LIBROS & ARTES
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café-conciertos y más tar-
de radios como violinista
pues como tantas mujeres
de su patria tenía una here-
dada afición musical. Pero
en algunas ocasiones se en-
contraba con quienes ha-
bían conocido a Grela, la
otra, la desventurada her-
mana de la madre de
Joseph y de acuerdo con la
lógica de la realidad que
muchas veces no es la más
verdadera, le negaban tra-
bajo en guarda del presti-
gio de sus establecimientos
o se le ofrecían en condi-
ciones inaceptables, inclu-
sive exigiendo la compen-
sación de su cuerpo que
ella rechazaba siempre
[roto] la fuerza de su aún
joven anhelo de redención.
Y cuando al fin encontró
trabajo en una ínfima sala
cinematográfica que quiso
atraer a las menestralas y a
las tenderitas del barrio no
sólo con la seducción de los
amores romanescos y feli-
ces y de los ambientes lu-
josos que prodigarse en los
filmes. Sino también con la
seducción de una orquesta
que les repitiera la música
de moda, esa música que
entonces escuchaban con
frívolo arrobo y que toca-
da varios años después les
daría una emoción que ni
aun las grandes sinfonías
saben dar; el trabajo que
allí obtuvo estaba tan mal
remunerado que no abaste-
cía sus necesidades por
más reducidas que ellos se
habían vuelto. Si no hubie-
ra sido por el dinero que le
dejara Joseph, sus apuros
habrían sido desesperan-
tes.
Melancólicamente hu-
bo de pensar muchas veces
cuán poco era lo que la so-
ciedad pagaba por el traba-
jo honradamente hecho y
cuanta prodigalidad en cam-
bio se tenía con el vicio. Lo
que ella ganaba en un mes
o dos ahora, lo había acos-
tumbrado ganar en una no-
che en su antigua vida. En-
tonces a pesar de todo tenía
que vestirse con insinuantes
trajes de seda, imitar la vida
de diversión de tanta mujer
que nunca conoció y de le-
jos la miseria y el hambre.
Providencialmente supo
una tarde por don Tulio el
setentón dueño del cinema
que pensaba transformarlo
en sala de espectáculos, en
una especie de Cabaret. Le
iba a dar el nombre de “La
Bella Italia”, hacía pintar en
las paredes con colores chi-
llones una noche de luna
veneciana y la entrada a
Roma de los Garibaldi ar-
maba a toda prisa un esce-
nario. La fiebre [ilegible]
de la postguerra [ilegible] a
todos los [ilegible] de aquel
puerto, se popularizaban
costumbres que algunos
años antes hubieran pareci-
do inverosímiles, la dismi-
nución de las trabas mora-
les y tradicionales, se exhi-
bía también desde los tea-
tros de barrio.
Don Tulio propuso a
Grela que formara parte de
su compañía de variedades
le ofreció un considerable
aumento de sueldo. Grela
guardaba cierta gratitud a
don Tulio a pesar de (su)
descuidada vida. Había un
Tulio prendado de su mujer,
corpulenta, criolla que lo
dominó a gritos, tenía una
hija única que habíase ca-
sado con un abogado sin
pleitos, acoderado a los rea-
les de la italo-cholita y aho-
ra después de infinitas aven-
turas en la montaña, en la
campiña y en la ciudad, des-
pués de haber sido contra-
bandista, labriego y pulpe-
ro su único placer consistía
en ir los domingos con sus
amigotes a jugar bochas en
la pequeña huerta que se
había comprado.
Grela aceptó la pro-
puesta, sabía bailar, su voz
aunque pequeña era armo-
niosa, con ese encanto que
suele hacer a veces las lám-
paras de aceite más gratas
que los grandes focos eléc-
tricos podría cantar algunas
de las canciones de su pa-
tria lejana que en aquel si-
tio sonarían como algo exó-
tico y por eso interesante
dentro de la melancolía que
hubiera puesto en ellas, de
acuerdo con su rostro mis-
mo que aun tenía una expre-
sión de ingenuidad y que
estaba adquiriendo una dul-
ce belleza pensativa. Ade-
más como el dinero de
Joseph ya se estaba acaban-
do; su nueva situación eco-
nómica solucionaba el pro-
blema.
Pero la misma tarde en
que debía debutar, don Tulio
la quiso hacer suya. Grela
se resistía con ira acrecen-
tada por la sorpresa. Si hay
otras que me piden que yo
haga esto para entrar ellas
aquí la gritó don Tulio en un
paroxismo brutal que no po-
día haberse [ilegible] en él
y le propuso enseguida con
una serenidad artificial te-
nerla permanentemente de
querida. Ella, la que se ha-
bía olvidado de amar huyó
horrorizada porque todos
los hombres eran en el fon-
do iguales a los otros por-
que su aún latente belleza de
mujer era fuente de [ilegi-
ble] de deseos impuros, por-
que su belleza unida a su
pobreza eran un obstáculo
fatal en el camino que an-
helaba recorrer un obstácu-
lo aun más terrible que su
propio pasado.
La estampa de la Biblioteca Nacional, tan
familiar para los estudiosos hasta mayo de
1943, es ahora un recuerdo que va esfumán-
dose y embelleciéndose con el tiempo hasta
que nadie viva para evocarlo. La puerta de
entrada abríase a la calle de Estudios; y, al atra-
vesarla, se ingresaba en un claustto con so-
brios portales en los cuatro lados y un amplio
espacio descubierto en el centro. Era la clási-
ca vista de un convento antiguo lleno de una
nobleza que los pretenciosos edificios moder-
nos no suelen tener. A la izquierda, en toda el
ala de los bajos, estaba el Archivo Nacional
con sus altos y empolvados muebles de made-
ra, llenos de expedientes. La Biblioteca ocu-
paba sólo el centro y el ala derecha del edifi-
cio en ese piso. Una escalera de mármol, tam-
bién al extremo derecho del patio, conducía a
los altos, donde hallábanse las salas de confe-
rencias y de sesiones y la biblioteca de la So-
ciedad Geográfica, en mi época no muy fre-
cuentada. En ese piso vivió don Ricardo Pal-
ma con su familia.
Antes de entrar en dicho establecimiento,
hallaba el visitante en los últimos años ante-
riores al incendio, la columna sobre la que se
erige la cabeza del tradicionista, esculpida por
Piqueras Cotolí. Un pequeño corredor daba ac-
ceso, a la derecha, a la sala de la Dirección; a
la izquierda a un depósito de revistas; y, al fon-
do, al salón de lectura. La Dirección tenía sólo
los muebles necesarios, sin ostentación algu-
na y en sus estantes de madera guardábanse
algunos documentos considerados muy valio-
sos, como los tomos correspondientes al ar-
chivo Paz Soldán, las memorias del general
Luis La Puerta y los folletos de la colección
Zegarra. Un retrato de don Ricardo Palma, obra
de Teófilo Castillo, pendía de la pared, detrás
del modesto escritorio del Director. La sala de
enfrente, jamás abierta, albergaba colecciones
no leídas de revistas europeas, en su mayor
parte españolas y francesas, que se repartían
en las estanterías insertas en la pared del piso
y en un altillo al que se subía por una escalera
de caracol perteneciente a la misma armazón.
Más el fondo y colindante con el Archivo His-
tórico, hallábase una segunda sala de depósi-
to, sin estanterías, donde en su suelo estaban
hacinadas, en enormes montones, revistas eu-
ropeas, la desencuadernada mayoría pertene-
ciente a los años posteriores a 1912 y anterio-
res a 1918. Entre ellos hallé alguna vez
El
Motín
, periódico anarquista de Barcelona, se-
guramente de la época en que fue Director Ma-
nuel González Prada.
UNA IMAGEN
DE LA BIBLIOTECA
NACIONAL
Jorge Basadre
Jorge Basadre.
La vida y la historia
. Lima, 1975, 622 p.