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LIBROS & ARTES

Página 36

narra la vida de un amigo que es

la propia negación de Sir Wins-

ton: Thomas E. Lawrence,

Lawren-

ce de Arabia

.

Luego de batallas triunfantes y

de gloria en los desiertos, el gran

escritor, el fatalista Lawrence

huye: repudia la fama, cambia de

nombre, se esfuma como soldado

raso y muere en un accidente de

motocicleta. En 1935, Churchill

elogió “su desdén por la mayor

parte de los premios, placeres y

halagos de la vida”. A su vez, el

insistentemente afamado Sir

Winston entendió tarde que la

nombradía es poco, que la felici-

dad puede estar en otra parte.

“Todo esto me aburre”, dijo

Churchill; pero Lawrence lo ha-

bía dicho antes.

BIZANCIO LA DORADA

En 1918, el joven César

Vallejo se disuelve en la niebla de

Lima. Ha caído desde la luz po-

derosa de los Andes hasta un li-

toral de garúa y neblina como

quien vuela del Sol a la otra cara

de la Luna. En los nublados de

todos los días, el poeta acaba de

aprender que el cielo de Lima fue

pintado por Juan Gris. César

Vallejo es un universitario provin-

ciano a quien la capital ha recibi-

do con una pobreza entregada a

los detalles, y lo malo de la po-

breza es que siempre da lo que le

falta. Muchos años después, otro

poeta –Juan Gonzalo Rose– dijo

de sí mismo una sentencia que

pudo ser la biografía limense de

Vallejo: “No estoy elegante, pero

estoy triste”.

César Vallejo habita en los ma-

deros naufragados de una pensión

antigua, y por las tardes escucha

el grito de un panadero ambulan-

te que anuncia biscochos como

joyas. Un amigo de la misma pen-

sión lírica, el más tarde político

EL RENUNCIANTE

Se dice que las últimas pala-

bras de Sir Winston Churchill fue-

ron: “Todo esto me aburre”. Él

había pasado ya los 90 años, y tal

vez pensara que todo buen mo-

nárquico tiene el deber, para con

la Corona, de aburrirse siempre

que sea soberanamente. Lo abu-

rría pintar el mismo paisaje a la

acuarela los domingos: a él, que

de pintor poseía lo mismo que le

sobraba de orador. Lo aburrían su

retiro y, en el fondo, la falta de

una guerra que ganar. No es que

Britannia las perdiese ya, sino que

las ganaban otros gobernantes de

su isla, más jóvenes y más peque-

ños.

Winnie

, el ingenioso, se abu-

rría, y lo más triste de su hastío es

que él no oiría su entierro. El se-

pelio de un gracioso es la pena más

reída: todos tienen una anécdota

que contar, como aquella que re-

cuerda el hábito –tan hispano– de

Sir Winston de dormir la diaria

siesta, y en piyama, mientras los

cohetes de los nazis demolían

medio Londres. Esto sí era desmo-

ralizar al enemigo. El problema de

Churchill fue que su vida duró

más que su biografía. Su última

ancianidad fue un mero suple-

mento de gloria, pasada la aven-

tura de la vida. Debe de ser fan-

tasmal y póstumo leerse a sí mis-

mo en los libros de historia. Se

muere cuando la vida ya no tiene

nada que decirnos, y entonces pre-

ferimos cambiar de interlocutor.

La vida nos da sorpresas; a

Winnie

le otorgó muchas, como

la de perder las elecciones tras ga-

nar la Segunda Guerra Mundial,

y como la de otorgársele el Pre-

mio Nobel de Literatura en 1953,

sin pretenderlo con sus libros de

historia y de recuerdos (otro his-

toriador

nobelizado

fue el alemán

Theodor Mommsen). De 1935 es

Grandes contemporáneos

, floresta

de semblanzas donde Churchill

Víctor Raúl Haya de la Torre, re-

cordará aquel reclamo: “¡Bisco-

cherouuu!”. Nadie lo imagina

entonces, mas este grito engendra-

rá un verso del vanguardista libro

Trilce

: “Serpentínica u del bizco-

chero engirafada al tímpano”. Más

tarde arribará la sabia tropa de los

críticos para interpretar con ima-

ginación briosa lo que no entien-

de: el verso es solo una ‘o’ retor-

cida en ‘u’ y el paso de un grito

por el aire en un atardecer de po-

breza e invierno.

En las tardes con niebla (dos

tardes juntas), el poeta provincia-

no torna a la nostalgia por una

amiga que ha quedado lejos, arri-

ba y junto al Sol de los Andes:

“Qué estará haciendo esta hora mi

andina y dulce Rita / de junco y

capulí; / ahora que me asfixia

Bizancio, y que dormita / la san-

gre, como flojo cognac, dentro de

mí”. ‘Bizancio’ es allí un sitio odio-

so, obscuro e incomprensible don-

de un poeta pobre está fuera de

lugar. Así, una mera ciudad sud-

americana –Lima– se hace

Bizancio, la remota, la espléndi-

da, la confusa capital del imperio

romano sin Roma, del imperio la-

tino donde solamente se habló

griego: ironías de la Historia.

Quince años después, otro poeta

pobre y fuera de lugar, el alemán

Bertolt Brecht, huido de los na-

zis, escribe un poema irónico y

pregunta: “¿En qué casa de Lima

la dorada vivían los que la hicie-

ron?”. Este poeta ubica el esplen-

dor donde aquel otro poeta –en

bruma y soledad– nunca lo halló:

ironías de la Literatura.

EL CORAZÓN DEL

CIUDADANO WELLES

Meterse en la vida de George

Orson Welles es como visitar los

OTRAS DISQUISICIONES

grandes almacenes: uno entra por

una puerta, pero no sabe por dón-

de saldrá –si sale–; tal vez por una

ventana en un ángulo contrapi-

cado para caer sobre la cabeza de

Falstaff. Lo que hay en la vida de

Orson Welles se mezcla en un

totum revolutum

glorioso, y el

cine de la ropa de caballeros no

está muy lejos del teatro de la sec-

ción vajilla. También es verdad

que Welles mintió tanto sobre su

vida que solamente le quedaba

dedicarse a hacer películas, men-

tiras pagadas durante dos horas.

Según hablan sus fotos-cine-

mascope, el ejercicio de la men-

tira artística fue la única gimna-

sia que a Welles se le supone. De

niño fue prodigio; de mucho más

grande, también. Nació en Wis-

consin (Estados Unidos) en

1915. De algún modo misterio-

so, acabó muy lejos, en Irlanda,

a los quince años, metido en un

circo, pero no entre el público.

Luego fue actor y director de tea-

tro independiente; es decir, de

esas actividades que están más

cerca de la quiebra que de la

fama.

A los 24 años, Orson dirigió

El ciudadano Kane

, cinta conside-

rada entre las mejores de todos los

tiempos en los que hubo cine (los

otros no están bien documenta-

dos). Luego hizo algunas pelícu-

las fallidas; otras, incompletas; las

restantes, maestras. No fue buen

alumno, pero aprendió bastante;

lo que pasa es que lo desagrada-

ban los estudios siempre que fue-

sen los de Hollywood. En 1956,

en Barcelona, Welles conversó

con el periodista-dandi César

González Ruano sobre la película

que entonces rodaba el norteame-

ricano. Si este hubiera filmado la

filmación habría salido un esper-

pento y no habría hecho falta

Mister Arkadin

. Orson Welles

murió en 1985 en Los Ángeles de

un ataque masivo a su enorme co-

razón, de modo que tampoco en

la muerte entró con pequeñeces.

Entre toros y juergas (‘huelgas’ en

castellano-andaluz), Welles amó

a España: tanto que encomendó

a su hija enterrar sus cenizas en la

finca de Ronda (Málaga) del to-

rero Antonio Ordóñez pues de

cerca se ven los toros, y de lejos,

las películas.

Víctor Hurtado Oviedo

T. E. Lawrence

Bertolt Brecht

Orson Welles. Afiche de la película

El ciudadano Kane.