáshington, alumnos y ami-
gos suyos organizaron un
recital poético de desagravio,
en el que intervinieron, entre
otros, Javier Heraud, Anto-
nio Cisneros, Luis Enrique
Tord, Livio Gómez, Luis
Maguiña y Luis Antúnez y
Villegas. Recuerdo que este
auge de la poesía, de los poe-
tas y de las jornadas poéticas
fue de tal naturaleza y aper-
tura que terminó por for-
marse una especie de frente
entre “católicos y sanmar-
quinos”, pues desde uno o
dos años atrás se había veni-
do estableciendo un corre-
dor poético entre la Plaza
Francia y Azángaro por el
que transitaban, por ejemplo,
Javier Heraud y César Cal-
vo. Como fruto de estos diá-
logos por el territorio libe-
rado de la poesía en que se
superaban viejas rivalidades
entre San Marcos y la Cató-
lica, se realizó uno de los más
memorables recitales al que
yo haya asistido, y en el que
participaron poetas de la ge-
neración del 50 de diversas
tendencias estéticas y jóvenes
apenas salidos de la adoles-
cencia que se debatían entre
la vocación poética –empe-
zaban a forjar lo que sería la
nueva poesía del 60– y la
demanda de la acción revo-
lucionaria.
Y justo en aquel recital
escuché a Juan Gonzalo
Rose leer los versos, poco
después ironizados por
Hinostroza, que decían: “Al
paredón, al paredón las pe-
nas / al paredón el padre del
cordero… / Mi propia poe-
sía al paredón / si no quiere
cantar lo que le digo”. Nun-
ca antes, según supe, se ha-
bía escuchado en un salón de
la Católica ovacionar poe-
mas de esta índole, lo cual,
en esos años fue una especie
de profanación. Sin embar-
go, la “poesía pura” también
estuvo presente y fue cele-
“Los comentarios de Wáshington, por una parte, me incitaron a
seguir escribiendo, y por otra, me permitieron acceder al mundo literario
limeño, del cual por timidez y soberbia yo me había mantenido absolutamente
apartado. Pero lo principal fue que me brindó su amistad abriéndome las
puertas de su casa, cuyo centro y eje era su espléndida y maravillosa biblioteca.”
Iliana de Cáceres, Illya Bolaños, Pablo Guevara, Ricardo Silva Santisteban, Javier Sologuren, Wáshington
Delgado y Ester Espinoza, 2000.