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50 el término cholo ha ido perdien-
do poco a poco su sentido racial
para asumir un significado princi-
palmente cultural. Cholos son los
portadores de la cultura indígena
que, por lo demás, no es la cultura
indígena original de la época de los
Incas sino una cultura que ha ido
cambiando a lo largo de la historia
como producto de la interacción
con la cultura criolla y occidental.
Según Aníbal Quijano, lo que ca-
racteriza a la cultura indígena es un
tronco indígena prehispánico, una
integración a un conjunto cultural
distinguible de los otros y el hecho
que sus portadores actuales tienen
un entroncamiento con la pobla-
ción indígena prehispánica.
A partir de los años 50 comien-
za a emerger en el Perú un sector
de la población “que se diferencia
al mismo tiempo de la población
indígena y de la occidental, en tér-
minos de ciertas características ex-
ternas fácilmente visibles y de ele-
mentos psicológico-sociales más
sutiles”. Este sector nuevo, que los
antropólogos comenzaron a llamar
cholo, “se desprende de la masa del
campesinado indígena y comienza
a diferenciarse de ella adoptando o
elaborando ciertos elementos que
conforman un nuevo estilo de vida,
integrado tanto por elementos de
procedencia urbano-occidental,
como por los que provienen de la
cultura indígena contemporánea. El
fenómeno de la ‘cholificación’ es un
proceso en el cual determinadas
capas de la población indígena cam-
pesina van abandonando algunos
de los elemento de la cultura indí-
gena, adoptando algunos de los que
tipifican la cultura occidental crio-
lla, y van elaborando con ellos un
estilo de vida que se diferencia al
mismo tiempo de las dos culturas
fundamentales de nuestra sociedad,
sin perder por eso su vinculación
original con ellas” (Quijano, 1976:
19).
Lo que diferencia a los cholos
de los otros grupos étnicos es el des-
empeño de ciertos roles –obrero de
minas, albañil, chofer, pequeño co-
merciante, mozo, sirviente, jorna-
lero agrícola–, el bilingüismo, una
vestimenta occidentalizada, el
alfabetismo y un nivel elemental de
educación, la migración permanen-
te, ciertos patrones urbanos de con-
sumo (relojes, radios portátiles).
Hacia los años 50, los jóvenes eran
cholos, los adultos entraban en un
proceso de cholificación y los vie-
jos se mantenían como indios. Los
cholos ocupan una posición ambi-
gua pues, procediendo de la pobla-
ción indígena, tienden a diferen-
ciarse de ella y, asumiendo elemen-
tos de la cultura criolla, no se iden-
tifican con ella. La población indí-
gena, a su vez, los percibe semejan-
tes a ella por la raza y la cultura,
pero distintos por las ocupaciones
y el idioma; mientras los criollos los
perciben étnicamente distintos,
aunque se vinculan a ellos por las
ocupaciones que desempeñan. Los
cholos combinan criterios étnicos
con criterios de clase en su propia
constitución como grupo: “Por una
parte, los cholos resultan ser la capa
más alta de la población indígena;
por la otra, es la parte de la pobla-
ción obrera o de las capas bajas de
la clase media rural o urbana, y en
conjunto participa de ambas carac-
terísticas, en un conjunto no sepa-
rable en la realidad” (Quijano,
1996: 23).
Esta ambigüedad comienza a ser
superada en la medida que el gru-
po cholo toma conciencia de que
participa en una situación social co-
mún y se autoidentifica como un
grupo distinto de la población in-
dígena y de los criollos.
Aníbal Quijano señala que los
principales canales de emergencia
del grupo cholo son el Ejército, en
el que reciben educación y apren-
den cierto roles ocupacionales nue-
vos y del que vuelven a su comuni-
dad como licenciados; los sindica-
tos, en los que reciben cierto tipo
de entrenamiento para la acción;
las organizaciones políticas, que
difunden en el campo elementos
culturales provenientes del mundo
urbano; los clubes provincianos que
constituyen redes de apoyo y de
adaptación de los migrantes a las
ciudades.
Existen, sin duda, otros canales
de cholificación. La mayoría de los
estudios sobre los movimientos
campesinos de los años 50 en ade-
lante han señalado que ellos comen-
zaron cuestionando los abusos y las
relaciones de autoridad y de explo-
tación de los gamonales, avanzaron
poniendo sobre el tapete la cues-
tión de la propiedad de la tierra y
culminaron tomando posesión de
la misma y exigiendo al Estado la
legitimación de ese acto de pose-
sión mediante la reforma agraria.
Los movimientos campesinos fue-
ron actos de protesta social que rei-
vindicaban un derecho: la propie-
dad de la tierra. Lo que no sabe-
mos es si la tierra fue demandada
como un derecho civil o como un
derecho social. Se sabe, sin embar-
go, que muchos campesinos de-
mandaban la recuperación de sus
tierras, que estaban en las manos de
los gamonales, con títulos colonia-
les bajo el brazo, títulos que se refe-
rían a una posesión común de las
tierras por parte de un ayllu o una
comunidad. Si eso era así, es pro-
bable que muchos campesinos ha-
yan reivindicado la tierra como de-
recho social y colectivo. En todo
caso, algunos proyectos de reforma
agraria y la ley aprobada por el go-
bierno del general Velasco consi-
deraron la demanda campesina, no
como un derecho civil que otorga
un derecho de propiedad sobre un
bien de libre disponibilidad, sino
como un derecho social, esto es,
como un derecho acotado que se
expresaba en la consigna la tierra
para quien la trabaja. De ese modo,
la tierra no entraba al mercado y a
la economía de mercado sino que
era un elemento definitorio de la
sociedad rural que no era, obvia-
mente, una sociedad de mercado
en la medida que los campesinos
no entraban al mercado de traba-
jo. Esto no impedía, sin embargo,
que los campesinos produjeran para
el mercado. Pese a los grandes cam-
bios económicos, ocupacionales y
políticos que implicaron los movi-
mientos campesinos, este camino
es quizás el que menos cambios pro-
dujo en la identidad de los campe-
sinos en la medida que para
recorrerlo no tuvieron que salir de
su habitat ni fueron inducidos por
ninguna agencia externa a algún
tipo de etnocidio.
2.
La teología
de la liberación
Gustavo Gutiérrez es uno de los
pocos intelectuales universales del
Perú actual. Y con razón. Su obra
es leída, estudiada, comentada y cri-
ticada no sólo por los teólogos de
la Iglesia Católica sino por los aca-
démicos de las principales univer-
sidades del mundo. Su obra más co-
nocida,
Teología de la liberación,
Perspectivas (1971)
, lleva ya varias
ediciones y reproducciones en es-
pañol y ha sido traducida a varios
idiomas.
Gustavo Gutiérrez no es sólo un
teólogo sino un destacado intelec-
tual que administra varios registros
a la vez: Se mueve con facilidad en
el terreno de la filosofía, trata con
erudición los temas de la sicología
y del sicoanálisis, está al día en los
grandes debates de las ciencias so-
ciales, especialmente de la sociolo-
gía, la política y la cultura, se des-
plaza con fruición en el vasto cam-
po de la literatura. Lo que quiero
decir es que Gustavo Gutiérrez es
un humanista, uno de los pocos
con que cuenta el Perú de hoy. Y
como todo humanista, Gutiérrez es
lo que Isaiah Berlin llamaba un in-
telectual erizo, un pensador con
mirada de águila que ama la sínte-
sis y que sube sobre los hombros de
los intelectuales zorros para desa-
rrollar una perspectiva de largo
aliento.
Su pensamiento y su obra acom-
pañan el
aggiornamento
de la igle-
sia católica en el mundo y el tránsi-
Gustavo Gutiérrez.