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LIBROS & ARTES
Es bien difícil hablar
de poesía objetiva, pero sí,
es un libro donde hurgo
aparentemente menos en
mí mismo.
¿Y cómo se le ocurrió ese
libro que se parece tan poco
a los otros?
Tenemos, desde que yo
era muy niño, una casa en
la playa que se llama Pun-
ta Negra a 50 kilómetros
de Lima, en lo que llama-
mos el sur chico, y en esos
balnearios hay dos suertes
de gente: la veraneante y
la permanente. La perma-
nente son, por ejemplo,
los camioneros repartido-
res de agua, los albañiles
que arreglan casas modes-
tas, los vendedores del
mercado, los jardineros,
los dueños y empleados de
restorancitos y bares, los
pescadores artesanales…
Hay con ellos un univer-
so paralelo, pero no dis-
criminado, porque existen
vasos comunicantes. Yo,
que pertenezco a la pobla-
ción flotante, soy padrino
de no sé cuántos niños en
Chilca. En ese pueblo de
pescadores son todos fa-
miliares; hay seis o siete
apellidos que se repiten. Es
raro: no sé qué musa es-
pecial entró en mí para
que con todo aquello es-
cribiera poesía. No lo sé
en verdad, pero salió. Y
hay mucha gente que por
diversas razones, no sólo
literarias, es el libro que
más le gusta. Quizá porque
persisten en ellos rema-
nentes de la mentalidad
positivista del siglo XIX
que, me parece, perdura
hasta ahora en el marxis-
mo.
Usted ha dicho que
escribió
El libro de Dios y
de los húngaros
dos años
después de su residencia en
Budapest, pero, por caso,
el
Canto ceremonial con-
tra un oso hormiguero
le
llevó un mes fulgurante.
¿Cuánto le lleva por lo re-
gular escribir un libro?
Vamos a ver esos dos
casos. El
Canto ceremo-
nial
contra un oso hormi-
guero
lo escribí durante
el invierno londinense
en condiciones adversas.
No sé si sepa que en Lon-
dres la calefacción se lle-
na por monedas, y a ve-
ces yo no tenía sencillo,
o más, no tenía plata. Me
enfundaba en un abrigo-
te, metía una mano en el
bolsillo y con la otra es-
cribía. Cuando la mano
con que escribía se me
enfriaba, la metía en el
bolsillo hasta que se ca-
lentaba. Pero nada de eso
me importaba, nada, por-
que en esos días me lle-
gaba la inspiración a
chorros, me sentía un ins-
pirado de los dioses.
Cuando estás en el rapto
de la escritura, se puede
venir abajo el mundo,
abandonas a tus hijos y
nietos, y ni cuenta te
das. El caso húngaro es el
otro extremo. Mientras
vivía en Budapest toma-
ba notas y hacía apuntes
en papeles, servilletas,
cajetillas de cigarros, qué
sé yo. Salvo un poema,
«Domingo en Santa Cris-
tina y frutería al lado»,
escrito prácticamente de
un tirón, casi como un
dictado divino, los de-
más estaban en borrado-
res; no tenía yo mayor
convicción para termi-
narlos, pero no tan poca
para tirarlos como dese-
chos y no hacerle caso a
la musa. Más tarde lo he
racionalizado. En Hun-
gría no había palabra es-
crita legible para mí;
como el húngaro era un
idioma muy distinto y
distante, apenas si apren-
dí unas cuantas frases
para ordenar en un res-
taurante o para subir a un
autobús. Tú puedes estar
en un país donde ignoras
el idioma pero las prime-
ras planas te dicen algo;
en Hungría no; incluso
las palabras internacio-
nales como hotel o res-
taurante se dicen de otra
manera. Era para mí un
mundo sin palabras.
Cuando desenterré en
Lima mi caja de zapatos
donde los había guarda-
do, me encontré con la
multitud de papelitos y
volví a armar los poe-
mas. De algunos ya no
sabía en qué consistían
las imágenes o señala-
mientos que había he-
cho, pero trabajé lo de-
más. Y salió un libro per-
fectamente redondo y
compacto.
Pero ¿en qué momentos
le es más fácil escribir?
La parte que ya no es
tan graciosa es que a ve-
ces exagero mi distancia
con la poesía. Dejo pasar,
sin tomarla en cuenta, a
eso que llamamos la musa,
y ella te llama, te jala del
hombro, te golpetea el
brazo, y tú sólo le dices:
«Ya veremos», «Más tar-
de», «Ven otro día»…
Todo lo contrario de lo
que me ocurría de mucha-
cho, que, cuando sentía su
llamado, de inmediato me
sentaba a escribir, saliera
o no saliera. Pero esto que
me pasa no es de ahora;
tiene cerca de 30 años.
Jamás me desesperé. A
diferencia de Martín Adán
o Javier Sologuren, quie-
nes, con una preocupa-
ción que no los abando-
nó, poetizaron sobre la
poesía, yo no. No es ni
virtud ni defecto, es un
hecho, y ya.
Jaime Sabines me dijo
alguna vez que el llamado de
la poesía llegaba, tenía que
llegar, podía tardar dos o cin-
co años, pero llegaba.
Quizá lo mío sea sim-
plemente pereza.
Usted es un poeta, como
entre nosotros López Velar-
de, Pellicer y Sabines, pega-
do a la tierra.
Cada quien mata sus
pulgas a su modo. Poetas
como Jorge Guillén parten
de la reflexión y de la abs-
tracción; a mí me gusta lo
sensorial Podríamos ha-
blar de una poesía plásti-
ca, con volumen, peso,
color.
A veces da la impresión
que une su poesía a la cró-
nica o al diario.
Dos cosas. Primero, yo
soy cronista en prosa. Por
ejemplo, tengo en prosa
una crónica burlona de las
islas Galápagos y en poe-
sía un libro. No tienen
nada que ver entre sí, pero
tienen el mismo punto de
partida. En general mi
poesía se corresponde, no
con los viajes -que no son
pocos- sino con largas es-
tadías más o menos largas.
El
Canto ceremonial contra
un oso hormiguero
es mi
residencia en Londres,
Como higuera en un cam-
po de golf
mi vida en el sur
de Francia, en
El libro de
Dios y de los húngaros
dejo
huella de mi paso por
Budapest,
El monólogo de
la casta Susana
es respues-
ta a mi estancia en Ale-
mania, y
Un crucero a las
islas Galápagos
, su título ya
lo dice. El viaje es elemen-
to o pretexto. Se trata de
un viaje a tu propio inte-
rior.
Hay en usted, al respec-
to de César Vallejo, tanto
como con el poeta como
El poeta en Londres, 1970.