LIBROS & ARTES
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nacional, pervadía y recons-
tituía el imaginario y el len-
guaje poéticos.
Siempre fue notable,
para mí, que Wáshington
Delgado se mantuviera, en-
tre los poetas de su tiempo,
relativamente fuera de esas
tendencias en la poesía de las
generaciones siguientes, sin
por eso dejar de pertenecer
a su tiempo y de expresarlo,
rigurosamente. Aunque
Brecht, Eluard o Hikmet no
le fueron desconocidos, su
imaginario y su lenguaje, su
escritura poética, se nutrieron
desde sus orígenes con la
antigua savia de la lengua cas-
tellana y se desarrollaron
ahondando su indagación en
esas raíces y explorando con-
tinuamente sus potencialida-
des
3
. De hecho, Wáshington
Delgado partió de ellas, se
sostuvo en ellas, para dar
expresión al imaginario y al
lenguaje que cargaban den-
samente los cambios en la
materialidad y en la subjeti-
vidad de las relaciones socia-
les en el Perú y en el Mundo.
Sospecho, incluso, que su
poesía fue en eso y por eso,
de ese modo, más profunda
y lealmente, más genuina-
mente que otras, compro-
metida con las nuevas imá-
genes, necesidades y lenguas
de los viejos sueños de igual-
dad social, de solidaridad
social, de libertad individual
y de diversidad cultural, cuya
marea cubre ahora de nue-
vo el mundo. Su poesía nun-
ca dejó ese compromiso,
porque le era constitutivo.
Alberto Escobar fue, sin
duda, el que mejor y más cla-
ramente percibió ese lugar
singular de la poética de
Wáshington Delgado. Con
Para vivir mañana
–dejó dicho
Escobar– “Wáshington Del-
gado trajo a nuestra poesía
una alternativa eficiente, por
3 Aníbal Quijano: “La poesía, una
praxis”. En
Haravi
, Año 1, No. 2, pp. 1
y 12. Lima, Enero de 1964.
4 Alberto Escobar:
Antología de la poe-
sía peruana
. Ediciones Nuevo Mundo,
1965. Lima, Perú, pp. 169.
el nivel estético y la hondura
del mensaje, para aquella ten-
dencia que concilia el arte
con un desasosiego por el
destino del hombre......”
4
¿Fueron esas preferen-
cias las que, quizá, alejaron
(digo, es un decir ) a los poe-
tas de las generaciones si-
guientes de la poética de
Washington Delgado, aun-
que no de la admiración por
su obra y del reconocimien-
to a su generosidad, a su sa-
biduría, a su amistad?.
Por mí sé decir que no
he dejado, no dejaré, de ha-
bitar, junto con él, en el mis-
mo destierro, la misma leja-
na patria ausente.
a muerte sorprendió a
Wáshington Delgado
con un certero, fulminante
golpe. De algún modo, el
poeta esperaba con estoica y
melancólica resignación el
paso de las parca desde hacía
años. Sin subterfugios ni as-
pavientos, con quevediana
raíz y engastes de vals criollo,
los bellos y dolorosos poe-
mas de Artidoro así lo comu-
nicaban. No es que el poeta
estuviera especialmente en-
fermo o achacoso; estaba tris-
te, tristísimo, porque a las vie-
jas penas del vivir, del país y
del mundo que más o menos
todos vamos acumulando, se
le habían sumado otras, muy
hondas, a raíz de la muerte
prematura de un hijo y del fa-
llecimiento de su esposa.
Pero junto a este cuadro
de tristeza total, el poeta te-
nía cierta salud y entusiasmo,
no obstante la desolación de
sus versos admirables. Se-
guía, además, en plena activi-
dad, esforzándose con mayo-
res energías de las que corres-
ponden a un ilustre maestro
jubilado, si tantas jubilacio-
nes no fueran tan mezquinas
en estas latitudes.
Wáshington tenía plena
conciencia y agudo sentimien-
to de agonía y de desvaneci-
miento inexorable pero esta-
ba tenazmente anclado en la
vida. El suyo era un estoicis-
mo no por desengañado
menos vital y en cierto modo
celebratorio. Le tentaba el
mundo, le gustaba comer y
beber bien, con calidad y gra-
cia. Alguna vez, en Arequipa,
hace unos veinte años, mis
padres lo invitaron a almor-
zar y estuve a cargo de las
ollas. Como era viernes san-
to y es uno de los mejores
platos que pueden ofrecerse,
se impuso el chupe de cama-
rones. Sentados en la mesa,
Wáshington dijo que lamen-
taba mucho no poder dar
rienda suelta a su apetito por-
que era alérgico al camarón.
Varios años después, en pa-
recidas circunstancias, su es-
posa y él volvieron con la
buena nueva de la desapari-
ción de su alergia. Pudo en-
tonces darse gustoso a devo-
rar al insigne crustáceo en va-
riedad de preparados.
El poeta era un conver-
sador ameno, culto, fino. No
apabullaba, discurría con
amabilidad y elegancia. Como
maestro era, por lo mismo,
ejemplar. En San Marcos, en
medio del estropicio y la ne-
cedad dogmática, Wáshing-
ton disertaba con claridad y
hondura sobre, digamos,
Lope de Vega, arrellenado en
su pupitre y sin perder tam-
poco el humor. Al oírlo, re-
sultaba inevitable pensar en
los maestros que formaron a
su generación y que para en-
tonces sólo eran sombras
ilustres. Pero no tenía la vo-
luntad de hacer la obra enci-
clopédica de quienes lo ante-
cedieron. Lo ganaba cierta
apatía de poeta y prefería las
incursiones críticas más bien
de corto aliento.Era, además,
presentador de las obras de
sus amigos y prologista ge-
neroso de jóvenes ansiosos
por formar parte de la socie-
dad de los poetas muertos.
Como buen poeta, Wáshing-
ton tenía impecable prosa.
Escribió también relatos y
fue, como lo atestiguan las
páginas de
El Caballo Rojo
y
otras publicaciones, magnífi-
co articulista de quien hubié-
ramos querido sus lectores
tener muchas más líneas.
Entre el aula, el café y la
sala–biblioteca de su casa ha-
bía siempre armoniosa con-
tinuidad. Se advertía en me-
dio de sus libros un retrato
del Inca Garcilaso de la Vega,
su célebre paisano favorito.
Wáshington era limeño des-
de la infancia pero conserva-
ba la bien dicha y las buenas
maneras de los cusqueños
ilustrados. No tenía las taras
de la capital ni de la provin-
cia. Era amable y lúcido, y
aunque resultaba el persona-
je ideal para convocar afectos,
recibió un par de veces ines-
perados aguijones más bien
dignos de olvido.
Es cierto: la poesía de
Wáshington Delgado es una
de las más limpias, dolien-
tes y valiosas, en medio de la
notable poesía peruana de la
llamada generación del cin-
cuenta, que a su vez se halla
en medio de la no menos
notable poesía peruana de la
centuria que acaba de pasar.
No parece descabellado sos-
tener que la poesía ha tenido
en el Perú del siglo XX un
siglo de oro
, para seguir con la
imagen aurífera de los prime-
ros tiempos del saqueo de
Indias. El celebrado oro del
Perú, que no se menoscaba
ni carcome, como decía el
maestro Porras, de quien tan-
to aprendieron Delgado y
otras figuras memorables de
nuestra cultura.
En lo obra de Wáshin-
gton Delgado hay poemas
magníficos que el tiempo no
podrá fatigar. Basta volver los
ojos a su
Reunión elegida
, he-
cha con claro juicio por él mis-
mo, para certificarlo. Los poe-
mas del ciclo de Artidoro
también han de formar par-
te del catálogo de nuestros
clásicos. Quien los lea y relea,
cada vez los encontrará más
cercanos y auténticos .
UN SABIO POETA DEL PERÚ
Alonso Ruiz Rosas
L
Wáshington Delgado y su hija Sonia, 1967.