LIBROS & ARTES
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i fiesta alguna que me conmueva
idad. Más allá (o más acá) de la
pesebre pobrísimo en Belén, de
stores, de los tres reyes magos
te, oro, incienso y mirra), tras la
riente. Más allá (o más acá) del
símbolo y esperanza renovados,
ombres de buena voluntad.
l festejo, con agua o chocolate,
a. De esa ilusión intransferible
oda mi infancia y que conservo,
mor, hasta el día de hoy.
a, vivaz y secreta, amarrada al
que, de niño, solía repetirse a
a cómo, ni mis padres, que todo
n Jesús dejaba los regalos al pie
ro que aún se repite (y nadie, yo
cómo) sólo por una vez, la
de un año poblado por el rencor,
que recuerda a lo que la utopía
os y revueltos en familia, entre
estos y presentes simbólicos (los
), escuchando los tangos de mis
apenas aprendidos, de mis hijos.
a los otros (y siempre es bueno
os mucho, mucho más que todas
s. Celebrando por los vivos y los
idos y los nietos que empiezan a
imón.
fiestas. La noche del 24, la
l aire oscurece y el viento del
n cálida y cómplice de la espera.
ya nacido y, otra vez, el desierto
que en mis años de Londres no
ses solían acostarse a la hora de
siempre, con la cara de siempre. Aprestándose más bien
para el almuerzo del día 25 (pavos rellenos y pastel de
fruta, vinos franceses y sidra local). Y ni la nieve
blanquísima o las chimeneas prendidas con leños (a pesar
de su prestigio y tradición) podían reemplazar la prodigiosa
espera, la alegría secreta y compartida de la víspera.
La fiesta de las fiestas. El año nuevo me dice casi
nada. No suelo tampoco celebrar mi cumpleaños (ni
recordarlo). Y hasta el día de la primera comunión («el
más feliz de mi vida») fue –y lo lamento– un día con
escasas ilusiones.
Lo demás ya lo sabemos. La Navidad (y no el
nacimiento del Señor) se ha convertido en una inmensa
vitrina comercial para ofensa de los pobres del Perú. Los
famélicos
papá noeles
(símbolo de un nuevo subempleo)
con su panza de poroflex y su barba de algodón, bajo el
sol achicharrante, nos recuerdan que la vida es bien triste.
La muerte nos espera, más que nunca, a la vuelta de una
esquina. Lo sabemos.
Pero no puedo evitar (disculpen) esa única y fugaz
alegría del año. El milagro que, a la corta y a la larga, tiene
mucho que ver con la esperanza. Y no hablo aquí de la
esperanza retórica y bonachona que, con frecuencia,
algunos compañeros cristianos y marxistas mencionan en
sus charlas y discursos de labios para afuera. Que a veces,
se diría, ni la ven ni la sienten y sólo la mencionan como
exorcismo contra su propia desolación.
Hablo de la esperanza que se aprende con este pueblo
nuestro, sufrido más que muchos y, sin embargo, de pie
sobre la tierra. Porque la injusticia no puede ser eterna y
es menester cambiar los reinos mal crecidos de este mundo.
Y no se trata de cálculo o consigna. Es de necesidad
elemental y viva como el pan. Para que valga la pena ser
padre, para que valga la pena ser hijo. Por nunca
abandonarnos en una calle oscura y dejarnos morir.
El Caballo Rojo, 25 de diciembre de 1983.