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LIBROS & ARTES

Página 9

gano físico (como los ojos

respecto a la pintura) que

abarque el conjunto entero

y pueda apreciar luego los

detalles. Pero en una segun-

da, o tercera, o cuarta lectu-

ra, nos comportamos con

respecto al libro, en cierto

modo, de la misma manera

que ante un cuadro. Sin

embargo, no debemos con-

fundir el ojo físico, esa pro-

digiosa obra maestra de la

evolución, con la mente,

consecución más prodigio-

sa aún. Un libro, sea el que

sea –ya se trate de una obra

literaria o de una obra cien-

tífica (la línea divisoria en-

tre una y otra no es tan cla-

ra como generalmente se

cree)–, un libro, digo, atrae

en primer lugar a la mente.

La mente, el cerebro, el co-

ronamiento del espinazo, es,

o debe ser, el único instru-

mento que debemos utilizar

al enfrentarnos con un libro.

Sentado esto, veamos

cómo funciona la mente

cuando el melancólico lec-

tor se enfrenta con el libro

risueño. Primero, se le disi-

pa la melancolia, y para bien

o para mal, el lector partici-

pa en el espíritu del juego.

El esfuerzo de empezar un

libro, sobre todo si es elo-

giado por personas a las que

el lector joven considera en

su fuero interno demasiado

anticuadas o demasiado se-

rias, es a menudo difícil de

realizar; pero una vez he-

cho, las compensaciones

son numerosas y variadas.

Puesto que el artista maes-

tro ha utilizado su imagina-

ción para crear su libro, es

natural y lícito que el con-

sumidor del libro también

utilice la suya.

Sin embargo, hay al

menos dos clases de imagi-

nación en el caso del lector.

Veamos, pues, cuál de las

dos es la más idónea para

leer un libro. En primer lu-

gar está el tipo, bastante mo-

desto por cierto, que busca

apoyo en emociones senci-

llas y es de naturaleza neta-

mente personal (hay diver-

sas sub-especies en este pri-

mer apartado de lectura

emocional). Sentimos con

gran intensidad la situación

expuesta en el libro porque

nos recuerda algo que nos

ha sucedido a nosotros o a

alguien a quien conocemos

o hemos conocido. O el lec-

tor aprecia el libro sobre

todo porque evoca un país,

un paisaje, un modo de vi-

vir que él recuerda con nos-

talgia como parte de su pro-

pio pasado. O bien, y esto

es lo peor que puede hacer

el lector, se identifica con

uno de los personajes. No es

este tipo modesto de imagi-

nación el que yo quisiera

que utilizasen los lectores.

Así que, ¿cuál es el au-

téntico instrumento que el

lector debe emplear? La

imaginación impersonal y la

fruición artística. Tiene que

establecerse, creo, un equi-

librio armonioso y artístico

entre la mente de los lecto-

res y la del autor. Debemos

mantenernos un poco dis-

tantes y gozar de este dis-

tanciamiento a la vez que

gozamos intensamente.

–apasionadamente, con lá-

grimas y estremecimientos–

de la textura interna de una

determinada obra maestra.

Por supuesto, es imposible

ser completamente objetivo

en estas cuestiones. Todo

lo que vale la pena es en

cierto modo subjetivo. Por

ejemplo, puede que ustedes

allí sentados no sean más

que un sueño mío, y puede

que yo sea una de sus pesa-

dillas. Lo que quiero decir

es que el lector debe saber

cuándo y dónde refrenar su

imaginación; lo hará tratan-

do de dilucidar el mundo es-

pecífico que el autor pone a

su disposición. Tenemos

que ver cosas y oír cosas;

visualizar las habitaciones,

las ropas, los modales de los

personajes de un autor. El

color de los ojos de Fanny

Price, protagonista de

Mansfield Park, y el mobi-

liario de su pequeña y fría

habitación, son importantes.

Cada cual tiene su pro-

pio temperamento; pero

desde ahora les digo que el

mejor temperamento que un

lector puede tener, o desa-

rrollar, es el que resulta de

la combinación del sentido

artístico con el científico. El

artista entusiasta propende

a ser demasiado subjetivo

en su actitud respecto al li-

bro; por tanto, cierta frial-

dad científica en el juicio

templará el calor intuitivo.

En cambio, si el aspirante a

lector carece por completo

de pasión y de paciencia

–pasión de artista y pacien-

cia de científico–, difícilmen-

te gozará con la gran litera-

tura.

La literatura no nació el

día en que un chico llegó co-

rriendo del valle neander-

thal gritando el lobo, el

lobo, con un enorme lobo

gris pisándole los talones; la

literatura nació el día en que

un chico llegó gritando el

lobo, el lobo, sin que le per-

siguiera ningún lobo. El que

el pobre chivo acabara sien-

do devorado por un animal

de verdad por haber menti-

do tantas veces es un mero

accidente. Entre el lobo de

la espesura y el lobo de la

historia increíble hay un

centellante término medio.

Ese término medio, ese pris-

ma, es el arte de la literatura.

La literatura es inven-

ción. La ficción es ficción.

Calificar un relato de histo-

ria verídica es un insulto al

arte y a la verdad. Todo gran

escritor es un gran embau-

cador, como lo es la archi-

tramposa Naturaleza. La

Naturaleza siempre nos en-

gaña. Desde el engaño sen-

cillo de la propagación de

la luz a la ilusión prodigio-

sa y compleja de los colo-

res protectores de las mari-

posas o de los pájaros, hay

en la Naturaleza todo un sis-

tema maravilloso de enga-

ños y sortilegios. El autor li-

terario no hace más que se-

guir el ejemplo de la Natu-

raleza.

Volviendo un momento

al muchacho cubierto con

pieles de cordero que grita el

lobo, el lobo, el lobo, pode-

mos exponer la cuestión de

la siguientemanera: lamagia

del arte estaba en el espectro

del lobo que él inventa deli-

beradamente, en su sueño del

lobo, más tarde, la historia de

sus bromas se convirtió en un

buen relato. Cuando pereció

finalmente, su historia llegó

a ser un relato didáctico, na-

rrado por las noches alrede-

dor de las hogueras. Pero él

fue el pequeño mago. Fue el

inventor.

Hay tres puntos de vis-

ta desde los que podemos

considerar a un escritor;

como narrador, como maes-

tro, y como encantador. Un

buen escritor combina las

tres facetas; pero es la de en-

cantador la que predomina

y la que le hace ser un gran

escritor.

Al narrador acudimos en

busca del entretenimiento,

de la excitación mental pura

y simple, de la participación

emocional, del placer de via-

jar a alguna región remota

del espacio o del tiempo.

Una mentalidad algo distin-

ta, aunque no necesariamen-

te más elevada, busca al

maestro en el escritor. Pro-

pagandista, moralista, profe-

ta; esta es la secuencia as-

cendente. Podemos acudir al

maestro no sólo en busca de

una formación moral sino

también de conocimientos

directos, de simples datos.

¡Ay!, he conocido a perso-

nas cuyo propósito al leer a

los novelistas franceses y

rusos era aprender algo so-

bre la vida del alegre París o

de la triste Rusia. Por últi-

mo, y sobre todo, un gran es-

critor es siempre un gran en-

cantador, y aquí es donde lle-

gamos a la parte verdadera-

mente emocionante: cuando

tratamos de captar la magia

individual de su genio, y es-

tudiar el estilo, las imágenes,

y el esquema de sus novelas

o de sus poemas.

Las tres facetas del gran

escritor –magia, narración,

lección– tienden a mezclar-

se en una impresión de úni-

co y unificado resplandor,

ya que la magia del arte pue-

de estar presente en el mis-

mo esqueleto del relato, en

el tuétano del pensamiento.

Hay obras maestras con un

pensamiento seco, limpio,

organizado, que provocan

en nosotros un estremeci-

miento artístico tan fuerte

como puede provocarlo

cualquier torrente dicken-

siano de imaginación sen-

sual. Creo que una buena

fórmula para comprobar la

calidad de una novela es, en

el fondo, una combinación

de precisión poética y de in-

tuición científica. Para go-

zar de esa magia, el lector

inteligente lee el libro genial

no tanto con el corazón, no

tanto con el cerebro, sino

más bien con la espina dor-

sal. Es ahí donde tiene lu-

gar el estremecimiento re-

velador, aun cuando al leer

debamos mantenernos un

poco distantes, un poco des-

pegados. Entonces observa-

mos, con un placer a la vez

sensual e intelectual, cómo

el artista construye su cas-

tillo de naipes, y cómo ese

castillo se va convirtiendo

en un castillo de hermoso

acero y cristal.

*Vladimir Nabokov.

Leccio-

nes de Literatura.

Traducción

Francisco Torres Oliver. 1984.