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LIBROS & ARTES

Página 21

café-conciertos y más tar-

de radios como violinista

pues como tantas mujeres

de su patria tenía una here-

dada afición musical. Pero

en algunas ocasiones se en-

contraba con quienes ha-

bían conocido a Grela, la

otra, la desventurada her-

mana de la madre de

Joseph y de acuerdo con la

lógica de la realidad que

muchas veces no es la más

verdadera, le negaban tra-

bajo en guarda del presti-

gio de sus establecimientos

o se le ofrecían en condi-

ciones inaceptables, inclu-

sive exigiendo la compen-

sación de su cuerpo que

ella rechazaba siempre

[roto] la fuerza de su aún

joven anhelo de redención.

Y cuando al fin encontró

trabajo en una ínfima sala

cinematográfica que quiso

atraer a las menestralas y a

las tenderitas del barrio no

sólo con la seducción de los

amores romanescos y feli-

ces y de los ambientes lu-

josos que prodigarse en los

filmes. Sino también con la

seducción de una orquesta

que les repitiera la música

de moda, esa música que

entonces escuchaban con

frívolo arrobo y que toca-

da varios años después les

daría una emoción que ni

aun las grandes sinfonías

saben dar; el trabajo que

allí obtuvo estaba tan mal

remunerado que no abaste-

cía sus necesidades por

más reducidas que ellos se

habían vuelto. Si no hubie-

ra sido por el dinero que le

dejara Joseph, sus apuros

habrían sido desesperan-

tes.

Melancólicamente hu-

bo de pensar muchas veces

cuán poco era lo que la so-

ciedad pagaba por el traba-

jo honradamente hecho y

cuanta prodigalidad en cam-

bio se tenía con el vicio. Lo

que ella ganaba en un mes

o dos ahora, lo había acos-

tumbrado ganar en una no-

che en su antigua vida. En-

tonces a pesar de todo tenía

que vestirse con insinuantes

trajes de seda, imitar la vida

de diversión de tanta mujer

que nunca conoció y de le-

jos la miseria y el hambre.

Providencialmente supo

una tarde por don Tulio el

setentón dueño del cinema

que pensaba transformarlo

en sala de espectáculos, en

una especie de Cabaret. Le

iba a dar el nombre de “La

Bella Italia”, hacía pintar en

las paredes con colores chi-

llones una noche de luna

veneciana y la entrada a

Roma de los Garibaldi ar-

maba a toda prisa un esce-

nario. La fiebre [ilegible]

de la postguerra [ilegible] a

todos los [ilegible] de aquel

puerto, se popularizaban

costumbres que algunos

años antes hubieran pareci-

do inverosímiles, la dismi-

nución de las trabas mora-

les y tradicionales, se exhi-

bía también desde los tea-

tros de barrio.

Don Tulio propuso a

Grela que formara parte de

su compañía de variedades

le ofreció un considerable

aumento de sueldo. Grela

guardaba cierta gratitud a

don Tulio a pesar de (su)

descuidada vida. Había un

Tulio prendado de su mujer,

corpulenta, criolla que lo

dominó a gritos, tenía una

hija única que habíase ca-

sado con un abogado sin

pleitos, acoderado a los rea-

les de la italo-cholita y aho-

ra después de infinitas aven-

turas en la montaña, en la

campiña y en la ciudad, des-

pués de haber sido contra-

bandista, labriego y pulpe-

ro su único placer consistía

en ir los domingos con sus

amigotes a jugar bochas en

la pequeña huerta que se

había comprado.

Grela aceptó la pro-

puesta, sabía bailar, su voz

aunque pequeña era armo-

niosa, con ese encanto que

suele hacer a veces las lám-

paras de aceite más gratas

que los grandes focos eléc-

tricos podría cantar algunas

de las canciones de su pa-

tria lejana que en aquel si-

tio sonarían como algo exó-

tico y por eso interesante

dentro de la melancolía que

hubiera puesto en ellas, de

acuerdo con su rostro mis-

mo que aun tenía una expre-

sión de ingenuidad y que

estaba adquiriendo una dul-

ce belleza pensativa. Ade-

más como el dinero de

Joseph ya se estaba acaban-

do; su nueva situación eco-

nómica solucionaba el pro-

blema.

Pero la misma tarde en

que debía debutar, don Tulio

la quiso hacer suya. Grela

se resistía con ira acrecen-

tada por la sorpresa. Si hay

otras que me piden que yo

haga esto para entrar ellas

aquí la gritó don Tulio en un

paroxismo brutal que no po-

día haberse [ilegible] en él

y le propuso enseguida con

una serenidad artificial te-

nerla permanentemente de

querida. Ella, la que se ha-

bía olvidado de amar huyó

horrorizada porque todos

los hombres eran en el fon-

do iguales a los otros por-

que su aún latente belleza de

mujer era fuente de [ilegi-

ble] de deseos impuros, por-

que su belleza unida a su

pobreza eran un obstáculo

fatal en el camino que an-

helaba recorrer un obstácu-

lo aun más terrible que su

propio pasado.

La estampa de la Biblioteca Nacional, tan

familiar para los estudiosos hasta mayo de

1943, es ahora un recuerdo que va esfumán-

dose y embelleciéndose con el tiempo hasta

que nadie viva para evocarlo. La puerta de

entrada abríase a la calle de Estudios; y, al atra-

vesarla, se ingresaba en un claustto con so-

brios portales en los cuatro lados y un amplio

espacio descubierto en el centro. Era la clási-

ca vista de un convento antiguo lleno de una

nobleza que los pretenciosos edificios moder-

nos no suelen tener. A la izquierda, en toda el

ala de los bajos, estaba el Archivo Nacional

con sus altos y empolvados muebles de made-

ra, llenos de expedientes. La Biblioteca ocu-

paba sólo el centro y el ala derecha del edifi-

cio en ese piso. Una escalera de mármol, tam-

bién al extremo derecho del patio, conducía a

los altos, donde hallábanse las salas de confe-

rencias y de sesiones y la biblioteca de la So-

ciedad Geográfica, en mi época no muy fre-

cuentada. En ese piso vivió don Ricardo Pal-

ma con su familia.

Antes de entrar en dicho establecimiento,

hallaba el visitante en los últimos años ante-

riores al incendio, la columna sobre la que se

erige la cabeza del tradicionista, esculpida por

Piqueras Cotolí. Un pequeño corredor daba ac-

ceso, a la derecha, a la sala de la Dirección; a

la izquierda a un depósito de revistas; y, al fon-

do, al salón de lectura. La Dirección tenía sólo

los muebles necesarios, sin ostentación algu-

na y en sus estantes de madera guardábanse

algunos documentos considerados muy valio-

sos, como los tomos correspondientes al ar-

chivo Paz Soldán, las memorias del general

Luis La Puerta y los folletos de la colección

Zegarra. Un retrato de don Ricardo Palma, obra

de Teófilo Castillo, pendía de la pared, detrás

del modesto escritorio del Director. La sala de

enfrente, jamás abierta, albergaba colecciones

no leídas de revistas europeas, en su mayor

parte españolas y francesas, que se repartían

en las estanterías insertas en la pared del piso

y en un altillo al que se subía por una escalera

de caracol perteneciente a la misma armazón.

Más el fondo y colindante con el Archivo His-

tórico, hallábase una segunda sala de depósi-

to, sin estanterías, donde en su suelo estaban

hacinadas, en enormes montones, revistas eu-

ropeas, la desencuadernada mayoría pertene-

ciente a los años posteriores a 1912 y anterio-

res a 1918. Entre ellos hallé alguna vez

El

Motín

, periódico anarquista de Barcelona, se-

guramente de la época en que fue Director Ma-

nuel González Prada.

UNA IMAGEN

DE LA BIBLIOTECA

NACIONAL

Jorge Basadre

Jorge Basadre.

La vida y la historia

. Lima, 1975, 622 p.