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LIBROS & ARTES

Página 3

Son hojas de acero

sueltas. Las engarza el dan-

sak’ por los ojos, en sus

dedos y las hace chocar.

Cada bailarín puede pro-

ducir en sus manos con

ese instrumento una mú-

sica leve, como de agua

pequeña, hasta fuego: de-

pende del ritmo, de la or-

questa y del “espíritu” que

protege al dansak’.

Bailan solos o en com-

petencia. Las proezas que

realizan y el hervor de su

sangre durante las figuras

de la danza dependen de

quién está asentado en su

cabeza y su corazón, mien-

tras él baila o levanta y

lanza barretas con los

dientes, se atraviesa las

carnes con leznas o cami-

na en el aire por una cuer-

da tendida desde la cima

de un árbol a la torre del

pueblo.

Yo vi al gran padre

“Untu”, trajeado de negro

y rojo, cubierto de espe-

jos, danzar sobre una soga

movediza en el cielo, to-

cando sus tijeras. El can-

to del acero se oía más

fuerte que la voz del vio-

lín y del arpa que tocaban

a mi lado, junto a mí. Fue

en la madrugada. El padre

“Untu” aparecía negro

bajo la luz incierta y tier-

na; su figura se mecía con-

tra la sombra de la gran

montaña. La voz de sus ti-

jeras nos rendía, iba del

cielo al mundo, a los ojos

y al latido de los millares

de indios y mestizos que lo

veíamos avanzar desde el

inmenso eucalipto de la

torre. Su viaje duró acaso

un siglo. Llegó a la venta-

na de la torre cuando el

sol encendía la cal y el si-

llar blanco con que esta-

ban hechos los arcos.

Danzó un instante junto

a las campanas. Bajó lue-

go. Desde dentro de la

torre se oía el canto de sus

tijeras; el bailarín iría bus-

cando a tientas las gradas

en el lóbrego túnel. Ya no

volverá a cantar el mun-

do en esa forma, todo

constreñido, fulgurando

en dos hojas de acero. Las

palomas y otros pájaros

que dormían en el gran

eucalipto, recuerdo que

cantaron mientras el pa-

dre “Untu” se balanceaba

en el aire. Cantaron pe-

queñitos, jubilosamen-

te, pero junto a la voz del

acero y a la figura del dan-

sak’ sus gorjeos eran como

una filigrana apenas per-

ceptible, como cuando el

hombre reina y el bello

universo solamente, pare-

ce, lo orna, le da el jugo

vivo a su señor.

El genio de un dansak’

depende de quién vive en

él: ¿el “espíritu” de una

montaña (Wamani); de

un precipicio cuyo silen-

cio es transparente; de una

cueva de la que salen to-

ros de oro y “condenados”

en andas de fuego? O la

cascada de un río que se

precipita de todo lo alto

de una cordillera; o qui-

zás solo un pájaro, o un in-

secto volador que conoce

el sentido de abismos, ár-

boles, hormigas y el secre-

to de lo nocturno; alguno

de esos pájaros “malditos”

o “extraños”, el hakakllo,

el chusek, o el San Jorge,

negro insecto de alas ro-

jas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de

un Wamani grande, de

una montaña con nieve

eterna. Él, a esa hora, le

había enviado ya su “es-

píritu”: un cóndor gris

cuya espalda blanca esta-

ba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el ar-

pista del dansak’, tocan-

do; le seguía don Pascual,

el violinista. Pero el

“Lurucha” comandaba

siempre el dúo. Con su

uña de acero hacía esta-

llar las cuerdas de alambre

y las de tripa, o las hacía

gemir sangre en los pasos

tristes que tienen también

las danzas.

Tras de los músicos

marchaba un joven:

“Atok’ sayku”,

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el discípu-

lo de “Rasu-Ñiti”. Tam-

bién se había vestido.

Pero no tocaba las tijeras;

caminaba con la cabeza

gacha. ¿Un dansak’ que

llora? Sí, pero lloraba para

adentro. Todos lo nota-

ban.

“Rasu-Ñiti” vivía en

un caserío de no más de

veinte familias. Los pue-

blos grandes estaban a po-

cas leguas. Tras de los

músicos venía un peque-

ño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al

Wamani?— preguntó el

dansak’ desde la habita-

ción.

—Sí, lo veo. Es cierto.

Es tu hora.

—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo

ves?

El muchacho se paró

en el umbral y contempló

la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No

lo veo bien, padre.

—¿Aletea?

—Sí, maestro.

—Está bien. “Atok’

sayku” joven.

— Ya siento el cuchi-

llo en el corazón.

—¡Toca! —le dijo al

arpista.

“Lurucha” tocó el jay-

kuy (entrada) y cambió

enseguida al sisi nina

(fuego hormiga), otro

paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tam-

baleándose un poco. El

pequeño público entró en

la habitación. Los músicos

y el discípulo se cuadraron

contra el rayo de sol.

“Rasu-Ñiti” ocupó el sue-

lo donde la franja de sol

era más baja. Le quema-

ban las piernas. Bailó sin

hervor, casi tranquilo, el

jaykuy; en el “sisi nina” sus

pies se avivaron.

—¡El Wamani está

aleteando grande; está

aleteando! —dijo “Atok’

sayku”, mirando la cabe-

za del bailarín.

Danzaba ya con brío.

La sombra del cuarto em-

pezó a henchirse como de

una cargazón de viento; el

dansak’ renacía. Pero su

cara, enmarcada por el

pañuelo blanco, estaba

más rígida, dura; sin em-

bargo, con la mano iz-

quierda agitaba el pañue-

lo rojo, como si fuera un

trozo de carne que lucha-

ra. Su montera se mecía

con todos sus espejos; en

nada se percibía mejor el

ritmo de la danza. “Luru-

cha” había pegado el ros-

tro al arco del arpa. ¿De

dónde bajaba o brotaba

esa música? No era solo de

las cuerdas y de la made-

ra.

—¡Ya! ¡Estoy llegan-

do! ¡Estoy por llegar! —

dijo con voz fuerte el bai-

larín, pero la última síla-

ba salió como traposa,

como de la boca de un

loro.

Se le paralizó una pier-

na

—¡Está el Wamani!

¡Tranquilo! —exclamó la

mujer del dansak’ porque

sintió que su hija menor

temblaba.

El arpista cambió la

danza al tono de Waqtay

(la lucha). “Rasu-Ñiti”

hizo sonar más alto las ti-

jeras. Las elevó en direc-

ción del rayo de sol que

se iba alzando. Quedó cla-

vado en el sitio; pero con

el rostro aún más rígido y

los ojos más hundidos,

pudo dar una vuelta sobre

su pierna viva. Entonces

sus ojos dejaron de ser in-

diferentes; porque antes

miraba como en abstrac-

to, sin precisar a nadie.

Ahora se fijaron en su hija

mayor, casi con júbilo.

—El dios está crecien-

do. ¡Matará al caballo! —

dijo.

Le faltaba ya saliva. Su

lengua se movía como re-

volcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Pa-

trón! ¡Hijo! El Wamani

me dice que eres de maíz

blanco. De mi pecho sale

tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sen-

tado. No dejó de tocar las

4 Que cansa al zorro.