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LIBROS & ARTES

Página 20

gole tímidamente. Josef ,

Josef Bauer, como el noble

espíritu que me inculcó el

ser hombre de bien. Y ya

que os habéis serenado y

comenzáis a razonar, no

imagináis conmigo en que

ésta la más extraña aventu-

ra que habéis saboreado

durante toda vuestra vida?.

El recuerdo de mi madre me

hace hablaros con respeto a

pesar de lo que para aquí

hemos venido. Basta que

me la hayáis hecho tener

presente para que os esté

agradecido. Por lo demás,

debéis tener cuidado, si es

que continuáis llevando esta

vida, porque alguna vez os

podéis acostar con vuestro

hijo ... el que buscaís y cuyo

amor puede redimiros.

Grela sollozó, ocultán-

dose el rostro entre las ma-

nos. Aún sois joven y miro

en vuestro corazón buenos

sentimientos que debéis cul-

tivar con verdadero cariño

y decidida firmeza. En mí

has hecho renacer un ma-

nantial de ternura hacia el

recuerdo de la madre que

hasta aquí he buscado con

poco empeño, pero que de

hoy en adelante estoy deci-

dido a encontrar. Sintiose

un puertazo, las voces

agrias de personas que dis-

putaban en la escalera ras-

garon la somnolencia del

hospedaje. Languidecida,

aureaba la azulosa pantalla

su luz tenue. Josef conti-

nuó. Me había propuesto

divertir esta noche y con ese

objeto me heché al bolsillo

un poco de dinero. No me

lo despreciaréis, tanto más

que habéis perdido vuestro

tiempo. Tomádlo y recor-

dad en mí un buen amigo.

Mis compañeros me

andan buscando, adiós, qui-

zá algún día nos volvamos

a ver ... Dijo esto de segui-

do, con la mayor naturali-

dad; cogió su gorra del per-

chero, abrió la puerta y se

marchó, cerrando aquella

tras de sí, serena, religiosa-

mente, como si Grela estu-

viese dormida y temiera

despertarla.

IV

Grela quedó sola, an-

gustiada, con el corazón

martirizado, presa de peno-

sa desesperación. No le ca-

bía la menor duda de que

Josef era el ser que llevó en

sus entrañas, lo que más

adoraba en el mundo; pero

también de que ella no era

digna de ser su madre, de

que estuvo en el inminente

peligro de perderlo y haber-

se perdido para siempre.

Sí, para siempre ... ni como

amante ni como hijo, se re-

pitió con honda desesperan-

za, Y tras haber sollozado

mucho tiempo, con la amar-

gura y horridez infinitos de

su pesadumbre, llegó a con-

siderar que tal vez hubiera

sido mejor que bebiera el

veneno que su amiga le

brindara. Mas, un repenti-

no chispazo iluminó su

alma y procurose serenar.

Pugnaba la indecisa clari-

dad de la mañana entre el

brumoso horizonte; hacia

allá comenzaronse a distin-

guir los barcos como vela-

dos en la gris somnolencia

de la bruma. Mansamente,

cuchicheaba el mar. Si he

sido hasta aquí pecadora, se

dijo Grela; si no he llorado

bastante, ni he sufrido la co-

bardía de mi bajeza; si nun-

ca he sentido la necesidad

de ser honrada y buena

como me ha de anhelar mi

hijo, de qué me quejo?; por-

que me quema en el cora-

zón que de mí se haya aver-

gonzado? Porque, añadió

tras de breve pausa, aún

cuando él se haya resistido

a confesarlo, no me cabe

duda que él es Josef, el niño

a quien expuse pocos días

después de haber nacido.

Allí están los ojos, la voz,

el ademán, el razonar de

aquel hombre que violentó

mi cuerpo, que me atrajo

con la fingida mansedum-

bre de sus rezos. ¡Ah!, y

¿cómo no lo miré antes de

desnudarme? ¡Debí supo-

nerlo ...! No, no; no se me

había ocurrido ... ¡Jesús!

qué monstruosidad ...!

Apagose la luz; una clari-

dad cenicienta empapaba la

azulosidad tenebrosa del

mar plomizo; Alguien se

acercaba con pasos tardos.

Pasose la mano alisando

sus cabellos, restregose los

ojos para borrar toda hue-

lla de lágrimas, esperó a que

abrieran la puerta. Pero no,

los pasos continuaron, era

un pasajero que veníase a

acostar.

V

Desde la noche de aquel

encuentro tan inesperado y

tan desesperante, Grela tor-

ció su vida arrancándola de

las playas lisas y aleves de

la costumbre del pasado.

Sintió una de esas conmo-

ciones interiores que echan

por tierra tantas cosas que

otrora parecieron irrempla-

zables y por resultas de lo

cual se aspira a borrar lo que

se ha hecho y se ha sido,

como el mal poeta borra

más tarde las estrofas en que

su inspiración se debilitó o

como el corrector de prue-

bas corrige las erratas. Sin-

tió un absurdo anhelo de

cambiarse de alma y hasta

de cuerpo y de rostro y de

bañar su vida para no sentir

más el hedor de lo que ha-

bía sido, que ahora le pare-

cía insoportable y que du-

rante tanto tiempo había

creído normal y a veces has-

ta interesante.

Pero si estos cambios

pueden producirse en el es-

píritu, la vida de relación

con los demás ha formado

previamente siempre una

serie de pequeños obstácu-

los impidiendo que aquellos

puedan objetivarse. La gen-

te tiene por costumbre po-

ner a cada cual dentro de un

casillero y no le cuadra ve-

rificar cambios en esa cla-

sificación, como si todas las

almas tuvieran la ineludible

y definitiva fijeza con que

han sido hechos los rostros.

Grela hubo de experimen-

tarlo muchas veces y aún

pasado mucho tiempo vol-

vió a experimentarlo inter-

mitentemente. El pasado la

seguía como si fuera su

sombra. El pasado pugna-

ba por esclavizarla. Y no

porque la muerte de Sonia,

obscuro hecho que apenas

ocupó la cuarta página de

los diarios por la ninguna

importancia de la victima y

del lugar que escogió para

fugarse de sus miserias, así

como por sus visibles carac-

teres de suicidio desespera-

do. El pasado la perseguía

mediante los recuerdos que

los lugares, los rostros, las

palabras, las cosas, parecía

que se esforzaban en con-

vocar dentro de ella misma

y en motín de sentimientos

encontrados y en las cir-

cunstancias más inespera-

das, y la perseguía también

mediante las gentes que la

habían visto en su vida de

ramera, que acaso habían

pagado el derecho de ver-

ter dentro de su cuerpo ins-

tintos animales y ensueños

fracasados, y que ella no

recordaba o recordaba va-

gamente con esa impreci-

sión que no sólo tienen las

prostitutas sino también los

políticos que han estrecha-

do muchas manos y sonreí-

do a muchos rostros.

Por eso le fue dificil en-

contrar de qué vivir honra-

damente como lo quería con

fervor religioso después de

su encuentro con Josef:

cambió de barrio y rompió

con todas sus amistades de

la víspera; por más que fue-

ra conveniente irse a otra

ciudad no quiso hacerlo

porque en el puerto podía

volverse a encontrar con su

hijo, cosa que ella deseaba

a la vez que temía. Se ofre-

ció en varios restaurantes,