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LIBROS & ARTES

Página 19

i fiesta alguna que me conmueva

idad. Más allá (o más acá) de la

pesebre pobrísimo en Belén, de

stores, de los tres reyes magos

te, oro, incienso y mirra), tras la

riente. Más allá (o más acá) del

símbolo y esperanza renovados,

ombres de buena voluntad.

l festejo, con agua o chocolate,

a. De esa ilusión intransferible

oda mi infancia y que conservo,

mor, hasta el día de hoy.

a, vivaz y secreta, amarrada al

que, de niño, solía repetirse a

a cómo, ni mis padres, que todo

n Jesús dejaba los regalos al pie

ro que aún se repite (y nadie, yo

cómo) sólo por una vez, la

de un año poblado por el rencor,

que recuerda a lo que la utopía

os y revueltos en familia, entre

estos y presentes simbólicos (los

), escuchando los tangos de mis

apenas aprendidos, de mis hijos.

a los otros (y siempre es bueno

os mucho, mucho más que todas

s. Celebrando por los vivos y los

idos y los nietos que empiezan a

imón.

fiestas. La noche del 24, la

l aire oscurece y el viento del

n cálida y cómplice de la espera.

ya nacido y, otra vez, el desierto

que en mis años de Londres no

ses solían acostarse a la hora de

siempre, con la cara de siempre. Aprestándose más bien

para el almuerzo del día 25 (pavos rellenos y pastel de

fruta, vinos franceses y sidra local). Y ni la nieve

blanquísima o las chimeneas prendidas con leños (a pesar

de su prestigio y tradición) podían reemplazar la prodigiosa

espera, la alegría secreta y compartida de la víspera.

La fiesta de las fiestas. El año nuevo me dice casi

nada. No suelo tampoco celebrar mi cumpleaños (ni

recordarlo). Y hasta el día de la primera comunión («el

más feliz de mi vida») fue –y lo lamento– un día con

escasas ilusiones.

Lo demás ya lo sabemos. La Navidad (y no el

nacimiento del Señor) se ha convertido en una inmensa

vitrina comercial para ofensa de los pobres del Perú. Los

famélicos

papá noeles

(símbolo de un nuevo subempleo)

con su panza de poroflex y su barba de algodón, bajo el

sol achicharrante, nos recuerdan que la vida es bien triste.

La muerte nos espera, más que nunca, a la vuelta de una

esquina. Lo sabemos.

Pero no puedo evitar (disculpen) esa única y fugaz

alegría del año. El milagro que, a la corta y a la larga, tiene

mucho que ver con la esperanza. Y no hablo aquí de la

esperanza retórica y bonachona que, con frecuencia,

algunos compañeros cristianos y marxistas mencionan en

sus charlas y discursos de labios para afuera. Que a veces,

se diría, ni la ven ni la sienten y sólo la mencionan como

exorcismo contra su propia desolación.

Hablo de la esperanza que se aprende con este pueblo

nuestro, sufrido más que muchos y, sin embargo, de pie

sobre la tierra. Porque la injusticia no puede ser eterna y

es menester cambiar los reinos mal crecidos de este mundo.

Y no se trata de cálculo o consigna. Es de necesidad

elemental y viva como el pan. Para que valga la pena ser

padre, para que valga la pena ser hijo. Por nunca

abandonarnos en una calle oscura y dejarnos morir.

El Caballo Rojo, 25 de diciembre de 1983.