LIBROS & ARTES
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macacos / cometía algunas
faltas / del cine era huancha-
co. / Que lo lleven por las
calles / anónimo y muy tem-
prano, / a él que era un tras-
nochador / y fachendoso y
alzado.” Otro vals, “Muerte
de Tirifilo,” lo retrata sin
ambigüedades como un in-
dividuo que merecía la
muerte: “Quien a cuchillo
mata a cuchillo muere (...) /
Ni siquiera un leve acento /
de dolor se oye cercano /
todos dicen: fue un villano /
que vivió para tormento. /
Es un enemigo menos/ de
la pobre humanidad/ que lle-
va a la eternidad/ el estigma
que sabemos.”
Estos dos “héroes de la
chaveta”, como los llamó
Mariátegui (repárese, aunque
parezca obvio, en el califica-
tivo de “héroes”, un térmi-
no con claras connotaciones
positivas), representaban no
sólo un estilo de vida y una
condición asociados con el
mundo criminal y carcelario,
sino también una cierta ma-
nera de entender valores
como honor, caballerosidad,
y hombría que es imposible
no asociar con las nociones
prevalecientes entre los sec-
tores dominantes de la so-
ciedad. Carita y Tirifilo se
apartaban de la conducta
despreciable de los así llama-
dos “suches” (delincuentes
de poca monta, generalmen-
te descritos como cobardes
y faltos de palabra y honor)
y desplegaban (al menos se-
gún la mitología construída
a su alrededor) respeto por
la palabra empeñada, defen-
sa vigorosa del honor per-
sonal y familiar, y valentía a
la hora de hacer ajustes de
cuentas, precisamente los
mismos valores que legitima-
ban el duelo por honor en-
tre miembros de las clases
altas de la sociedad. Por esos
años –fines del siglo XIX y
comienzos del XX– se pro-
duce en Perú y otros países
de América Latina, como ha
mostrado el historiador Da-
vid Parker, una intensa acti-
vidad duelística. El duelo
gozaba todavía de atractivo
para una buena parte de la
población –y especialmente
la clase política– como un
recurso legítimo y necesario
cuando de por medio esta-
ban el honor y la hombría.
Como dice Parker, “la cul-
tura del honor formaba una
parte integral de la vida de
un hombre público”. Sin ne-
cesidad de afirmar que el
encuentro entre Carita y
Tirifilo haya sido una mera
copia del duelo aristocrático,
es claro que ambos compar-
ten un mismo juego de va-
lores como justificación de
la decisión de arriesgar la
vida en defensa del honor y
la reputación. Rehuir el de-
safío a duelo era visto como
un signo de cobardía y des-
honor. Depositar la reivindi-
cación o la venganza del ho-
nor mancillado en manos de
los tribunales y los jueces
equivalía a renunciar a un
deber sagrado. Los duelistas
aristocráticos y los héroes de
la chaveta compartían estos
valores, y esto explica, en par-
te, la admiración que aquellos
faites trágicos y valientes des-
pertaban entre los intelectua-
les contemporáneos.
V
Aunque Carita adquirió
una notoriedad que duraría
muchos años, y la leyenda
forjada a su alrededor sería
repetida hasta la saciedad, su
carrera criminal se vería
drásticamente alterada por la
experiencia de la prisión.
Luego del indulto de 1918
ingresó varias veces más a la
cárcel. Uno de esos ingresos
le representó una estadía de
15 años, entre 1924 y 1939,
repartida entre El Frontón y
la penitenciaría. Su nombre
aparece intermitentemente
en los archivos carcelarios, a
veces como un “preso peli-
groso y nocivo” (motivo
por el cual fue trasladado de
la penitenciaría a El Frontón
en agosto de 1925), y en
otras casi como un preso
modelo. Participó en actos
recreativos y ceremonias pa-
trióticas, integró equipos de
fútbol de presos, y fue autor
de poemas y canciones de-
dicadas a autoridades y be-
nefactores. Incluso llegó a
formar su propio conjunto
artístico, “Willman y compa-
ñía”. Escribió y cantó, por
ejemplo, un vals para Angela
Ramos, la infatigable defen-
sora de los presos, a quien
conoció en El Frontón a fi-
nes de la década de 1920:
“Es hermosa y escritora / a
quien todos aclamamos /
por su noble corazón / Que
viva Angela Ramos”. En el
panóptico, donde lo cono-
ció Alegría, Carita era “todo
un héroe de la prisión”. Las
autoridades le consentían sus
caprichos y los presos comu-
nes le admiraban y temían.
También fue Willman un in-
cansable redactor de cartas
y peticiones, muchas de ellas
en pos de un indulto que le
permitiera recuperar su liber-
tad. En diciembre de 1936
Willman envió, junto con
otros presos, una carta al
presidente Benavides solici-
tando su indulto: “Estamos
dispuestos a dar la vida por
su persona y su gobierno y
ser elementos de progreso”,
prometen, en elocuente uso
de una táctica común en la
correspondencia de los pre-
sos. Antes, había prometido
lo mismo a Sánchez Cerro.
Pese a sus esfuerzos, esta vez
el indulto no llegó. Cumplió
su condena y salió del
panóptico en 1939. Al pare-
cer, murió años después atro-
pellado en una calle de Lima.
Así terminaron los días
de este personaje que, en su
momento, representó como
pocos el culto a la bravura,
el ejercicio privado de la vio-
lencia, la ley del más fuerte,
el despliegue de hombría
como condición para ser res-
petado en una sociedad
abiertamente jerárquica y
machista. Con mayor fre-
cuencia de lo que queremos
pensar, los personajes a quie-
nes llamamos con cierto des-
dén “delincuentes” nos per-
miten acercarnos a los me-
canismos culturales e ideoló-
gicos dominantes de una so-
ciedad. Carita fue uno de
esos héroes trágicos que la
cultura popular se empeña
en idealizar y los represen-
tantes del país oficial insis-
ten en denigrar. Ni héroe ad-
mirable ni desechable esco-
ria, Carita fue un ser huma-
no atrapado en las contra-
dicciones y miserias de su
época, tratando de sobrevi-
vir en un mundo en el que
aquellos de su extracción
social y racial parecían con-
denados a la marginación y
el desprecio.
“En diciembre de 1936 Willman envió, junto con
otros presos, una carta al Presidente Benavides solicitando su
indulto: ‘Estamos dispuestos a dar la vida por su persona y su
gobierno y ser elementos de progreso’, prometen, en elocuente uso
de una táctica común en la correspondencia de los presos. An-
tes, había prometido lo mismo a Sánchez Cerro. Pese a sus es-
fuerzos, esta vez el indulto no llegó”.