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LIBROS & ARTES

Página 20

uando vi por primera

vez a Wáshington Del-

gado hacia fines de los cin-

cuenta, la poesía peruana

atravesaba por un gran mo-

mento. Como un príncipe

ruso después de la Revolu-

ción de Octubre, Martín

Adán, algo andrajoso pero

blindado de poesía, recorría

las calles del centro de Lima;

en la Católica, en su viejo lo-

cal de la Plaza Francia, Luis

Jaime Cisneros impartía sus

lecciones de lengua comen-

tando poemas de Eielson,

Sologuren, Sebastián Salazar

Bondy, Carlos Germán Belli,

Romualdo, Juan Gonzalo

Rose o Scorza (recuerdo a

condiscípulos de entonces

que recitaban de memoria

poemas como, el preferido

de muchos, “Primera muer-

te de María” de Eielson); en

la Bajada de los Baños de

Barranco, a inicio de los se-

senta, se inauguró la “Casa

de la Poesía” –que algunos

seguidores de Romualdo,

según cuenta Hinostroza,

quisieron bautizarla como

“La torre de los alucinados”–

y sobre todo abundaban los

recitales en la Casona de San

Marcos, en la misma Católi-

ca, en los sindicatos, colegios

y en cuanta institución cultu-

ral hubiese, pues aunque ha-

bía discordia y aun contien-

da entre poetas sociales y

poetas puros era, sin duda,

la hora de la poesía y de los

poetas.

En el mundo, para de-

cirlo en estilo arcaico, el vien-

to de la Historia soplaba ha-

cia el Este, de los movimien-

tos anticoloniales de libera-

ción nacional en Asia, Medio

Oriente y África emergían

nuevos países que difundían

por el mundo nuevos ros-

tros, extraños nombres y

toponimias y desconocidas

imágenes de la tierra: ¿por

qué África negra tenía que ser

“el corazón de las tinieblas”?,

aunque existiese en el extre-

mo sur del continente afri-

cano un país llamado Rho-

desia, capital entonces de la

tenebrosa segregación racial

colonialista, sí, nada de esto

les era indiferente a los mu-

chachos de esos años, y si

en Argel se libraban cruen-

tas batallas de las cuales po-

dría depender el porvenir de

las luchas de los pueblos del

mundo, el reciente triunfo de

la revolución cubana volvía

a poner a la orden del día la

cuestión del imperialismo

yanqui y su dominio en Amé-

rica Latina.

Y para eso estaban los

jóvenes para acudir al llama-

do. Nunca como en esos

años el movimiento estudian-

til universitario en nuestro

país tuvo la capacidad de

convocatoria y movilización

que le permitía, en alianza

con los obreros y sectores

medios de la población, lle-

nar al tope la Plaza San Mar-

tín y provocar crisis ministe-

riales y renuncia de ministros.

Y es que, aparte de los re-

querimientos sociales y la

propaganda de las ideologías

marxistas, otro viento sopla-

ba en el mundo, un viento

que terminaría por cambiar

los ritmos de la vida,

trastrocando los valores en

relación a las edades del

hombre. Ya no más, como

se observa en los álbumes

fotográficos de principios a

mediados del siglo XX, los

jóvenes aparecerían vestidos

como gente madura, vieja y

solemne, pues la edad de la

razón, de la madurez y sabi-

duría podía ser más bien el

tiempo de las conciliaciones

y abdicaciones, del escepti-

cismo y la desesperanza, y de

lo que se trataba era de con-

vertirse en parte de ese to-

rrente vital que quería cam-

biar la sociedad y la vida.

Entonces empezaron a cam-

biar la música y los ritmos,

la moda y los gestos y el len-

guaje, de modo que ya a

mediados de la década del

sesenta, por lo menos en los

sentimientos y la percepción

de artistas y poetas de la nue-

va generación como César

Calvo, la vida estaba regida

por “el cetro de los jóvenes”.

Más allá de las desdichas

privadas, los jóvenes, sin

embargo, vivían en la angus-

tia bajo el peso de la culpa

social. ¿Cómo ser felices en

un país hambriento, explo-

tado, humillado? En el pró-

logo a uno de los libros ca-

nónicos de la época,

Los con-

denados de la tierra

de Fanon,

Sastre decía poco más o

menos que frente a la muer-

te de un niño por hambre la

poesía carecía de peso y po-

día deducirse por tanto que

la literatura era una pasión

inútil. Y estaba la vehemen-

cia del discurso castrista en

el momento épico de la re-

volución cubana y no se po-

día ignorar el resurgimiento

en el frente interno de la lu-

cha popular en el campo y

las ciudades. Ya no se trata-

ba como décadas atrás de

asumir “la ideología del pro-

letariado” dentro de una es-

trategia reformista, ni siquiera

de responder al llamado del

poema “A otra cosa” de

Romualdo escribiendo poe-

sía que incitara a la acción de

las masas, había que dar un

paso más decisivo todavía

convirtiéndose directamente

en actor del cambio revolu-

cionario, aun a costa de aban-

donar la poesía y la creación,

aun a costa de perder la vida

en los campos de batalla.

Frente a estas solicitacio-

nes apremiantes y radicales,

Wáshington Delgado era una

zona de equilibrio. Los estu-

diantes que lo rodeaban a la

salida de clases en el patio de

letras de la Católica –la ma-

yoría futuros poetas, narra-

dores o estudiosos de la lite-

ratura y el arte– sentían que

con su presencia y su voz

creaba un espacio de liber-

tad donde se celebraban to-

das las manifestaciones de la

creación literaria y artística y

del pensamiento. Aunque

desde

El extranjero

(1956) y

sobre todo desde

Días del co-

razón

(1957) su poesía pro-

ponía una visión crítica de la

sociedad desde la perspec-

tiva del socialismo –perspec-

tiva expuesta de manera im-

plícita, nunca de manera

declarativa o exhortativa–,

jamás descalificó o denigró

una obra por las ideas polí-

ticas del autor. A diferencia

de poetas como Romualdo

que imponían un único ca-

C

LA HORA

DE LA POESÍA

Wáshington Delgado

Miguel Gutiérrez

Wáshington Delgado era también un gran profesor, pero

sus mejores clases las dictaba fuera de las aulas o en la intimidad de su

domicilio. Hombre sereno y jovial y de muy amplio y diverso saber, ya a los

treinta años (o probablemente antes) había alcanzado esa increíble

madurez que mantuvo inalterada a lo largo de los años.

Wáshington Delgado, 1993.