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LIBROS & ARTES

Página 21

mino para la poesía,

Wáshington Delgado mos-

traba que las opciones eran

diversas, como por ejemplo

la de Francisco Bendezú,

quien a pesar de considerar-

se a sí mismo un comunista

radical, casi un estalinista, es-

cribía exquisita poesía amo-

rosa. De modo que en esos

años en que proliferaban los

comisarios políticos, fieros y

obtusos (para quienes, por

ejemplo, no se debería leer a

Kafka por ser “decadente”

o a Faulkner por ser repre-

sentante del “imperialismo

yanqui”), el autor de

Para vi-

vir mañana

(1958) diariamen-

te libraba pacíficas batallas

por la tolerancia y en defen-

sa de la creación hablando,

sin sentimiento de culpa y

desde el lado del placer, de

poesía, novela, teatro y cine,

en cuyas realizaciones desta-

caba los valores formales,

humanos y sociales.

Como dije al empezar

esta evocación, reparé en

Wáshington al culminar la

década del 50, tal vez el 59.

Del mismo modo que Raúl

Porras Barrenechea, cuyas

últimas lecciones tuve opor-

tunidad de escuchar en la

Católica, Wáshington gusta-

ba de las tertulias con los es-

tudiantes después del dicta-

do de clase. Pero sus estilos

eran diferentes. También las

edades y la generación a la

que pertenecían. Porras, una

de las figuras emblemáticas

de la brillante generación del

Centenario, era por esa épo-

ca considerado el Maestro

por antonomasia, digamos el

Maestro esencial y uno de los

mayores exponentes de la

cultura peruana. De pensa-

miento liberal y democráti-

co, Raúl Porras tenía un por-

te señorial y no era inmune

al espíritu de casta y a los es-

plendores de las genealogías.

Debido a su recargada agen-

da (por entonces era presi-

dente del senado), no tenía

horario fijo de clases, de

modo que si cualquier ma-

ñana anunciaba su llegada al

local de pre-letras, las clases

se suspendían para que to-

dos los alumnos pudiesen

escuchar al Maestro, que lle-

gaba en un elegante cadillac

negro oficial conducido por

un chofer. Sus clases eran

conferencias magistrales so-

bre una materia tan árida

como la historia de los lími-

tes del Perú pero que dicta-

das por él resultaban abso-

lutamente memorables. Ter-

minada la clase, que duraba

entre tres y cuatro horas,

Raúl Porras proseguía su

magisterio en el patio don-

de lo rodeaban conglome-

rados de alumnos de ojos y

oídos ávidos y ansiosos. Re-

cuerdo que los estudiantes

arrebatados por el discurso

del Maestro, cuyo maravillo-

so español cargado de mali-

cia y humor tanto deslum-

bró a José María Arguedas,

estaban dispuestos a poco

menos que alistarse en el ejér-

cito para reconquistar los te-

rritorios perdidos por el

Perú en sus guerras y trata-

dos con todos los países li-

mítrofes.

UN AUTÉNTICO

MAESTRO

Wáshington Delgado era

también un gran profesor,

pero sus mejores clases las

dictaba fuera de las aulas o

en la intimidad de su domi-

cilio. Hombre sereno y jovial

y de muy amplio y diverso

saber, ya a los treinta años (o

probablemente antes) había

alcanzado esa increíble ma-

durez que mantuvo inal-

terada a lo largo de los años.

Aunque sin duda era un au-

téntico maestro, para la gen-

te de mi generación fue más

bien una suerte de hermano

mayor, sabio y generoso,

que apenas se le escuchaba y

conocía despertaba afecto y

simpatía humana. Yo no ha-

blé con él sino dos o tres

años después, pero cuánto lo

escuché oculto en el anoni-

mato. Lo rodeaban princi-

palmente poetas o futuros

poetas, entre los cuales des-

tacaba la figura de un joven-

cito que luego, al escucharlo

leer el poema “El río”, supe

que se llamaba Javier Heraud.

Con su aspecto inconfundi-

ble y sin el menor atisbo de

pedantería profesoral, Wás-

hington cautivaba a sus juve-

niles oyentes, hablándoles

con fruición y lucidez de cine

–digamos de Bergman o

Fellini–, de Faulkner y la no-

vela norteamericana, de

Cernuda y otros poetas de

la generación del 27 de Es-

paña, del teatro de Bertolt

Brecht, de Sartre como na-

rrador, de

Los ríos profundos,

de los cuentos de Ribeyro,

Vargas Vicuña o Congrains,

de la poesía última perua-

na… Era el puro reino de la

literatura y el arte. Pero algo

subversivas debieron consi-

derar las autoridades de la

Universidad Católica –por

entonces mayormente con-

servadora y confesional, con

enclaves reaccionarios– a las

clases y tertulias de

Wáshington porque no le

renovaron el contrato para

el siguiente año académico

de 1960, una de las diversas

medidas que las autoridades

de Riva Agüero tomaron

frente a los vientos renova-

dores que soplaban por las

aulas y pasillos de la univer-

sidad impulsados por jóve-

nes profesores y alumnos de

pensamiento democrático y

libre (por ejemplo, preten-

dían establecer puentes entre

el cristianismo y el marxis-

mo) y que culminaría (pero

ya antes, el 59, Fernando

Lecaros había sido echado

de la universidad por pro-

mover la Reforma Univer-

sitaria en su calidad de Presi-

dente del Centro Federado

de Letras) con la expulsión

masiva de 18 estudiantes por

firmar en congresos estu-

diantiles o culturales comu-

nicados de apoyo y solidari-

dad con Cuba.

UN RECITAL MEMO-

RABLE

Pero aquellos eran tiem-

po felices y los problemas y

contradicciones que surgían

eran ocasión para la fiesta de

la poesía. Al saberse de la

represalia adoptada contra

Wáshington, alumnos y ami-

gos suyos organizaron un

recital poético de desagravio,

en el que intervinieron, entre

otros, Javier Heraud, Anto-

nio Cisneros, Luis Enrique

Tord, Livio Gómez, Luis

Maguiña y Luis Antúnez y

Villegas. Recuerdo que este

auge de la poesía, de los poe-

tas y de las jornadas poéticas

fue de tal naturaleza y aper-

tura que terminó por for-

marse una especie de frente

entre “católicos y sanmar-

quinos”, pues desde uno o

dos años atrás se había veni-

do estableciendo un corre-

dor poético entre la Plaza

Francia y Azángaro por el

que transitaban, por ejemplo,

Javier Heraud y César Cal-

vo. Como fruto de estos diá-

logos por el territorio libe-

rado de la poesía en que se

superaban viejas rivalidades

entre San Marcos y la Cató-

lica, se realizó uno de los más

memorables recitales al que

yo haya asistido, y en el que

participaron poetas de la ge-

neración del 50 de diversas

tendencias estéticas y jóvenes

apenas salidos de la adoles-

cencia que se debatían entre

la vocación poética –empe-

zaban a forjar lo que sería la

nueva poesía del 60– y la

demanda de la acción revo-

lucionaria.

Y justo en aquel recital

escuché a Juan Gonzalo

Rose leer los versos, poco

después ironizados por

Hinostroza, que decían: “Al

paredón, al paredón las pe-

nas / al paredón el padre del

cordero… / Mi propia poe-

sía al paredón / si no quiere

cantar lo que le digo”. Nun-

ca antes, según supe, se ha-

bía escuchado en un salón de

la Católica ovacionar poe-

mas de esta índole, lo cual,

en esos años fue una especie

de profanación. Sin embar-

go, la “poesía pura” también

estuvo presente y fue cele-

“Los comentarios de Wáshington, por una parte, me incitaron a

seguir escribiendo, y por otra, me permitieron acceder al mundo literario

limeño, del cual por timidez y soberbia yo me había mantenido absolutamente

apartado. Pero lo principal fue que me brindó su amistad abriéndome las

puertas de su casa, cuyo centro y eje era su espléndida y maravillosa biblioteca.”

Iliana de Cáceres, Illya Bolaños, Pablo Guevara, Ricardo Silva Santisteban, Javier Sologuren, Wáshington

Delgado y Ester Espinoza, 2000.