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Página 14

LIBROS & ARTES

Es bien difícil hablar

de poesía objetiva, pero sí,

es un libro donde hurgo

aparentemente menos en

mí mismo.

¿Y cómo se le ocurrió ese

libro que se parece tan poco

a los otros?

Tenemos, desde que yo

era muy niño, una casa en

la playa que se llama Pun-

ta Negra a 50 kilómetros

de Lima, en lo que llama-

mos el sur chico, y en esos

balnearios hay dos suertes

de gente: la veraneante y

la permanente. La perma-

nente son, por ejemplo,

los camioneros repartido-

res de agua, los albañiles

que arreglan casas modes-

tas, los vendedores del

mercado, los jardineros,

los dueños y empleados de

restorancitos y bares, los

pescadores artesanales…

Hay con ellos un univer-

so paralelo, pero no dis-

criminado, porque existen

vasos comunicantes. Yo,

que pertenezco a la pobla-

ción flotante, soy padrino

de no sé cuántos niños en

Chilca. En ese pueblo de

pescadores son todos fa-

miliares; hay seis o siete

apellidos que se repiten. Es

raro: no sé qué musa es-

pecial entró en mí para

que con todo aquello es-

cribiera poesía. No lo sé

en verdad, pero salió. Y

hay mucha gente que por

diversas razones, no sólo

literarias, es el libro que

más le gusta. Quizá porque

persisten en ellos rema-

nentes de la mentalidad

positivista del siglo XIX

que, me parece, perdura

hasta ahora en el marxis-

mo.

Usted ha dicho que

escribió

El libro de Dios y

de los húngaros

dos años

después de su residencia en

Budapest, pero, por caso,

el

Canto ceremonial con-

tra un oso hormiguero

le

llevó un mes fulgurante.

¿Cuánto le lleva por lo re-

gular escribir un libro?

Vamos a ver esos dos

casos. El

Canto ceremo-

nial

contra un oso hormi-

guero

lo escribí durante

el invierno londinense

en condiciones adversas.

No sé si sepa que en Lon-

dres la calefacción se lle-

na por monedas, y a ve-

ces yo no tenía sencillo,

o más, no tenía plata. Me

enfundaba en un abrigo-

te, metía una mano en el

bolsillo y con la otra es-

cribía. Cuando la mano

con que escribía se me

enfriaba, la metía en el

bolsillo hasta que se ca-

lentaba. Pero nada de eso

me importaba, nada, por-

que en esos días me lle-

gaba la inspiración a

chorros, me sentía un ins-

pirado de los dioses.

Cuando estás en el rapto

de la escritura, se puede

venir abajo el mundo,

abandonas a tus hijos y

nietos, y ni cuenta te

das. El caso húngaro es el

otro extremo. Mientras

vivía en Budapest toma-

ba notas y hacía apuntes

en papeles, servilletas,

cajetillas de cigarros, qué

sé yo. Salvo un poema,

«Domingo en Santa Cris-

tina y frutería al lado»,

escrito prácticamente de

un tirón, casi como un

dictado divino, los de-

más estaban en borrado-

res; no tenía yo mayor

convicción para termi-

narlos, pero no tan poca

para tirarlos como dese-

chos y no hacerle caso a

la musa. Más tarde lo he

racionalizado. En Hun-

gría no había palabra es-

crita legible para mí;

como el húngaro era un

idioma muy distinto y

distante, apenas si apren-

dí unas cuantas frases

para ordenar en un res-

taurante o para subir a un

autobús. Tú puedes estar

en un país donde ignoras

el idioma pero las prime-

ras planas te dicen algo;

en Hungría no; incluso

las palabras internacio-

nales como hotel o res-

taurante se dicen de otra

manera. Era para mí un

mundo sin palabras.

Cuando desenterré en

Lima mi caja de zapatos

donde los había guarda-

do, me encontré con la

multitud de papelitos y

volví a armar los poe-

mas. De algunos ya no

sabía en qué consistían

las imágenes o señala-

mientos que había he-

cho, pero trabajé lo de-

más. Y salió un libro per-

fectamente redondo y

compacto.

Pero ¿en qué momentos

le es más fácil escribir?

La parte que ya no es

tan graciosa es que a ve-

ces exagero mi distancia

con la poesía. Dejo pasar,

sin tomarla en cuenta, a

eso que llamamos la musa,

y ella te llama, te jala del

hombro, te golpetea el

brazo, y tú sólo le dices:

«Ya veremos», «Más tar-

de», «Ven otro día»…

Todo lo contrario de lo

que me ocurría de mucha-

cho, que, cuando sentía su

llamado, de inmediato me

sentaba a escribir, saliera

o no saliera. Pero esto que

me pasa no es de ahora;

tiene cerca de 30 años.

Jamás me desesperé. A

diferencia de Martín Adán

o Javier Sologuren, quie-

nes, con una preocupa-

ción que no los abando-

nó, poetizaron sobre la

poesía, yo no. No es ni

virtud ni defecto, es un

hecho, y ya.

Jaime Sabines me dijo

alguna vez que el llamado de

la poesía llegaba, tenía que

llegar, podía tardar dos o cin-

co años, pero llegaba.

Quizá lo mío sea sim-

plemente pereza.

Usted es un poeta, como

entre nosotros López Velar-

de, Pellicer y Sabines, pega-

do a la tierra.

Cada quien mata sus

pulgas a su modo. Poetas

como Jorge Guillén parten

de la reflexión y de la abs-

tracción; a mí me gusta lo

sensorial Podríamos ha-

blar de una poesía plásti-

ca, con volumen, peso,

color.

A veces da la impresión

que une su poesía a la cró-

nica o al diario.

Dos cosas. Primero, yo

soy cronista en prosa. Por

ejemplo, tengo en prosa

una crónica burlona de las

islas Galápagos y en poe-

sía un libro. No tienen

nada que ver entre sí, pero

tienen el mismo punto de

partida. En general mi

poesía se corresponde, no

con los viajes -que no son

pocos- sino con largas es-

tadías más o menos largas.

El

Canto ceremonial contra

un oso hormiguero

es mi

residencia en Londres,

Como higuera en un cam-

po de golf

mi vida en el sur

de Francia, en

El libro de

Dios y de los húngaros

dejo

huella de mi paso por

Budapest,

El monólogo de

la casta Susana

es respues-

ta a mi estancia en Ale-

mania, y

Un crucero a las

islas Galápagos

, su título ya

lo dice. El viaje es elemen-

to o pretexto. Se trata de

un viaje a tu propio inte-

rior.

Hay en usted, al respec-

to de César Vallejo, tanto

como con el poeta como

El poeta en Londres, 1970.