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Página 4

LIBROS & ARTES

tijeras. La otra pierna se le

había paralizado.

Con la mano izquier-

da sacudía el pañuelo

rojo, como un pendón de

chichería en los meses de

viento.

“Lurucha”, que no pa-

recía mirar al bailarín,

empezó el yawar mayu

(río de sangre), paso final

que en todas las danzas de

indios existe.

El pequeño público

permaneció quieto. No se

oían ruidos en el corral ni

en los campos más leja-

nos. ¿Las gallinas y los cu-

yes sabían lo que pasaba,

lo que significaba esa des-

pedida?

La hija mayor del bai-

larín salió al corredor, des-

pacio. Trajo en sus brazos

uno de los grandes racimos

de mazorcas de maíz de

colores. Lo depositó en el

suelo. Un cuy se atrevió

también a salir de su hue-

co. Era macho, de pelo

encrespado; con sus ojos

rojísimos revisó un instan-

te a los hombres y saltó a

otro hueco. Silbó antes de

entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la

pequeña bestia. ¿Por qué

tomó más impulso para

seguir el ritmo lento,

como el arrastrarse de un

gran río turbio, del yawar

mayu este que tocaban

“Lurucha” y don Pascual?

“Lurucha” aquietó el en-

diablado ritmo de este

paso de la danza. Era el

yawar mayu, pero lento,

hondísimo; sí, con la figu-

ra de esos ríos inmensos,

cargados con las primeras

lluvias; ríos de las proxi-

midades de la selva que

marchan también lentos,

bajo el sol pesado en que

resaltan todos los polvos

y lodos, los animales

muertos y árboles que

arrastran, indeteniblemen-

te. Y estos ríos van entre

montañas bajas, oscuras de

árboles. No como los ríos

de la sierra que se lanzan a

saltos, entre la gran luz;

ningún bosque los mancha

y las rocas de los abismos

les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con

la cabeza y las tijeras este

ritmo denso. Pero el bra-

zo con que batía el pañue-

lo empezó a doblarse; mu-

rió. Cayó sin control, has-

ta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti”

se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea

sobre su frente! —dijo

“Atok’ sayku”.

—Ya nadie más que él

lo mira —dijo entre sí la

esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el rit-

mo del yawar mayu. Pa-

recía que tocaban campa-

nas graves. El arpista no

se esmeraba en recorrer

con su uña de metal las

cuerdas de alambre; toca-

ba las más extensas y grue-

sas. Las cuerdas de tripa.

Pudo oírse entonces el

canto del violín más cla-

ramente.

A la hija menor le ata-

có el ansia de cantar algo.

Estaba agitada, pero como

los demás, en actitud so-

lemne. Quiso cantar por-

que vio que los dedos de

su padre que aún tocaban

las tijeras iban agotándo-

se, que iban también a

helarse. Y el rayo de sol se

había retirado casi hasta el

techo. El padre tocaba las

tijeras revolcándolas un

poco en la sombra fuerte

que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se sepa-

ró un pequeñísimo espa-

cio de los músicos. La es-

posa del bailarín se ade-

lantó un medio paso de la

fila que formaba con sus

hijas. Los otros indios es-

taban mudos; permane-

cieron más rígidos. ¿Qué

iba a suceder luego? No les

habían ordenado que sa-

lieran afuera.

—¡El Wamani está ya

sobre el corazón! —excla-

mó “Atok’ sayku”, miran-

do.

“Rasu-Ñiti” dejó caer

las tijeras. Pero siguió mo-

viendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de

ritmo, tocó el illapa vivon

(el borde del rayo). Todo

en las cuerdas de alambre,

a ritmo de cascada. El vio-

lín no lo pudo seguir. Don

Pascual adoptó la misma

actitud rígida del peque-

ño público, con el arco y

el violín colgándole de las

manos.

“Rasu-Ñiti” movió los

ojos; la córnea, la parte

blanca, parecía ser la más

viva, la más lúcida. No

causaba espanto. La hija

menor seguía atacada por

el ansia de cantar, como

solía hacerlo junto al río

grande, entre el olor de

flores de retama que cre-

cen a ambas orillas. Pero

ahora el ansia que sentía

por cantar, aunque igual

en violencia, era de otro

sentido. ¡Pero igual en vio-

lencia!

Duró largo, mucho

tiempo, el illapa vivon.

“Lurucha” cambiaba la

melodía a cada instante,

pero no el ritmo. Y ahora

sí miraba al maestro. La

danzante llama que brota-

ba de las cuerdas de alam-

bre de su arpa seguía como

sombra el movimiento

cada vez más extraviado

de los ojos del dansak’;

pero lo seguía. Es que

“Lurucha” estaba hecho

de maíz blanco, según el

mensaje del Wamani. El

ojo del bailarín moribun-

do, el arpa y las manos del

músico funcionaban jun-

tos; esa música hizo dete-

nerse a las hormigas ne-

gras que ahora marchaban

de perfil al sol, en la ven-

tana. El mundo a veces

guarda un silencio cuyo

sentido solo alguien per-

cibe. Esta vez era por el

arpa del maestro que ha-

bía acompañado al gran

dansak’ toda la vida, en

cien pueblos, bajomiles de

piedras y de toldos.

“Rasu-Ñiti” cerró los

ojos. Grande se veía su

cuerpo. La montera le

alumbraba con sus espe-

jos.

“Atok’ sayku” salió

junto al cadáver. Se ele-

vó ahí mismo, danzando;

tocó las tijeras que brilla-

ban. Sus pies volaban.

Todos estaban mirando.

“Lurucha” tocó el lucero

kanchi (alumbrar de la es-

trella), del wallpa wak’ay

(canto del gallo) con que

empezaban las competen-

cias de los dansak’, a la

media noche.

—¡El Wamani aquí!

¡En mi cabeza! ¡En mi pe-

cho, aleteando! —dijo el

nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-

Ñiti”, renacido, con ten-

dones de bestia tierna y el

fuego del Wamani, su co-

rriente de siglos aletean-

do.

“Lurucha” inventó los

ritmos más intrincados, los

más solemnes y vivos.

“Atok’ sayku” los seguía,

se elevaban sus piernas,

sus brazos, su pañuelo, sus

espejos, su montera, todo

en su sitio. Y nadie vola-

ba como ese joven dan-

sak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo

“Lurucha”—. ¡Está bien!

Wamani contento. Ahis-

tá en tu cabeza, el blanco

de su espalda como el sol

del medio día en el neva-

do, brillando.

—¡No lo veo! —dijo

la esposa del bailarín.

—Enterraremos maña-

na al oscurecer al padre

“Rasu-Ñiti”.

—No muerto. ¡Ajaja-

yllas! —exclamó la hija

menor—. No muerto. ¡Él

mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró pro-

fundamente a la mucha-

cha. Se le acercó, casi tam-

baleándose, como si hu-

biera tomado una gran

cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita

paloma! ¡Paloma, pues,

necesita cóndor! ¡Dansak’

no muere! — le dijo.

—Por dansak’ el ojo

de nadie llora. Wamani es

Wamani.