LIBROS & ARTES
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narra la vida de un amigo que es
la propia negación de Sir Wins-
ton: Thomas E. Lawrence,
Lawren-
ce de Arabia
.
Luego de batallas triunfantes y
de gloria en los desiertos, el gran
escritor, el fatalista Lawrence
huye: repudia la fama, cambia de
nombre, se esfuma como soldado
raso y muere en un accidente de
motocicleta. En 1935, Churchill
elogió “su desdén por la mayor
parte de los premios, placeres y
halagos de la vida”. A su vez, el
insistentemente afamado Sir
Winston entendió tarde que la
nombradía es poco, que la felici-
dad puede estar en otra parte.
“Todo esto me aburre”, dijo
Churchill; pero Lawrence lo ha-
bía dicho antes.
BIZANCIO LA DORADA
En 1918, el joven César
Vallejo se disuelve en la niebla de
Lima. Ha caído desde la luz po-
derosa de los Andes hasta un li-
toral de garúa y neblina como
quien vuela del Sol a la otra cara
de la Luna. En los nublados de
todos los días, el poeta acaba de
aprender que el cielo de Lima fue
pintado por Juan Gris. César
Vallejo es un universitario provin-
ciano a quien la capital ha recibi-
do con una pobreza entregada a
los detalles, y lo malo de la po-
breza es que siempre da lo que le
falta. Muchos años después, otro
poeta –Juan Gonzalo Rose– dijo
de sí mismo una sentencia que
pudo ser la biografía limense de
Vallejo: “No estoy elegante, pero
estoy triste”.
César Vallejo habita en los ma-
deros naufragados de una pensión
antigua, y por las tardes escucha
el grito de un panadero ambulan-
te que anuncia biscochos como
joyas. Un amigo de la misma pen-
sión lírica, el más tarde político
EL RENUNCIANTE
Se dice que las últimas pala-
bras de Sir Winston Churchill fue-
ron: “Todo esto me aburre”. Él
había pasado ya los 90 años, y tal
vez pensara que todo buen mo-
nárquico tiene el deber, para con
la Corona, de aburrirse siempre
que sea soberanamente. Lo abu-
rría pintar el mismo paisaje a la
acuarela los domingos: a él, que
de pintor poseía lo mismo que le
sobraba de orador. Lo aburrían su
retiro y, en el fondo, la falta de
una guerra que ganar. No es que
Britannia las perdiese ya, sino que
las ganaban otros gobernantes de
su isla, más jóvenes y más peque-
ños.
Winnie
, el ingenioso, se abu-
rría, y lo más triste de su hastío es
que él no oiría su entierro. El se-
pelio de un gracioso es la pena más
reída: todos tienen una anécdota
que contar, como aquella que re-
cuerda el hábito –tan hispano– de
Sir Winston de dormir la diaria
siesta, y en piyama, mientras los
cohetes de los nazis demolían
medio Londres. Esto sí era desmo-
ralizar al enemigo. El problema de
Churchill fue que su vida duró
más que su biografía. Su última
ancianidad fue un mero suple-
mento de gloria, pasada la aven-
tura de la vida. Debe de ser fan-
tasmal y póstumo leerse a sí mis-
mo en los libros de historia. Se
muere cuando la vida ya no tiene
nada que decirnos, y entonces pre-
ferimos cambiar de interlocutor.
La vida nos da sorpresas; a
Winnie
le otorgó muchas, como
la de perder las elecciones tras ga-
nar la Segunda Guerra Mundial,
y como la de otorgársele el Pre-
mio Nobel de Literatura en 1953,
sin pretenderlo con sus libros de
historia y de recuerdos (otro his-
toriador
nobelizado
fue el alemán
Theodor Mommsen). De 1935 es
Grandes contemporáneos
, floresta
de semblanzas donde Churchill
Víctor Raúl Haya de la Torre, re-
cordará aquel reclamo: “¡Bisco-
cherouuu!”. Nadie lo imagina
entonces, mas este grito engendra-
rá un verso del vanguardista libro
Trilce
: “Serpentínica u del bizco-
chero engirafada al tímpano”. Más
tarde arribará la sabia tropa de los
críticos para interpretar con ima-
ginación briosa lo que no entien-
de: el verso es solo una ‘o’ retor-
cida en ‘u’ y el paso de un grito
por el aire en un atardecer de po-
breza e invierno.
En las tardes con niebla (dos
tardes juntas), el poeta provincia-
no torna a la nostalgia por una
amiga que ha quedado lejos, arri-
ba y junto al Sol de los Andes:
“Qué estará haciendo esta hora mi
andina y dulce Rita / de junco y
capulí; / ahora que me asfixia
Bizancio, y que dormita / la san-
gre, como flojo cognac, dentro de
mí”. ‘Bizancio’ es allí un sitio odio-
so, obscuro e incomprensible don-
de un poeta pobre está fuera de
lugar. Así, una mera ciudad sud-
americana –Lima– se hace
Bizancio, la remota, la espléndi-
da, la confusa capital del imperio
romano sin Roma, del imperio la-
tino donde solamente se habló
griego: ironías de la Historia.
Quince años después, otro poeta
pobre y fuera de lugar, el alemán
Bertolt Brecht, huido de los na-
zis, escribe un poema irónico y
pregunta: “¿En qué casa de Lima
la dorada vivían los que la hicie-
ron?”. Este poeta ubica el esplen-
dor donde aquel otro poeta –en
bruma y soledad– nunca lo halló:
ironías de la Literatura.
EL CORAZÓN DEL
CIUDADANO WELLES
Meterse en la vida de George
Orson Welles es como visitar los
OTRAS DISQUISICIONES
grandes almacenes: uno entra por
una puerta, pero no sabe por dón-
de saldrá –si sale–; tal vez por una
ventana en un ángulo contrapi-
cado para caer sobre la cabeza de
Falstaff. Lo que hay en la vida de
Orson Welles se mezcla en un
totum revolutum
glorioso, y el
cine de la ropa de caballeros no
está muy lejos del teatro de la sec-
ción vajilla. También es verdad
que Welles mintió tanto sobre su
vida que solamente le quedaba
dedicarse a hacer películas, men-
tiras pagadas durante dos horas.
Según hablan sus fotos-cine-
mascope, el ejercicio de la men-
tira artística fue la única gimna-
sia que a Welles se le supone. De
niño fue prodigio; de mucho más
grande, también. Nació en Wis-
consin (Estados Unidos) en
1915. De algún modo misterio-
so, acabó muy lejos, en Irlanda,
a los quince años, metido en un
circo, pero no entre el público.
Luego fue actor y director de tea-
tro independiente; es decir, de
esas actividades que están más
cerca de la quiebra que de la
fama.
A los 24 años, Orson dirigió
El ciudadano Kane
, cinta conside-
rada entre las mejores de todos los
tiempos en los que hubo cine (los
otros no están bien documenta-
dos). Luego hizo algunas pelícu-
las fallidas; otras, incompletas; las
restantes, maestras. No fue buen
alumno, pero aprendió bastante;
lo que pasa es que lo desagrada-
ban los estudios siempre que fue-
sen los de Hollywood. En 1956,
en Barcelona, Welles conversó
con el periodista-dandi César
González Ruano sobre la película
que entonces rodaba el norteame-
ricano. Si este hubiera filmado la
filmación habría salido un esper-
pento y no habría hecho falta
Mister Arkadin
. Orson Welles
murió en 1985 en Los Ángeles de
un ataque masivo a su enorme co-
razón, de modo que tampoco en
la muerte entró con pequeñeces.
Entre toros y juergas (‘huelgas’ en
castellano-andaluz), Welles amó
a España: tanto que encomendó
a su hija enterrar sus cenizas en la
finca de Ronda (Málaga) del to-
rero Antonio Ordóñez pues de
cerca se ven los toros, y de lejos,
las películas.
Víctor Hurtado Oviedo
T. E. Lawrence
Bertolt Brecht
Orson Welles. Afiche de la película
El ciudadano Kane.