LIBROS & ARTES
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C
con el hombre, una suerte
de reconocimiento pero
también de fastidio. Como
si le dijera: «Basta, lo hicis-
te bien, pero ya vete de
aquí».
Uno, sin querer, acaba
generando mitos urbanos.
Hace unos 25 años hubo
una amplia encuesta para
ver quién era el mejor poe-
ta del Perú. El periodista,
esperando la respuesta
consabida: «Es Vallejo»,
se sorprendió porque res-
pondí: «Es Jorge Eduardo
Eielson». ¿Por qué? Sin
que negara los grandes
méritos de Vallejo, la poe-
sía de Eielson me ha gus-
tado siempre, me interesa
profundamente, me llena.
Me vi como políticamen-
te
incorrecto
. Fue una blas-
femia que yo no diera la
respuesta apropiada a esa
pregunta que ni se pregun-
ta. No me gustan en Va-
llejo los poemas, pocos
pero son, que tienen cier-
ta cosa melodramática.
Me fastidia la imperfec-
ción. Honestamente, des-
de muy joven Vallejo ja-
más me maravilló. Res-
pecto a su muerte, me
pone de malas ese dislate
de que murió de España.
La gente no muere román-
ticamente de España; la
gente muere de tubercu-
losis, de sífilis, de cáncer,
de una pulmonía, de un
balazo en la cabeza. Siem-
pre esa cosa tan misterio-
sa de su muerte auspicia-
da tanto por el Partido
Comunista como por la
derecha conservadora. El
pobre hombre que sufría,
sufría, sufría. Sin embargo,
me interesa en alto grado
la influencia tan vasta que
ha tenido, no en el Perú,
donde es relativamente
menor, sino en todo el
ámbito de la lengua espa-
ñola. Es muy sorprenden-
te para bien que un mar-
ginal de marginales de un
país marginal y margina-
do, provinciano de lo que
era entonces una peque-
ña aldea andina, sea con-
siderado el poeta más im-
portante de la lengua y
uno de los más sobresa-
lientes del siglo XX. Es
muy relevante para los
peruanos, porque la ma-
yoría, mal que bien, de
alguna manera, son habi-
tantes de aldeas, y para
ellos es una posibilidad,
una ilusión o una utopía
llegar a ser tan grandes
como él lo fue.
«Qué triste es ser letra-
do y funcionario», dice us-
ted en un famoso verso.
¿Qué opina usted de los poe-
tas académicos y los poetas-
funcionarios?
Como ocurre en casi
toda la poesía el sujeto y
el objeto es uno mismo.
He pasado muchos años
enseñando, de lo cual no
me enorgullezco, porque
nunca he tenido vocación
de profesor. He sido un
profesor normal, nada del
otro mundo. He cumpli-
do, y ya. Jamás he aspira-
do a ser coordinador, jefe
de departamento o deca-
no. He enseñado en el
Perú, en Europa, dos ve-
ces en Estados Unidos
(Berkeley y Virginia). No
me interesa el destino ni
el futuro de la juventud.
Me importa un carajo
cómo le vaya a ir. «Qué
triste ser letrado y funcio-
nario», sí, tiene una refe-
rencia con la realidad,
pero también con la vida
de los poetas chinos, por-
que son letrados y funcio-
narios. Qué curioso: inge-
nieros, abogados o médi-
cos trabajan en su profe-
sión pero aún no se ha in-
ventado la profesión re-
munerada de poeta. Se lo
digo con sinceridad: hay
gente que creería que el
poeta Antonio Cisneros le
debe mucho a quienes le
han dado el trabajo de pro-
fesor universitario; no; es-
tos le deben al poeta. ¿Por
qué me invitan a dar cla-
ses a la universidad de Niza
o a la de Virginia? ¿Porque
soy una maravilla como
académico o por los libros
de filología que he publi-
cado? No: la gracia es que
el poeta Antonio Cisneros
dicta esos cursos. Si estoy
en deuda, si hay alguna, es
con la gente que me ha
querido aquí en el Perú o
en el exterior, claro, no
incluyendo a las tribus de
envidiosos. Pero ¿a quién
es al que han querido? Al
poeta. El ciudadano Cis-
neros se siente indigno
cuando no escribe poesía
porque a fin de cuentas a
quien le debe demasiado
es al poeta.
ELGRANHERMANO
Víctor Hurtado Oviedo
onocí a Antonio Cisneros en la oficina de Humberto Damonte, en la
Editorial Horizonte, en 1973. Toño llenaba todo el espacio con esa
irradiación de vida que ahora parece –solo parece– faltarle. Nos
reencontramos en 1975 en la revista
Marka
, donde él escribió comentarios
y recuerdos en los que muchos deseábamos estar como en fiestas a las que no
fuimos. En 1980, nos reunimos otra vez en la aventura de
El Diario de
Marka
pues él dirigió su revista cultural,
El Caballo Rojo
. Quisiera que
recuerdos de entonces vengan aquí, donde Toño revive en la calidez de
páginas amigas.
A fines de 1980, unos periodistas suecos visitaron el local de
El Diario de
Marka
, suerte de velero náufrago y escorado que había perdido todas las
guerras y pedía más. En el techo, el ingenioso, el Da Vinci de la producción
(el nipón-brasileño Tomochi Sumida), había armado un taller de filmación
de páginas y cosas similares, lugar que el doctor Frankenstein habría rechazado
por inverosímil.
Allí, Tomochi explicó a los visitantes que se hacía una parte del trabajo.
¿Qué habrían entendido los suecos? El asunto es que se rieron: creían que
era broma; »sabían» que así
no
podía hacerse nada, que eso que miraban no
existía; pero lo bueno –o lo malo– era que sí, que así podía publicarse un
periódico en el Perú si era pobre y de izquierda (valga la redundancia).
En el diario había una sola línea telefónica, de la que colgaban
pendientes –como aretes– las orejas de la policía política, y algunas máquinas
de escribir que pesaban cual tanques Sherman y que disparaban, como ellos,
noticias sobre el gobierno y la corrupción (valga la redundancia).
En esas condiciones de buque fantasma encallado en la avenida Salaverry
y trajinado por gente indignada y feliz, Antonio Cisneros creó y dirigió uno
de los mejores –si no el mejor– suplementos culturales del diarismo peruano
en mucho, mucho tiempo:
El Caballo Rojo,
chúcaro y mítico. Este título
provenía de un verso de Toño incluido en su poema «Nacimiento de Soledad
Cisneros (29 enero 75)»: «Corrí, caballo rojo, bajo el blanquísimo cielo del
invierno».
La escudería de Toño brillaba con Lucho Valera, operativo y eficaz; Mito
Tumi, domador de poetas, y Charo, hermana de Toño, en el trabajo de
archivo, imponiendo disciplina minutísima al ir y venir de intelectuales,
visitantes y charladores (bohemios del mediodía).
Toño reinaba, soberano, risueño y cordial, sobre aquella locura de
imprevistos de incertidumbres que era
El Diario de Marka
. Claro está, eran
años pre-Internet: no había computadoras; todo se escribía en papeles, que
terminaban alfombrando la Redacción cual una blanca alfombra roja. Daba
igual: Toño tenía su propia Internet en la cabeza: años de viajes y estudios
en otros países; dominio del inglés y del francés; lecturas infinitas; memoria
total; contactos en el mundo de la literatura y del arte, como una bohemia
de lujo que abarcaba Europa e Hispanoamérica... Entonces, en 1980, a los
38 años, Toño ya era Antonio Cisneros.
Yo no formaba parte del equipo de
El Caballo Rojo
pues vivía en la sección
de política, cuyo lema era: «Ustedes solo hagan el gobierno; nosotros
haremos la oposición». Sin embargo, eran constantes mis diálogos con Toño:
empezaban en el segundo piso de la nave de los locos y terminaban en los
restaurantes de las cercanías, muelles a los que arribaba la sed, incluida la de
conocimientos.
Yo escuchaba entonces los recuerdos de Toño, donde se abrazaban nombres
que estaban ya en las historias de la literatura, con anécdotas de la Movida
londinense de los Beatles y Carnaby Street. Parecía que Toño había estado
en todas partes en los momentos adecuados, y de ellas traía sus ríos de viejos
saberes decorados con humor.
Que sean otros los amigos quienes hablen del Toño poeta; estoy lejos de
los créditos que autoricen a hacerlo: no soy escritor, pero algo que agradeceré
siempre a Toño es el haberme tratado como tal: como un hermano que
sentía tener un gran hermano.
Al Toño que recordaremos le toca perfecto el título de una novela de
Hemingway:
Una fiesta móvil
(
A Moveable Feast
). Ir con Toño era alegrarse
el día, y tanto lo conocían y lo saludaban que navegar las calles con él era
como pasear con la bandera. Su arte de la conversación hacía que siempre
saliésemos dibujados, sonrientes, mejorados.
Me faltarán ahora sus abrazos que me obsequiaban veranos en invierno,
y sus palabras suaves con voz ronca, y la presteza juvenil de su sonrisa; mas
Toño me visitará otra vez cuando pase la sombra de luz de su amistad por mi
memoria.