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Página 2

LIBROS & ARTES

staba tendido en el

suelo, sobre una

cama de pellejos. Un cue-

ro de vaca colgaba de uno

de los maderos del techo.

Por la única ventana que

tenía la habitación, cerca

del mojinete, entraba la

luz grande del sol; daba

contra el cuero y su som-

bra caía a un lado de la

cama del bailarín. La otra

sombra, la del resto de la

habitación, era uniforme.

No podía afirmarse que

fuera oscuridad; era posi-

ble distinguir las ollas, los

sacos de papas, los copos

de lana; los cuyes, cuan-

do salían algo espantados

de sus huecos y explora-

ban en el silencio. La ha-

bitación era ancha para

ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un

altillo que ocupaba no

todo el espacio de la pie-

za, sino un ángulo. Una

escalera de palo de lam-

bras servía para subir a la

troje. La luz del sol alum-

braba fuerte. Podía verse

cómo varias hormigas ne-

gras subían sobre la corte-

za del lambras que aún

exhalaba perfume.

—El corazón está listo.

El mundo avisa. Estoy

oyendo la cascada de

Saño. ¡Estoy listo! —Dijo

el dansak’ “Rasu-Ñiti”.

1

Se levantó y pudo lle-

gar hasta la petaca de cue-

ro en que guardaba su tra-

je de dansak’ y sus tijeras

de acero. Se puso el guan-

te en la mano derecha y

empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se es-

pulgaban tranquilos sobre

el árbol de molle, en el

pequeño corral de la casa,

se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y

sus dos hijas que desgra-

nabanmaíz en el corredor,

dudaron.

— Madre ¿has oído?

¿Es mi padre, o sale ese

canto de dentro de la

montaña? —preguntó la

mayor.

—¡Es tu padre! —dijo

la mujer.

Porque las tijeras sona-

ron más vivamente, en

golpes menudos.

Corrieron las tres mu-

jeres a la puerta de la ha-

bitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba

vistiendo. Sí. Se estaba

poniendo la chaqueta or-

nada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despi-

des? —preguntó la mujer,

respetuosamente, desde el

umbral. Las dos hijas lo

contemplaron tembloro-

sas.

—El corazón avisa,

mujer. Llamen al “Luru-

cha” y a don Pascual.

¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos mu-

chachas.

La mujer se acercó al

marido.

—Bueno. ¡Wamani

2

está hablando! —dijo

él—Tú no puedes oír. Me

habla directo al pecho.

Agárrame el cuerpo. Voy

a ponerme el pantalón.

¿Adónde está el sol? Ya

habrá pasado mucho el

centro del cielo.

—Ha pasado. Está en-

trando aquí. ¡Ahí está!

Sobre el fuego del sol,

en el piso de la habita-

ción, caminaban unas

moscas negras.

—Tardará aún la chi-

ririnka

3

que viene un

poco antes de la muerte.

Cuando llegue aquí no

vamos a oírla aunque zum-

be con toda su fuerza, por-

que voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de

terciopelo, apoyándose

en la escalera y en los

hombros de su mujer. Se

calzó las zapatillas. Se puso

el tapabala y la montera.

El tapabala estaba adorna-

do con hilos de oro. So-

bre las inmensas faldas de

la montera, entre cintas

labradas, brillaban espejos

en forma de estrella. Ha-

cia atrás, sobre la espalda

del bailarín, caía desde el

sombrero una rama de

cintas de varios colores.

La mujer se inclinó

ante el dansak’. Le abra-

zó los pies. ¡Estaba ya ves-

tido con todas sus insig-

nias! Un pañuelo blanco

le cubría parte de la fren-

te. La seda azul de su cha-

queta, los espejos, la tela

roja del pantalón, ardían

bajo el angosto rayo de sol

que fulguraba en la som-

bra del tugurio que era la

casa del indio Pedro

Huancayre, el gran dan-

sak’ “Rasu-Ñiti”, cuya

presencia se esperaba, casi

se temía, y era luz de las

fiestas de centenares de

pueblos.

—¿Estás viendo al

Wamani sobre mi cabeza?

—preguntó el bailarín a

su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está

tranquilo.

—¿De qué color es?

—Gris. La mancha

blanca de su espalda está

ardiendo.

—Así es. Voy a despe-

dirme. ¡Anda tú a bajar

los tipis de maíz del corre-

dor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En

el corredor de los made-

ros del techo, colgaban

racimos de maíz de colo-

res. Ni la nieve, ni la tie-

rra blanca de los caminos,

ni la arena del río, ni el

vuelo feliz de las parvadas

de palomas en las cose-

chas, ni el corazón de un

becerro que juega, tenían

la apariencia, la lozanía, la

gloria de esos racimos. La

mujer los fue bajando, rá-

pida pero ceremonialmen-

te.

Se oía ya, no tan lejos,

el tumulto de la gente que

venía a la casa del baila-

rín.

Llegaron las dos mu-

chachas. Una de ellas ha-

bía tropezado en el cam-

po y le salía sangre de un

dedo del pie. Despejaron

el corredor. Fueron a ver

después al padre.

Ya tenía el pañuelo

rojo en la mano izquierda.

Su rostro enmarcado por

el pañuelo blanco, casi sa-

lido del cuerpo, resaltaba,

porque todo el traje de

color y luces y la gran

montera lo rodeaban, se

diluían para alumbrarlo;

su rostro cetrino, no páli-

do, cetrino duro, casi no

tenía expresión. Solo sus

ojos aparecían hundidos

como en un mundo, en-

tre los colores del traje y

la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en

la cabeza de tu padre? —

preguntó la mujer a la

mayor de sus hijas.

Las tres lo contempla-

ron, quietas.

—No —dijo la mayor.

—No tienes fuerza aún

para verlo. Está tranquilo,

oyendo todos los cielos;

sentado sobre la cabeza de

tu padre. La muerte le

hace oir todo. Lo que tú

has padecido; lo que has

bailado; lo que más vas a

sufrir.

—¿Oye el galope del

caballo del patrón?

—Sí oye —contestó el

bailarín, a pesar de que la

muchacha había pronun-

ciado las palabras en voz

bajísima—. ¡Sí oye! Tam-

bién lo que las patas de ese

caballo han matado. La

porquería que ha salpica-

do sobre ti. Oye también

el crecimiento de nuestro

dios que va a tragar los ojos

de ese caballo. Del patrón

no. ¡Sin el caballo él es

solo excremento de borre-

go!

Empezó a tocar las ti-

jeras de acero. Bajo la som-

bra de la habitación la fina

voz del acero era profun-

da.

—El Wamani me avi-

sa. ¡Ya vienen! —dijo.

—¿Oyes, hija? Las tije-

ras no son manejadas por

los dedos de tu padre. El

Wamani las hace chocar.

Tu padre solo está obede-

ciendo.

E

1 Dansak: bailarín. Rasu-Ñiti:

que aplasta o derrite la nieve.

2 Dios montaña que se presen-

ta en figura de algún elemento de la

naturaleza.

3 Mosca azul, que representa

la muerte.