LIBROS & ARTES
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serón de provincia de altos
techos y muro enjalbegado,
de esos que el vendaval del
tiempo aún no echó abajo,
con esa añoranza lúcida que
en el anciano es la presbi-
cia del afecto, dio cuenta
clara y razón menuda del
solar en que nació Porras, de
pisqueños de entonces, de
costumbres y ritos locales
que se desvanecen, de fami-
lias que se extinguen, de
casonas que ya no hay más.
Ví a Porras profundamente
conmovido. Lo rozaba ese
tenue soplo de melancolía
de los desencuentros, cuan-
do la razón no admite que
el paisaje real sea distinto a
la imagen
déjà-vu
que el co-
razón imaginó.
Hicimos en silencio ca-
mino a casa del señor
Carcelén, notario jubilado
que se reponía de una deli-
cada lesión. Conocía de
nombre y admiraba a Porras
y en una añosa vida acumu-
ló papeles que dormían en
un enorme y envejecido ar-
cón repleto de ellos, que
hoy abría generoso. Nona-
genario, alto y cenceño,
apoyado en su bastón nudo-
so, la mirada algo perdida e
inmóvil, tal un testigo so-
breviviente llamado a dar fe
de una época que se esfu-
ma, con frases cortas y pau-
sas muy largas absolvía las
preguntas retóricas que más
que a él lanzaba al aire Po-
rras, de cuclillas ante el ar-
cón de prodigio. Yvi bañar-
se en luz el rostro del pro-
vecto notario cuando mi
maestro, ardoroso lector de
tantos años, acercando a es-
casos centímetros de los
ojos cansados un papel y
luego otro agitaba uno de
ellos, cualquiera, qué im-
porta ahora, diciendo jubi-
loso: ¡Mire Ud. esto, Ara-
níbar! … Quizá entonces
Raúl Porras no recobrara el
escondido pueblo del sueño
infantil que cada uno lleva
oculto, pero se recobraba a
sí mismo al conjuro mágico
de una humilde y efímera
huella del pasado.
JORGE BASADRE
VUELVE A TACNA
En mayo de 1972 tuve
la suerte de acompañar a
Basadre en una breve visita
a Tacna, la ciudad en que
nació y a la que, aparte una
breve estada en 1931, no
había vuelto desde la déca-
da de 1920, en los durísimos
años de zangoloteo y albo-
roto por los problemas con
Chile y el plebiscito. Crea-
da por el gobierno de
Velasco en 26-VIII-1971,
iba a entrar en funciones la
Universidad Nacional que
hoy lleva el nombre de
Basadre. La organizó una
comisión que integraban
Werner Gorbitz, ex-Rector
de Trujillo, y miembros de
las universidades madrinas:
Arturo Flores por la Agra-
ria, Francisco Sotillo por
Ingeniería, yo por San Mar-
cos. Pues había charlado
varias veces con Basadre
para contarle cómo iban las
cosas y pedirle sugerencias
para enrumbar las faenas de
la comisión ¿qué mejor
idea, para el discurso inau-
gural, que invitar al más
ilustre de los tacneños vi-
vos? De inmediato conven-
cí a mis colegas, qué va.
Pero faltaba lo otro, lo difí-
cil: convencer a Basadre.
De temple un poco huraño
y algo huidizo, con esa ‘or-
gullosa modestia’ de espíri-
tu tan suya, muy poco y
nada le tentaba la idea de
enfrentar en su tierra natal
los acosos y fatigas que apa-
reja la fama y apenas si con-
sintió en enviar un texto
para leerlo en su nombre.
Pero era su presencia lo que
importaba. Sólo a instancias
de su comprensiva esposa,
la señora Chabuca Ayulo,
cedió al fin. Lo iba a tomar,
dijo, como un corto viaje de
descanso: ver a unas cuan-
tas personas, visitar uno que
otro lugar, evitar el trajín de
paneles, entrevistas y par-
loteos. Le prometí que se-
ría como él deseaba. Que
tendería un cordón sanitario
en su alojamiento del hotel.
Sin remedio, su emoti-
vo discurso fue uno de esos
éxitos sociales que caminan
solos. Puesto en el foco de
la atención local, por el
Hotel de Turistas desfilaron
autoridades, vecinos de los
notables y de los otros, an-
tiguos y nuevos tacneños,
jóvenes estudiantes, cole-
giales. Todo el mundo tenía
cuenta con Basadre. Que-
rían verlo, invitarlo, solici-
tarle conferencias, reporta-
jes, artículos. Aunque me
esforzaba en filtrar las co-
sas la marea me vencía y
fracasé en mi torpe rol de
cancerbero. Fue el propio
Basadre quien, con arte y
solercia que nunca rayó en
descortesía, supo ser dueño
absoluto de su tiempo, usar-
lo a voluntad y hurtar el
cuerpo a lazos y zalamerías
o agasajos superfluos. En
los breves días de su estada
tuve por muchas horas,
como premio inesperado, el
beneficio de su trato y el
placer de su charla y pude
acompañarlo, un poco, a re-
correr la ciudad.
Era notable la nitidez de
sus recuerdos. Distinguía no
ya nuevos barrios, zonas y
edificios, el normal creci-
miento de la ciudad moder-
na, sino el menor cambio en
el trazo de calles, fachadas,
tiendas de comercio, cote-
jándolo todo con sus viven-
cias de su vieja Tacna. Era
un rencuentro vital. Con la
Alameda de palmeras airo-
sas, evocativa y señorial
pese a los cambistas de mo-
neda chilena, con la plaza
Colón, una de cuyas esqui-
nas albergó su solar fami-
liar, con su catedral de pin-
toresco sillar rosado incon-
clusa en los días de su in-
fancia, con la hermosa pila
monumental y sus chorrillos
de agua sutiles, con el gi-
gante mercado de abastos –
la ‘recova’ de su niñez- y la
extensa franja abigarrada
donde mil ‘pacotilleras’ am-
bulantes ofrecían baratijas
del contrabando de hormi-
ga del cotidiano cerrojo co-
mercial Arica-Tacna. En un
restaurante campestre a car-
go de un hijo del difunto
señor Bocchio, al que cono-
ció medio siglo antes, gus-
tó el pastel de choclo y el
delicioso queso de Pachía
que aún recordaba. Sí.
Como en un aura de ama-
ble sortilegio en que el he-
chizo de un aroma olvida-
do convoca radiosas imáge-
nes de infancia y acuden
esas “formas aéreas flotan-
do ante la vista entre la luz
y el oro” que añoraba el an-
ciano Goethe, halló Basadre
lo que había ido a buscar.
(Quizá un día vuelva sobre
nuestras charlas. ¡Qué digo
charlas: él hablaba, yo oía!
Sé que no es importante ha-
cerlo, ya contamos con sus
valiosos diálogos con Ma-
cera … ¡pero aquella vez
habló Basadre de tantas co-
sas!)
Lector de los ávidos e
incurables, siempre tenía a
la mano un caudal asombro-
so de lecturas frescas. Cuan-
do fui estudiante, a menudo
una mera alusión deslizada
en sus escritos o encubierta
en nota a pie de página me
orientó hacia lecturas que
hubiera tardado en descu-
brir por mi cuenta. Por él
conocí a autores como J.M.
Romein, Pietr Geyl, Mario
Praz, J-P. Faye, Eric Dardel,
Egon Friedell. Pero en esas
calmas horas tacneñas, no
motivado de ningún modo
por mi presencia sino bajo
el acicate del rencuentro con
sus más hondas raíces, ha-
blaba de todo. De novelas
de detectives, de autores
antiguos y libros últimos, de
sus poetas predilectos, de
sus novelistas de cabecera,
de su afición a la música
clásica, de sus pininos en
San Marcos cuando era el
catedrático más joven, de
roces con el temible deca-
no Urteaga, ese a quien Po-
rras nunca se cansó de va-
pulear, de sus afanes cuan-
do colectaba libros para re-
sucitar la Biblioteca Nacio-
nal, de sus desengaños en el
Ministerio, en heroica lid
contra burócratas imper-
meables al cambio.
Como cualquier mortal
tenía sus pequeños
kobolds
,
esos fastidiosos duende-
cillos invisibles que sin
haberlos llamado nos ase-
dian un día, rondan la casa,
se instalan y no se quieren
ir más. Por ejemplo, pese a
su enemiga contra CarlosA.
Romero lo exculpaba del
todo, pero insistía en que la
quema de la Biblioteca en
1943 fue adrede o ‘culposa’
y le daba al asunto un halo
de misterio policíaco, des-
cartando de plano la tesis
del ‘incendio inocente’ que