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LIBROS & ARTES

Página 7

serón de provincia de altos

techos y muro enjalbegado,

de esos que el vendaval del

tiempo aún no echó abajo,

con esa añoranza lúcida que

en el anciano es la presbi-

cia del afecto, dio cuenta

clara y razón menuda del

solar en que nació Porras, de

pisqueños de entonces, de

costumbres y ritos locales

que se desvanecen, de fami-

lias que se extinguen, de

casonas que ya no hay más.

Ví a Porras profundamente

conmovido. Lo rozaba ese

tenue soplo de melancolía

de los desencuentros, cuan-

do la razón no admite que

el paisaje real sea distinto a

la imagen

déjà-vu

que el co-

razón imaginó.

Hicimos en silencio ca-

mino a casa del señor

Carcelén, notario jubilado

que se reponía de una deli-

cada lesión. Conocía de

nombre y admiraba a Porras

y en una añosa vida acumu-

ló papeles que dormían en

un enorme y envejecido ar-

cón repleto de ellos, que

hoy abría generoso. Nona-

genario, alto y cenceño,

apoyado en su bastón nudo-

so, la mirada algo perdida e

inmóvil, tal un testigo so-

breviviente llamado a dar fe

de una época que se esfu-

ma, con frases cortas y pau-

sas muy largas absolvía las

preguntas retóricas que más

que a él lanzaba al aire Po-

rras, de cuclillas ante el ar-

cón de prodigio. Yvi bañar-

se en luz el rostro del pro-

vecto notario cuando mi

maestro, ardoroso lector de

tantos años, acercando a es-

casos centímetros de los

ojos cansados un papel y

luego otro agitaba uno de

ellos, cualquiera, qué im-

porta ahora, diciendo jubi-

loso: ¡Mire Ud. esto, Ara-

níbar! … Quizá entonces

Raúl Porras no recobrara el

escondido pueblo del sueño

infantil que cada uno lleva

oculto, pero se recobraba a

sí mismo al conjuro mágico

de una humilde y efímera

huella del pasado.

JORGE BASADRE

VUELVE A TACNA

En mayo de 1972 tuve

la suerte de acompañar a

Basadre en una breve visita

a Tacna, la ciudad en que

nació y a la que, aparte una

breve estada en 1931, no

había vuelto desde la déca-

da de 1920, en los durísimos

años de zangoloteo y albo-

roto por los problemas con

Chile y el plebiscito. Crea-

da por el gobierno de

Velasco en 26-VIII-1971,

iba a entrar en funciones la

Universidad Nacional que

hoy lleva el nombre de

Basadre. La organizó una

comisión que integraban

Werner Gorbitz, ex-Rector

de Trujillo, y miembros de

las universidades madrinas:

Arturo Flores por la Agra-

ria, Francisco Sotillo por

Ingeniería, yo por San Mar-

cos. Pues había charlado

varias veces con Basadre

para contarle cómo iban las

cosas y pedirle sugerencias

para enrumbar las faenas de

la comisión ¿qué mejor

idea, para el discurso inau-

gural, que invitar al más

ilustre de los tacneños vi-

vos? De inmediato conven-

cí a mis colegas, qué va.

Pero faltaba lo otro, lo difí-

cil: convencer a Basadre.

De temple un poco huraño

y algo huidizo, con esa ‘or-

gullosa modestia’ de espíri-

tu tan suya, muy poco y

nada le tentaba la idea de

enfrentar en su tierra natal

los acosos y fatigas que apa-

reja la fama y apenas si con-

sintió en enviar un texto

para leerlo en su nombre.

Pero era su presencia lo que

importaba. Sólo a instancias

de su comprensiva esposa,

la señora Chabuca Ayulo,

cedió al fin. Lo iba a tomar,

dijo, como un corto viaje de

descanso: ver a unas cuan-

tas personas, visitar uno que

otro lugar, evitar el trajín de

paneles, entrevistas y par-

loteos. Le prometí que se-

ría como él deseaba. Que

tendería un cordón sanitario

en su alojamiento del hotel.

Sin remedio, su emoti-

vo discurso fue uno de esos

éxitos sociales que caminan

solos. Puesto en el foco de

la atención local, por el

Hotel de Turistas desfilaron

autoridades, vecinos de los

notables y de los otros, an-

tiguos y nuevos tacneños,

jóvenes estudiantes, cole-

giales. Todo el mundo tenía

cuenta con Basadre. Que-

rían verlo, invitarlo, solici-

tarle conferencias, reporta-

jes, artículos. Aunque me

esforzaba en filtrar las co-

sas la marea me vencía y

fracasé en mi torpe rol de

cancerbero. Fue el propio

Basadre quien, con arte y

solercia que nunca rayó en

descortesía, supo ser dueño

absoluto de su tiempo, usar-

lo a voluntad y hurtar el

cuerpo a lazos y zalamerías

o agasajos superfluos. En

los breves días de su estada

tuve por muchas horas,

como premio inesperado, el

beneficio de su trato y el

placer de su charla y pude

acompañarlo, un poco, a re-

correr la ciudad.

Era notable la nitidez de

sus recuerdos. Distinguía no

ya nuevos barrios, zonas y

edificios, el normal creci-

miento de la ciudad moder-

na, sino el menor cambio en

el trazo de calles, fachadas,

tiendas de comercio, cote-

jándolo todo con sus viven-

cias de su vieja Tacna. Era

un rencuentro vital. Con la

Alameda de palmeras airo-

sas, evocativa y señorial

pese a los cambistas de mo-

neda chilena, con la plaza

Colón, una de cuyas esqui-

nas albergó su solar fami-

liar, con su catedral de pin-

toresco sillar rosado incon-

clusa en los días de su in-

fancia, con la hermosa pila

monumental y sus chorrillos

de agua sutiles, con el gi-

gante mercado de abastos –

la ‘recova’ de su niñez- y la

extensa franja abigarrada

donde mil ‘pacotilleras’ am-

bulantes ofrecían baratijas

del contrabando de hormi-

ga del cotidiano cerrojo co-

mercial Arica-Tacna. En un

restaurante campestre a car-

go de un hijo del difunto

señor Bocchio, al que cono-

ció medio siglo antes, gus-

tó el pastel de choclo y el

delicioso queso de Pachía

que aún recordaba. Sí.

Como en un aura de ama-

ble sortilegio en que el he-

chizo de un aroma olvida-

do convoca radiosas imáge-

nes de infancia y acuden

esas “formas aéreas flotan-

do ante la vista entre la luz

y el oro” que añoraba el an-

ciano Goethe, halló Basadre

lo que había ido a buscar.

(Quizá un día vuelva sobre

nuestras charlas. ¡Qué digo

charlas: él hablaba, yo oía!

Sé que no es importante ha-

cerlo, ya contamos con sus

valiosos diálogos con Ma-

cera … ¡pero aquella vez

habló Basadre de tantas co-

sas!)

Lector de los ávidos e

incurables, siempre tenía a

la mano un caudal asombro-

so de lecturas frescas. Cuan-

do fui estudiante, a menudo

una mera alusión deslizada

en sus escritos o encubierta

en nota a pie de página me

orientó hacia lecturas que

hubiera tardado en descu-

brir por mi cuenta. Por él

conocí a autores como J.M.

Romein, Pietr Geyl, Mario

Praz, J-P. Faye, Eric Dardel,

Egon Friedell. Pero en esas

calmas horas tacneñas, no

motivado de ningún modo

por mi presencia sino bajo

el acicate del rencuentro con

sus más hondas raíces, ha-

blaba de todo. De novelas

de detectives, de autores

antiguos y libros últimos, de

sus poetas predilectos, de

sus novelistas de cabecera,

de su afición a la música

clásica, de sus pininos en

San Marcos cuando era el

catedrático más joven, de

roces con el temible deca-

no Urteaga, ese a quien Po-

rras nunca se cansó de va-

pulear, de sus afanes cuan-

do colectaba libros para re-

sucitar la Biblioteca Nacio-

nal, de sus desengaños en el

Ministerio, en heroica lid

contra burócratas imper-

meables al cambio.

Como cualquier mortal

tenía sus pequeños

kobolds

,

esos fastidiosos duende-

cillos invisibles que sin

haberlos llamado nos ase-

dian un día, rondan la casa,

se instalan y no se quieren

ir más. Por ejemplo, pese a

su enemiga contra CarlosA.

Romero lo exculpaba del

todo, pero insistía en que la

quema de la Biblioteca en

1943 fue adrede o ‘culposa’

y le daba al asunto un halo

de misterio policíaco, des-

cartando de plano la tesis

del ‘incendio inocente’ que